12: Filodios, cipreses y rodillas
❛ CAPÍTULO 12: FILODIOS, CIPRESES Y RODILLAS ❜
23 de octubre, 1984
Merry Hills, Texas
El lago Caddo albergaba algo más trascendental que cipreses calvos, cormoranes, ciervos y mapaches; y era la ambigua historia que le predecía. Los nativos americanos poblaron la zona en tiempos preliminares al arribo de los europeos, y sus tierras fueron víctimas del brío de las suelas, cascos y espuelas de contendientes y corceles que participaron en numerosas batallas durante la época de la Guerra Civil.
Y era, también, el destino seleccionado para el viaje recreativo de otoño de 1984 para los juniors y seniors de Merry Hills High.
—Al menos no es el Hoyo en la Roca —decía mi padre. Yo apenas podía mantenerme despierta. Estaba luchando contra la desorientación consecuente al desapego extremo hacia el entorno que venía sufriendo desde el sábado. Así que no respondí.
Continué doblando la ropa que había sacado de los cajones de maneras no tan inspiradas por el entusiasmo, pero lo suficientemente productivas como para guardar las pertenencias que llevaría al viaje del fin de semana. Papá había insistido en preparar mi equipaje con previsión anticipándose a mi tendencia a olvidar empacar cosas y recordarlo a último momento, de modo que alistar mis pertenencias tres días antes me daba el tiempo suficiente para pensar en las posibles cosas que podría estar dejando por fuera.
En un momento dado, tomé la bufanda que estaba colgada de la cabecera de la cama, y la enrosqué antes de meterla en un bolsillo del bolso.
—Esa es una bonita bufanda —observó, inquisitivo—. ¿De dónde la sacaste?
—De Roddy's.
—Mm-jú.
Y seguimos empacando. Luego carraspeó, y añadió:
—Es extraño. Escuché que Santa Claus volvió a pasar por aquí la semana pasada y olvidó limpiar un camino de agua desde la entrada hasta tu habitación.
Es absurdamente molesto cuando la gente ya sabe algo y decide jugar a ver hasta dónde les miento, especialmente porque siempre termino cayendo. En su defensa, la verdad es que yo tampoco pensé mucho en la respuesta. Sólo me referí a la tienda de segunda mano del centro. Así que lo ignoré, de nuevo; pero él insistió, de nuevo:
—¿Por qué de pronto el hijo de los Marvin te está enviando obsequios y poniéndote a balbucear, Beverly?
—¿A balbucear?
—Sí, en el mercado. Eres una habladora por naturaleza. Es decir, una cosa es hacerte un regalo, y otra es ponerte a ti a balbucear.
—Papá, sólo somos amigos.
—«Amigos» —bufó. Lo dijo con el mismo tono con el que critica a los mecánicos cuando la Bronco continúa fallando.
Fruncí el ceño al tiempo que cogía un paquete de galletas de granola y lo metía en el envase de aperitivos. En definitiva, continuar ignorándolo parecía ser lo mejor luego de sopesar las alternativas; sin embargo, no pude evitar girarme hacia él tan pronto como lo escuché decir que debería regresarlos.
—¿Qué?
Él apuntó a la cama con el índice.
—El walkie-talkie. Y también la bufanda.
—Pero...
—Él es un chico, Lily. Lo dijo Kenny Rogers: «Tienes que saber cuándo conservarlo y cuándo desecharlo». Además, lo último que necesitamos es discordias con familias de su categoría.
—No voy a devolverlo —contrapuse, volviendo la vista al equipaje mientras removía cosas al azar, sólo para evitar el contacto visual—. Él es mi amigo, por amor a Cristo...
De repente sentí una punzada en el pecho. Yo diría que ese fue el momento exacto en el que me di cuenta de que crecer también significaba hacerle frente a la faceta de mi padre que tanto daño le provocó a Colton en algún punto; sin embargo, estuvo a punto de decir algo más cuando movió el pie, y se escuchó algo peculiar: vidrio contra madera. Lo único que te pido a partir de aquí es que, por favor, no me preguntes cuándo ni cómo ni bajo qué circunstancias comencé a tomar un trago de Jack todas las mañanas con la excusa de sobrellevar el día.
Continué removiendo mis pertenencias sin objetivo alguno. Luego lo vi por el rabillo del ojo, y entendí que estaba agachándose para meter la mano bajo la cama.
