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DIECINUEVE




Aparcó el coche, llevó a Lara hasta el Edificio Marx, la besó y, cuando ella desapareció tras la puerta, sintió un cansancio como si hubiera pasado cuatro noches en vela. Ya era de noche, bastante tarde, y le pareció que no tenía fuerzas como para sentarse al volante y conducir. Tenía ganas de oír las palabras tranquilizadoras de Bertlef y cruzó el parque hasta el Richmond.

Al llegar a la puerta se fijó en un gran cartel sobre el cual caía la luz de una farola. En grandes letras dibujadas con mano inexperta estaba escrito su nombre y, debajo, en letras más pequeñas, el nombre de Skreta y el del farmacéutico. El cartel estaba hecho a mano y acompañado además por un ingenuo dibujo de una trompeta dorada.

La rapidez con la que el doctor Skreta había organizado la publicidad del concierto le pareció al trompetista una buena señal, porque le daba la impresión de ser una prueba de su fiabilidad. Subió por la escalera y llamó a la puerta de Bertlef.

No hubo respuesta.

Volvió a llamar y se repitió el silencio.

Antes de que tuviera tiempo de pensar en si su visita era inoportuna (el norteamericano era célebre por sus numerosas relaciones con las mujeres) su mano había empuñado ya el picaporte. La puerta no estaba cerrada. El trompetista entró en la habitación y se quedó de piedra. No veía nada. No veía nada más que un resplandor que provenía de un rincón de la habitación. Era un resplandor particular; no se parecía ni a la luz blanca de un tubo fluorescente, ni a la luz amarilla de una bombilla. Era una luz azulada y llenaba toda la habitación.

Pero en ese momento el pensamiento, que iba con retraso, dio alcance a la atolondrada mano del trompetista y le indicó que había cometido una indiscreción al penetrar a una hora tan avanzada, sin avisar, e incluso sin haber sido autorizado, en una habitación ajena. Se asustó de su atrevimiento, volvió al pasillo y cerró rápidamente la puerta.

Pero estaba tan confundido que no se fue, sino que se quedó junto a la puerta, tratando de entender aquella extraña luz. Se le ocurrió que el norteamericano podía estar desnudo en la habitación exponiéndose a la luz de una lámpara de rayos ultravioletas. Pero de pronto se abrió la puerta y apareció Bertlef. No estaba desnudo, llevaba el mismo traje de la mañana. Le sonrió al trompetista:

—Estoy muy contento de que haya vuelto por aquí. Pase.

El trompetista entró con curiosidad en la habitación, pero la habitación estaba iluminada por una lámpara corriente que colgaba del techo.

—Temo haberle interrumpido —dijo el trompetista.

—Qué va —respondió Bertlef y señaló hacia la ventana de la que el trompetista había visto que provenía la fuente de luz azulada—. Estaba pensando. Nada más.

—Al entrar, disculpe que me haya metido aquí de ese modo, vi un resplandor muy particular.

—¿Un resplandor? —Bertlef se echó a reír—: No debe tomarse ese embarazo tan a pecho. Le produce alucinaciones.

—Puede que haya sido porque venía de un pasillo oscuro.

—Es posible —dijo Bertlef—. ¡Pero cuénteme cómo salió todo!

El trompetista empezó a hablar y Bertlef, al cabo de un rato, le interrumpió:

—¿No tiene hambre?

El trompetista asintió y Bertlef sacó del armario un paquete de galletas y una lata de jamón en conserva, que abrió inmediatamente.

Y Nöel siguió con su relato, comió con avidez la cena y miró interrogativamente a Bertlef.

—Pienso que todo saldrá bien —le tranquilizó.

—¿Y quién cree que habrá sido ese hombre que nos esperaba junto al coche? —preguntó Nöel.

Bertlef se encogió de hombros:

—No lo sé. De todos modos ahora ya no tiene ninguna importancia.

—Es verdad. Ahora tengo que pensar en cómo explicarle a Astrid que la conferencia ha durado tanto tiempo.

Era ya muy tarde. Reconfortado y tranquilizado, el trompetista cogió el coche y se dirigió a la capital. Una gran luna redonda le alumbraba el camino.

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