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DIECIOCHO



—Me gustaría irme contigo lejos de aquí —dijo.

Con la mano derecha tenía cogida a Lara por el hombro y con la izquierda sostenía el volante.

—A algún sitio lejos hacia el sur. Atravesando las largas carreteras que bordean la costa. ¿Has estado en Italia?

—No.

—Entonces prométeme que vendrás conmigo.

—¿No exageras?

Lara lo había dicho sólo por modestia, pero el trompetista se asustó de que el ¿No exageras? de la chica tuviese que ver con toda su demagogia y que la hubiera descubierto en aquel momento. Pero ya no podía retroceder.

—Sí, exagero. Siempre tengo ocurrencias exageradas. Soy así. Pero a diferencia de otros, siempre hago realidad mis ocurrencias exageradas. Créeme que no hay nada más hermoso que realizar ocurrencias exageradas. Yo desearía que mi vida no fuese más que una ocurrencia exagerada. Desearía que ahora no volviésemos al balneario, que siguiésemos hacia delante, hasta llegar al mar. Allí encontraría trabajo en alguna orquesta e iríamos de playa en playa.

Detuvo el coche en un sitio desde donde había una hermosa vista de los alrededores. Bajaron. La invitó a dar un paseo por el parque. Al cabo de un rato de andar se sentaron en un banco de madera que quedaba de las épocas en que se viajaba menos en coche y se paseaba más por los bosques. Seguía con el brazo en el hombro de ella y de pronto le dijo con voz triste:

—Todo el mundo cree que mi vida es muy feliz. Se equivocan por completo. En realidad soy muy infeliz. No sólo estos últimos meses, hace ya muchos años.

Si las palabras del trompetista acerca del viaje a Italia le habían parecido exageradas (¡era tan poca la gente que en su país podía salir al extranjero!) y le habían producido cierta desconfianza, la tristeza que emanaban sus palabras exhalaba para ella un suave perfume. La olía como si fuera un asado de cerdo.

—¿Cómo es posible que tú no seas feliz?

—Cómo es posible que yo no sea feliz... —suspiró el trompetista.

—Eres famoso, tienes un coche precioso, tienes dinero, tienes una mujer guapa...

—Guapa probablemente sí... —dijo el trompetista con amargura.

—Ya sé —dijo Lara—. Ya no es joven. ¿Tiene la misma edad que tú, verdad?

El trompetista comprendió que Lara había debido informarse detalladamente sobre su mujer y sintió rabia. Pero siguió:

—Sí, tiene la misma edad que yo.

—Eso no tiene nada que ver. Tú no eres viejo. Pareces un chiquillo —dijo Lara.

—Pero los hombres necesitan a mujeres más jóvenes que ellos. Y los artistas más que nadie. Yo necesito juventud, tú no sabes cuánto me gusta tu juventud, Lara. A veces me parece que ya no voy a poder soportarlo más. Tengo un deseo furioso de liberarme. De empezar todo de nuevo y de otro modo. Lara, tu llamada de ayer... De pronto tuve la impresión de que era un mensaje que me enviaba el destino.

—¿De verdad? —dijo en voz baja.

—¿Y por qué crees que te volví a llamar en seguida? De pronto sentí que no debía seguir postergándolo. Que tenía que verte en seguida, en seguida, en seguida... —calló y la miró largamente a los ojos—: ¿Me quieres?

—Te quiero. ¿Y tú?

—Te quiero muchísimo —dijo él.

—Yo también.

Se inclinó hacia Lara y apoyó su boca en la de ella. Era una boca limpia, una boca joven con los labios blandos y bien delineados y los dientes limpios, todo estaba en perfecto orden dentro de ella y por eso dos meses antes se había sentido atraído por el deseo de besarla. Pero precisamente porque aquella boca le había atraído, la había visto a través de la niebla del deseo, sin saber nada de su aspecto real: la lengua que había dentro de ella parecía una llama y la saliva, una bebida embriagadora. En cambio, la boca que no le atraía era de pronto una boca real (sólo una boca), es decir ese orificio afanoso por el que habían penetrado ya dentro de la chica cientos de kilos de patatas y de sopas, los dientes tenían sus pequeños empastes y la saliva no era una bebida embriagadora, sino la hermana gemela del escupitajo. La lengua de ella llenaba la boca del trompetista como un bocado desagradable que él no podía tragar ni debía escupir.