—No es mío —me empujé a decir, sin mover un músculo en el proceso—. En serio, no es mío.
Él se irguió de vuelta a su posición anterior, escrutando la botella de Jack Daniel's que tenía envuelta con la mano. Dijo:
—Ya perdí la cuenta de la cantidad de veces que le puse esa excusa a tu abuela.
—Papá...
—Dime de quién es.
—No puedo, papá...
—Dime de quién es —me interrumpió, repitiendo y mirándome a los ojos—, y yo llamaré a su casa para comprobar que sea cierto.
Recuerdo que comencé a morderme el interior del labio superior, incapaz de articular respuesta alguna, hasta que decidí cobrarme un favor con otro favor.
—Es de Colton.
—¿Colton?
—Me pidió que se la guardara el sábado.
—¿El sábado?
—Sí. Trajo a una chica.
—¿A una chica?
—M-jú —añadí, y finalmente pude reanudar lo que estaba haciendo antes, más por cortar el contacto visual que por hacer mi equipaje—. Preguntas mucho, papá. Pero no le digas que te dije. Va a molestarse conmigo si lo sabe.
Él tensó la mandíbula, pero asintió con la cabeza al tiempo que devolvía la vista a la botella. La dejó en el piso, a un costado de la cama, y seguimos empacando. Tengo que confesarte que lo observé en determinados instantes el resto de la tarde por el rabillo del ojo, y lo que encontré en su gesto era un mosaico de emociones: había enojo en la nariz y consternación en los labios; pero algo en su mirada bramaba esperanza y, de algún surreal modo, aquella conjunción dejaba en evidencia una brizna de consuelo, lo cual me puso el estómago boca abajo.
Aquella semana antes del viaje, por cierto, usé por primera vez uno de los cupones que ya buscaban escapar del cajón de la cocina para rentar una videocinta gratis de autoayuda por Zerman Zane, el autor del libro que Erin me recomendó, de la colección de preseleccionados en la videotienda local. La misma se complementaba con un casete (por el cual tuve que sacrificar casi cinco dólares de mi bolsillo a cambio de una semana de renta), y una vez que vi la videocinta, la cual no era más que un comercial explicativo de la tabla de contenidos del casete, la cosa comenzó así:
—Capítulo primero: Técnicas de respiración para la relaj...
Y presioné de golpe el botón de avance rápido.
Después, hundí el dedo en el de reproducir para reanudar la grabación en un punto lejano aleatorio, pero tuve que rebobinar por cuatro segundos para encontrar el inicio de aquel capítulo. En serio traté de no castigarme mentalmente a por haberme dado el lujo de avanzar rápido y rebobinar como si las baterías nacieran entre las legumbres.
El capítulo en cuestión se titulaba De culpa y otras inutilidades, y hablaba del hecho de que nadie en el mundo dijo nunca que la culpa fue lo que lo condujo a cumplir un objetivo: redimirse, por ejemplo, no es cuestión de culpa, si bien ésta tiene la tendencia a ser una reacción natural, a veces necesaria, consecuente al acto de comprensión y aceptación de los propios errores y sus repercusiones; pero redimirse, con certeza, no es cuestión de la culpa en sí. Es cuestión de lo que se hace con ella.
La verdad es que el casete me pareció demasiado meloso porque Zerman Zane tenía esta voz de locutor de deportes que te hacía alzar las orejas por reflejo al escucharlo iniciar cada oración, así que sólo presioné el botón de pausa y permanecí con los audífonos puestos para poder escuchar lo que los espartanos en mi cabeza tenían para decir al respecto. No obstante, sí aprendí cosas. En serio lo hice. Hice valer mis cinco dólares al entender que bien puede uno acostumbrarse demasiado al sentimiento que termina estancándolo entre las cloacas de otras inutilidades emocionales, y es así como se concibe que la culpa, más bien, forma parte de un infierno bajo el cielo de la redención. La culpa no nos mueve. La culpa es una penitencia: nos mantiene gritándole a un pozo de posibilidades imaginativas repetidos «¿qué habría pasado si...?», tan inútiles como el sentimiento mismo. La resiliencia, no obstante y dirigida en favor de los objetivos correctos, nos empuja a seguir adelante y a elegir un mejor camino. La resiliencia toma los estimulantes de la culpa y los convierte en herramientas para promover el cambio, el crecimiento; una maduración intrínseca conductora del renacimiento intrapersonal que significa la redención. Pero nadie en el mundo dijo nunca que la culpa fue lo que lo condujo a cumplir un objetivo, como te decía. Supongo que ese era el punto del capítulo. Ese día, por cierto, tuve una epifanía sobre el título del último volumen de la saga cinematográfica de Vincent Bailey-Reed: La redención de los súper fenómenos.
Cuando terminé de escuchar la sección, me erguí en el asiento. Vislumbré un futuro incierto para mí misma en los destellos chispeantes de las luces del centro comercial mientras la mano de Mick palpaba el dorso de la mía con la gloria de una monarca revoloteante. Él me preguntó qué escuchaba, y yo dejé salir la mentira con una naturalidad impoluta: «Zeppelin». Estábamos comiendo patatas fritas del Bob's Big Boy, parqueados en el baldío estacionamiento del Rodeo Mall luego de haber competido por la mayor puntuación en el Frogger del 8-Bit Station, tal y como veníamos haciendo cada vez que teníamos libre el final del día. Y de repente, de la completa nada, pensé en voz alta:
—Mick, creo que yo maté a mi mamá.
Y él se giró hacia mí y me preguntó:
—¿Cuánto tiempo llevas sobria?
Y yo le mentí de nuevo:
—Cuatro días.
Y él dijo:
—Estarás bien. Y yo estaré contigo. Y estaremos bien.
Y no volvimos a hablar de mi mamá muerta, pero el tema bailaba entre nosotros como un hálito de incienso cada vez que nos mirábamos a los ojos; como si ambos supiéramos más de lo que en realidad sabíamos y no quisiéramos afrontarlo porque el sosiego nos era demasiado valioso como para perturbarlo con cavilaciones sin objetivo. Mick había dicho lo que yo necesitaba oír sin lanzarme la confesión a la cara, incluso tal vez sin ser consciente de la misma: que si era en verdad una homicida, es decir, aquello no era relevante ahora, porque estaría bien, y él estaría conmigo, y ambos estaríamos bien. Así que me concedí cometer la ironía mordaz de aferrarme a esa mentira, aunque el día después de la fiesta no había sido tan ameno. El plan entonces fue el mismo, con la diferencia de que esa vez habíamos llevado a los Forman con nosotros y ambos teníamos la resaca a flor de piel. No obstante, entendí que mi aliento me dejaba al descubierto cuando lo primero que dijo cuando lo saludé al entrar al auto fue:
—Beverly, ¿estás...?
—Estoy perfectamente, Marvin.
Él apretó los labios, poniendo el vehículo en marcha. Y en el camino, Robin descubrió que no había forma de bajar las ventanillas de la parte trasera del auto. Y Tony dijo, en un forzado acento sureño: «Pues tal parece que no es oro todo lo que reluce». Y Mick dijo: «Es un Chevy SS LS6 convertible, mocoso. Las ventanillas vienen así de fábrica». Y Richie dijo: «¿Lo ves? ¿Para qué necesitas ventanillas que bajen si puedes desplegar el techo completo?», lo cual inspiró a Robin a asomarse por el asiento de Mick y decirle: «¿Puedes desplegar el techo ahora?», y yo puse fin a la conversación diciendo: «¡Nunca distraigan al conductor!». Y Robin regresó a su asiento.
Cuando llegamos al arcade, Tony, Robin y Richie se apoderaron de una maquinilla para jugar Tempest tan pronto como entraron, pero Mick me detuvo a dos pasos de la entrada tomándome por la muñeca.
—¿Está todo en orden, Beverly? —cuestionó.
—Te dije que estoy perfectamente.
Mick negó con la cabeza.
—Hueles a maldito Jack, y yo pensé que alguien de la fiesta me había robado la botella... ¿Es que acaso estuviste cuidando a esos niños ebria todo este tiempo?
—Y tú hueles a maldito spray de cabello. Es imposible que no estés drogado.
Zafarme de su agarre no fue difícil, pero me incomodaba tanto que las personas se sintieran con el derecho de ejercer fuerza física en mí tan seguido que comencé a cuestionar si en realidad era yo el problema. Luego, cuando salimos del arcade, los chicos decidieron jugar en el estacionamiento. Él y yo, sobre el capó de su Chevy, observándolos y comiendo patatas fritas. Insistió en ir a comprar café y ponerme sobria antes de dejarme en casa, porque mi padre había llegado a Merry Hills esa tarde. Entonces admití:
—Lamento haber tomado tu Jack sin permiso.