Finalmente terminó el beso, se levantaron y siguieron andando. Lara era casi feliz, pero se daba cuenta de que el motivo por el que había llamado al trompetista y le había hecho venir, permanecía curiosamente intacto en su conversación. No tenía muchas ganas de hablar de eso. Al contrario, aquello de lo que hablaban ahora le parecía más agradable e importante. Pero quería que aquel motivo que había quedado apartado estuviera de algún modo presente, aunque de un modo discreto, modesto, poco llamativo. Por eso, cuando Nöel, después de varias declaraciones de amor, dijo que iba a hacer todo lo posible por poder vivir con Lara, ella añadió:

—Eres muy amable, pero también tenemos que pensar en que ya no soy yo sola.

—Sí —dijo Nöel, sabiendo que había llegado el momento que había estado temiendo todo el tiempo: el punto más débil de toda su demagogia—Sí, tienes razón —dijo—. No eres tú sola, pero eso no es, ni mucho menos, lo más importante. Quiero estar contigo porque te quiero y no porque estés embarazada.

—Sí —suspiró Lara.

—No hay nada más lamentable que los matrimonios cuyo único motivo es un hijo concebido por error. Incluso, querida, si he de serte sincero, deseo que vuelvas a estar como antes. Que volvamos a estar los dos solos, sin que haya un tercero entre nosotros. ¿Me comprendes?

—Pero no, eso no puede ser, eso no puedo hacerlo, eso no podría hacerlo nunca —se defendía Lara.

No lo decía porque estuviera profundamente convencida. La seguridad definitiva que con respecto a su embarazo le había dado anteayer el doctor Skreta era algo tan reciente que aún no sabía qué hacer con ella. No seguía un plan previamente establecido, la conciencia del embarazo la llenaba y vivía aquello como un gran acontecimiento, y aún más, como una oportunidad y una ocasión que ya no volvería a repetirse tan fácilmente. Se sentía como un peón de ajedrez que acaba de llegar al final del tablero y se convierte en reina. Sentía con placer su inesperado e inédito poder. Sabía que bastaba que ella hablara para que las cosas se pusieran en movimiento, el famoso trompetista viene a verla desde la capital, la lleva en su magnífico coche, le declara su amor. No había duda de que entre el embarazo y aquel repentino poder existía alguna relación. Si no quería renunciar al poder, tampoco podía renunciar al embarazo.

Por eso el trompetista se veía obligado a seguir haciendo rodar su peñasco:

—Querida, yo no deseo una familia. Yo deseo amor. Tú eres para mí el amor y un hijo convierte a cualquier amor en familia. En aburrimiento. En preocupaciones. En un fastidio. Y a cualquier amante la convierte en madre. Tú para mí no eres una madre. Tú eres mi amante y yo no quiero repartirte con nadie. Ni siquiera con un hijo.

Eran palabras hermosas, a Lara le gustaba oírlas, pero seguía negando con la cabeza:

—No, no podría hacerlo. Se trata de tu hijo. Yo no podría deshacerme de un hijo tuyo.

Ya no se le ocurría ningún argumento nuevo, repetía permanentemente las mismas palabras y tenía miedo de que ella advirtiese su insinceridad.

—Tienes ya treinta años —dijo ella—: ¿Es que nunca has deseado tener un hijo?

Realmente nunca había deseado un hijo. Quería tanto a Astrid que un niño a su lado hubiera sido un obstáculo. No había sido una simple invención lo que le había dicho a Lara un momento antes. Eran exactamente las mismas frases que le decía desde hacía muchos años, sincera y francamente, a su mujer.

—Hace ya seis años que estás casado y no tenéis hijos. Me alegré tanto de poder darte un hijo.