—Está bien. Yo lamento no haber notado antes el problema que tenías.
Me giré hacia él.
—¿«Problema»?
—Estás bebiendo demasiado.
—Eso es una solución, no un problema. Y si lo fuera, no sería el tuyo. No sabes de lo que estás hablando...
—Beverly, eres mi amiga. Por supuesto que es mi problema. Me preocupa pensar en lo mucho que habrás tenido que experimentar para llegar a esa conclusión, y, por sobre todo, que hayas cuidado a los niños en ese estado.
Cuando dijo eso, mencionando a los niños por segunda vez, me confundió tanto. En serio, tanto, que entendí que el martirio de una estirpe de traumados es que les salgan grietas en los brazos, en las piernas; en la piel, es decir; resquebrajarse y que nadie les ponga vendas; romperse y que nadie corra a levantar sus pedazos, pero sí a coger una escoba y barrer los rescoldos de la moral sacrilegiada bajo la alfombra antes de que les corten los talones a otros, sin saber que uno no comienza a romperse por los pies, sino por el corazón. Y yo comencé a temer por el mío muy temprano, así que lo que sólo lo miré, sin un ápice de sátira en el rostro, y le dije:
—Entonces no pienses en ello, Marvin.
Él separó los labios para responder, pero los niños llamaron mi nombre desde la lejanía. Yo les di mi atención a ellos, que insistían en que me uniera a lo que fuera que estaban jugando. Apareció, de pronto, la imagen de una persona verde, sonriente, de cabello semi anaranjado en mi cabeza. Era Ritalin. Mi viejo amigo, Ritalin, al que ya no necesitaba. Me bajé del capó, pero antes de ir con ellos, me volví hacia Mick. Él me escudriñó la mirada, como rebuscando en mis pupilas alguna brizna de sobriedad.
No la encontró. Sé que no lo hizo.
Como era de esperarse, pasé los días restantes de la espera del viaje guardando en el equipaje cosas que había olvidado, de modo que para el sábado, las costuras de éste parecían advertir la amenaza de dejar caer todo al suelo con cualquier brusco movimiento, tal y como las hendiduras de la Gran Calabaza en medio del laberinto de heno. Frances, en la otra mano, caminó hasta mi casa a las cinco de la mañana para ocupar el puesto de Colton en la Bronco para ir a la escuela. Recuerdo que llegó aparentando diez kilos más, entre la suma de la sudadera, la chaqueta, la bufanda, el gorro y los guantes que llevaba encima.
Me miró horrorizada cuando notó que yo llevaba la mitad de ropa puesta que ella.
—¿Y tu chaqueta? —inquirió— ¿Tu gorro, tu bufanda, tus guantes...?
—En mi mochila. La sudadera me abriga lo suficiente.
Esa tal vez fue la mentira más grande que en la vida he dicho, todo a fin de no tener que abrir la bomba de tela que resguardaba mi ropa. Además, si ir a la escuela un sábado se sentía como un delito, hacerlo a las cinco de la mañana se sentía como una película; como ver el sitio a través de un par de gafas de cristal azul. Los profesores, siendo desleales a sus hábitos de vestimenta, llevaban ropas deportivas y zapatillas de goma; y cuatro autobuses acaparaban un buen porcentaje del estacionamiento bajo una capa de fosca que se cernía sobre el pueblo y dificultaba el paso a los rayos de sol.
Busqué a Mick con la mirada en tanto entré, aunque debo admitir que lo negué rotundamente cuando se hizo evidente y Frances preguntó al respecto, así que sólo la seguí por el camino hacia la zona de los autobuses. Allí, la rectora Forrester esperaba con un megáfono en la mano por el arribo del cuerpo estudiantil y el alcalde, aunque el segundo no hizo acto de presencia, lo cual decepcionó las expectativas regidas al hecho de ser quien llevaba el mando, no sólo del pueblo, sino también del Refugio de la Fe Texana: el grupo cristiano emergido de la iglesia local que llevaba a cabo actividades a lo largo del año en favor de recaudar fondos para diversas actividades. Entre ellas, las que la escuela decidiera llevar a cabo para conectar a los alumnos con Jesucristo y la cultura Texana, lo que convertía a Culpepper en el patrocinador de aquel viaje. Pero no apareció en ningún momento, y al parecer acordamos colectiva y tácitamente no esperarlo más.
Tornar el rostro hacia la izquierda significó divisar a Robin y Tony a la lejanía. Estaban haciendo fila para subir a uno de los autobuses correspondientes al viaje de los del primer año con destino a algún parque en Nuevo México, pero ellos no me notaron a mí, o eso creo. Luego volví la vista a nuestro grupo y en la espera encontré a Michelle, al igual que a Joe y Terrence, así que crucé los dedos para que ellos no me notaran a mí de vuelta. Lo hicieron, de cualquier modo, y se acercaron para preguntar por qué Colton no había llegado conmigo, y les dije que debía quedarse atendiendo el bar, y todos asintieron, aunque yo sabía que sus motivaciones eran más íntimas que aquello. Entonces Terrence preguntó en qué autobús y en qué asiento estaría yo, y le respondí que no lo sabía aún, en parte porque en serio no lo sabía y en parte porque estaba procurando sentarme lo más lejos de él que me fuera posible. Y Frances saltó a la conversación diciendo que sus padres decían que el lago Caddo era encantador. Y todos asintieron, otra vez.
A Frances y a mí, debido al orden alfabético, nos correspondieron los puestos de la doceava fila a la izquierda, varias filas detrás de Terrence. Ella me cedió el asiento junto a la ventana, aunque yo diría que fue más por evitar oírme quejarme de ello en todo el camino que por otra cosa. Mick entró después, con el último grupo de estudiantes de nuestro autobús, y se sentó en algún lugar detrás de nosotras.
El primer cuarto de viaje con destino a la frontera entre Texas y Louisiana fue mucho más jacarandoso que el resto, pues Terrence Hughes contagió al autobús entero de iniciar un coro siguiendo las letras de Texas In My Soul cuando atravesábamos el centro de Liberty Hill. «Amorillo, San Antone, any old place I call my home, I got to go / Amorillo, San Antonio, cualquier viejo lugar al que llamo hogar, debo partir». Y los demás coreaban: «I got Texas in my soul! / ¡Tengo a Texas en mi alma!». Y así sucesivamente hasta citar la lista completa de ciudades de Texas que Willie Nelson incluyó en la canción. Me pregunté si todos ellos habrían seguido el canto de saber que Terrence Hughes estuvo a punto de volar sus cabezas con un revólver la noche del baile de bienvenida. Quería cerrar los oídos, una vez más. Ese momento exacto me hizo desear con cada fibra de mi cuerpo que algún día evolucionemos a tal punto de poder hacerlo, pero tuve que tragarme las ideas durante el resto del viaje porque advertí que si no lo hacía, me pondría a llorar muy feo como lo hice en el auto de Mick la noche del baile.
El Parque Estatal del Lago Caddo era monumental, por cierto; pero no pudimos apreciarlo lo suficiente de inmediato. Primero, parquearon los autobuses y nos bajaron en fila para caminar hasta la zona de acampar siguiendo los pasos de Sam, el guía designado para la excursión.
Amarillo Limón, Azul Prusiano y yo conformamos un equipo que no tuvo más remedio que disolverse cuando el guía dio las instrucciones para organizarnos por zonas: «Cada zona para acampar tiene espacio para una carpa de quince pies cuadrados, y admite un máximo de ocho personas. Como las damas van primero, la primera mitad del conjunto será para los grupos femeninos; la segunda, para los masculinos. Siéntanse libres de elegir sus grupos tomando en cuenta las normas, y que Dios los bendiga». Y luego todos afirmamos al unísono: «¡Amén!». Y luego cada quien se fue por su lado.
El primer grupo de chicas se compuso por el equipo de porristas, que dejaron a dos por fuera dado a que en total había diez de ellas. No podría decirte con certeza cómo se distribuyeron los chicos, pero sí confirmarte que Terrence se unió a uno de los grupos con los del equipo de béisbol, al cual también pertenecían Joe Disick y Mick Marvin. Yo me uní a Frances, Michelle, Andrea, las dos animadoras excluidas y Poppy Taylor. Recuerdo que invité a Fernie gesticulando con la mano para completar el grupo, pero ésta me ignoró haciéndome saber una vez más lo malditamente raros que pueden llegar a ser los adolescentes. A final de cuentas, una muchacha que apenas conocía pero que parecía estar relacionada con Poppy fue nuestra última integrante.