Se daba cuenta de que todo se volvía contra él. Lo excepcional de su amor por Astrid es interpretado por Lara como esterilidad de Astrid, y eso hace que aumente su insolente atrevimiento. Empezaba a hacer fresco, el sol se aproximaba al horizonte, el tiempo huía y él seguía repitiendo una y otra vez lo que había dicho ya y ella repetía su no, no, yo no podría. Sintió que estaba en un callejón sin salida, no sabía cómo salir de allí y le dio la impresión de que lo perdería todo. Estaba tan nervioso que se olvidaba de tomarle de la mano, se olvidaba de besarla y poner ternura en la voz. Se asustó al advertirlo y procuró recuperarse. Se detuvo, le sonrió y la abrazó. Era el abrazo del cansancio. La apretaba contra su pecho, con su cabeza pegada a la cara de ella y de este modo, en realidad, se apoyaba, descansaba, respiraba, porque le daba la impresión de que había ante él un largo camino que ya no tenía fuerzas para recorrer.

Pero también Lara había llegado al límite de sus fuerzas. Ella tampoco tenía argumentos y sentía que no era posible seguir diciendo simplemente no al hombre que se quiere conquistar.

El abrazo duró mucho y, cuando Nöel la soltó, agachó la cabeza y dijo con voz resignada:

—Entonces dime lo que tengo que hacer.

Nöel no quería creer lo que acababa de oír. Llegó de pronto e inesperadamente y fue un enorme alivio. Tan enorme que tuvo que controlarse para que no se notase demasiado. Le acarició la cara y dijo que el doctor Skreta era buen amigo suyo y que bastaría con que Lara se presentase dentro de tres días ante la comisión. Irá con ella. No debe tener miedo de nada.

Lara no oponía resistencia y él volvió a tener ganas de continuar en su papel. La cogió del hombro, a cada rato se detenía y la besaba (la alegría era tan grande que el beso volvía a estar oculto tras el velo de la niebla). Repitió las frases acerca de que Lara debería ir a vivir a la capital. Incluso repitió la frase sobre el viaje al mar.

El sol se escondió entonces tras el horizonte, el bosque quedó en penumbras y por encima de la copa de los pinos salió una luna redonda. Fueron de regreso al coche. Al llegar a la carretera se encontraron bajo la luz de un reflector. Al principio les pareció que pasaba por allí un coche con las luces encendidas, pero después vieron que el reflector les seguía. Provenía de una moto que estaba aparcada al otro lado de la carretera; en la moto estaba sentado un hombre que les observaba.

—Vámonos enseguida, por favor —dijo Lara.

Cuando se acercaron al coche, el hombre que estaba sentado en la moto se levantó y fue hacia ellos. El trompetista no veía más que una silueta oscura, porque la moto lo iluminaba por detrás, mientras que al trompetista y a Lara los alumbraba de frente.

—¡Ven! —el hombre se abalanzó hacia Lara—. ¡Tengo que hablar contigo! ¡Tenemos cosas de qué hablar! ¡Tenemos muchas cosas que decirnos! —gritaba exaltado y confuso.

El trompetista también estaba exaltado y confuso, y lo único que era capaz de sentir era una especie de enfado por aquel comportamiento que no le parecía del todo correcto:

—La señorita está conmigo y no con usted —dijo.

—¡A usted también tengo algo que decirle, sabe! —le gritó el desconocido al trompetista—. ¡Usted cree que porque es famoso puede permitirse cualquier cosa! ¡Usted cree que puede atontarla! ¡Que le puede dejar la cabeza hecha un lío! ¡Para usted es muy sencillo! ¡Yo también podría hacerlo si estuviese en su lugar!

Lara aprovechó el momento en que el de la moto se dirigió al trompetista y se metió dentro del coche. El motociclista se abalanzó hacia el coche. Pero la ventanilla estaba cerrada y la chica apretó el botón de la radio. Dentro del coche resonó la música a todo volumen. Luego se metió también el trompetista en el coche y cerró la puerta. El coche estaba repleto de música a todo volumen. A través del cristal sólo veía la silueta del hombre que gritaba y sus brazos gesticulantes.

—Es un loco que me persigue continuamente —dijo Lara—. Por favor, ¡vámonos rápido de aquí!

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