Debido al ahínco por aferrarse al presupuesto brindado por el patrocinador del viaje, la escuela decidió que los pasajeros correrían con los gastos de los alimentos: un buen grupo de estudiantes optó por llevar ingredientes; otros, alimentos preparados, y eso aunado al recorrido por la naturaleza guiado por Sam, acabó mezclando todos los grupos entre sí bajo la garantía de volver a nuestros lugares antes de las nueve para la hora de dormir. En momentos así, atravesando el puente que nos llevaba fuera de la zona de acampar, Amarillo Limón, Azul Prusiano y yo tuvimos la oportunidad de reunirnos de nuevo en medio de la conglomeración de estudiantes que seguían al guía y al profesor Davis mientras el primero complementaba el recorrido con una narrativa acerca de la historia del lago, a la cual yo creía ser la única que prestaba atención, cosa que me ponía terriblemente triste porque me parecía importante saber que además de ser un centro importante para la industria maderera y la navegación en barcazas a principios del siglo XX, el lago Caddo es un lugar sagrado para los indios caddo, que han habitado el área durante siglos. Entonces Amarillo Limón, confirmando mi sospecha anterior, me preguntó:
—¿Soy yo o esos pantaloncillos son más cortos de lo que permite el código de vestimenta de la escuela?
—No estamos en la escuela, Frances. Y deja de murmurar mientras habla. Es descortés.
—Es cierto, Frances —intervino Azul Prusiano—. Beverly es una gran aficionada de la historia texana, si entiendes mi idea...
Le di un codazo a Mick, y seguimos el camino que nos llevaba a las orillas del área de los botes. No nos tomó más de diez minutos la espera para subirnos a uno y seguir escuchando a Sam hablar sobre el lago.
—¿Sabían que el lago Caddo es uno de los ecosistemas más diversos en Texas, y que, además, el río que estamos recorriendo forma parte del bosque de cipreses más grande del mundo? —explicaba éste a través del megáfono en la primera parada, habiendo transcurrido aproximadamente tres minutos de paseo en el agua— Más de 70 especies de peces habitan en el lago, y es posible presenciar más de 200 de aves sin importar la estación del año. Algunos de los árboles más comunes, además del ciprés calvo, son el magnolio y el roble. Si tienen dudas relativas a la fauna o flora del lago, es el momento ideal para encontrar respuestas antes de reanudar el recorrido.
Alguien de otro bote levantó la mano.
—¿Qué son las hojas grises que caen de las ramas? —exclamó, debido a la distancia— ¿Son parásitos?
—Se llaman «filodios», y si bien se asemejan a las hojas, no son verdaderas hojas, pero tampoco parásitos. Los filodios son una estructura; una adaptación que ayuda al ciprés calvo a conservar agua y sobrevivir en condiciones de sequía...
La verdad es que llegó un punto en el que no pude centrarme en nada más que los cipreses calvos porque la vía entera estaba atiborrada de ellos. Los filodios les proporcionaban este aspecto tan deprimente, como si estuvieran llorando; como si de sus ramas pendiesen cadenas que los penitencian a una miseria imperecedera. Y me acordé de Charlie Brown, porque los niños no deberían ser tan tristes, y lo mismo pensé de los árboles.
Penetrar un estrecho pasadizo de cipreses fue someternos a lo que en mi mente se asemejaba a un montón de extremidades: unas luchando por escapar, y otras por arrastrarte a sus adentros. Yo diría que fueron los sonidos de los motores lo que facilitó a los espartanos encontrar mi paradero, por lo que el cese de aquel estrépito secuencial al detenerse los botes resultó en un alivio demasiado parecido al de quitarse los calcetines luego de un extenuante día de trabajo.
Frances alcanzó a rozar con la mano la «rodilla» de un ciprés de muchas que brotaban de la superficie. Sam las describía como raíces emergentes del tronco, que se presume que el árbol usa como fuente de oxígeno. Mick, por su parte, pudo estirar el brazo lo suficiente como para acariciar las hebras de los filodios con las palmas; pero yo sólo me limité a observar, a pesar de mi deseo de ser parte de aquello. Quería sentir la textura que asumía escabrosa de las rodillas y lisa de los filodios, pero me fijé en un cúmulo de lentejas de agua formando un halo que envolvía a los árboles y la vana idea de hacerlo no sólo me disparó una alarma, sino que también me tensó los músculos alrededor de la sien. Mi estómago se contrajo por acto reflejo. Respetando el miedo a hacer cualquier mínimo movimiento que pudiera dar paso a la probabilidad de volcar el bote y entrar en contacto con las lentejas de agua, escudriñé los cipreses desde mi asiento; pero eventualmente bajé la mirada a aquellas repugnantes plantas acuáticas, y la repulsión me viajó desde el cuello hasta el coxis.
Escapé de la situación refugiando mi mirada en Mick: él tenía una bandana en el cabello para evitar que el mismo le cayera en la frente, e intenté sonreír, pero no pude. Entre todas las miradas de espartanos que sentía clavadas en la piel, diría que la única real era la suya. Era real, e intensa, y recuerdo que me dieron ganas de vomitar y todo, pero ya no era por las lentejas de agua, sino porque en determinado punto me obligué a mí misma a devolverle el contacto visual, y luego me fue imposible apartar los ojos de él. En ese momento entendí lo que realmente significaba estar en trance: nunca antes había sido testigo de su cabello tan ondulado, ni sus ojos tan brillantes, ni sus labios tan rojos. Frances, a un costado mío, me hablaba sobre cuestiones que yo no alcanzaba a procesar por estar demasiado ocupada preguntándome si yo también era un cúmulo de peculiaridades desde los ojos de Mick, así que sólo asentía y negaba con la cabeza esperando que aquello tuviera concordancia con las cosas que decía. Él se percató de ésto, por supuesto que lo hizo. Me dedicó una risa de esas que son silenciosas: que apenas te contraen el pecho y te hacen botar el aire por la nariz. Entonces me encontré a mí misma sonriéndole de vuelta. Y aquí es donde la cosa se puso turbia, o al menos eso es lo que recuerdo.
—¿Escuchas a los carpinteros, Beverly? —preguntó Mick.
—¿A los qué?
—Es verdad —intervino Frances—. Los escucho. Deben estar picoteando por aquí...
Tenían razón. Los carpinteros emitían un perenne clac, clac, clac, como la butaca de mi escritorio. Intenté encontrarlos con la mirada, pero fallé, así que volví la vista a mis manos, que de pronto estaban llenas de pulpa de calabaza, y por un culposo segundo deseé que Sam y los pájaros se callaran.
Pensé en los filodios y en los cipreses y en las rodillas. Me rasqué la nuca. Pensé en los carpinteros: clac, clac, clac; picoteaban el tronco, la placa en mi glúteo. Clac, clac, clac... Una grieta en el árbol, una en mi piel. «No ahora», pensé. «Por favor, en cualquier momento, menos ahora». Eran filodios, cipreses, rodillas...
«Filodios, cipreses, rodillas. Filodios, cipreses...»
De pronto, la cacofonía cesó.
Algo impactó contra el techo del bote.
—¿Qué carajo...?
Levanté la mirada, como intentando descifrar la forma de aquello a juzgar por su sombra a través del manto blanco que nos cubría. Cuando la regresé abajo, encontré a los demás pasajeros del bote imitando la acción, pero de repente sólo podía ver un montón de crayones de cera de distintas tonalidades, hasta que el Magenta comenzó a hablar con la voz de Andrea Dunne:
—¿Acaso es...?
Y hubo otro golpe, esta vez en el agua, que le cortó el diálogo. Busqué con la mirada el punto de la colisión en la superficie y al encontrarlo, me torné de vuelta hacia el Azul Prusiano sólo para ver su reacción, pero ya no había gracia en su rostro, sino espanto.
Una caterva de carpinteros cayó de los cipreses. El estruendo impactó contra el agua y los botes como una avalancha de escombros desmoronándose y rodando hasta la falda de una montaña. No hubo gritos. No hubo inquietud, ni mucho menos una histeria colectiva, pero deseé que así hubiera sido luego de confrontar semejante silencio una vez que la lluvia cesó, mismo que finalmente fue roto por el Magenta:
—¿Están...? ¿Están muertos?
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro