09: El juego perfecto
❛ CAPÍTULO 09: EL JUEGO PERFECTO ❜
24 de septiembre, 1984
Merry Hills, Texas
Durante la última semana de septiembre cayó la primera tanda de hojas otoñales de las cuales, tórridas, una se posó en el marco de la ventana de mi habitación.
Subí el panel de cristal con la cautela necesaria para no hacerla caer al patio, y la cogí con la sutileza de quien toma un cadáver en brazos. No distaba mucho de lo preciso, si lo piensas bien. La hoja estaba muerta, y su cadáver cabía en un cuenco hecho con mis palmas: miré con escrupulosidad su piel tostada, y en sus arrugas y sus venas oscuras bien marcadas encontré una historia. Era la muerte anual del verano, pero para mí, el próspero nacimiento del otoño.
La extendí en el escritorio antes de regresarme a cerrar la ventana. Saqué del cajón un cuaderno de recortes y lo abrí poco después de la mitad: la primera hoja de otoño estaba pegada bajo un «Primera hoja de otoño, 1977» tallado en marcador rojo, detenida en el tiempo. Tenía la forma de un pino, cuya preservación había de acreditar en su totalidad a la capa de cinta adhesiva industrial que la cubría.
Repetí con un cuidado casi sacramental los mismos pasos de cada año con la hoja que recién había tomado, y pensé en Mick y en su Chevy. Pensé en si él también tenía rituales concretos en su cultura personal más exclusivos que su rutina, como preparar el auto antes de arrancar, y en qué podrían implicar los mismos. Frances, por ejemplo, se levanta cuarenta minutos más temprano de lo necesario para poder dedicarle más esfuerzo a maquillarse los ojos de negro desde que tenía catorce años. Y eso, para mí, era algo tan asombroso como triste. Asombroso porque Frances se conoce lo suficientemente bien para saber qué productos le favorecen y las técnicas correctas para no hacerse un regadero en el rostro; pero triste, porque siempre se queja de lo mucho que le aborrece tener que hacer lo mismo todas las mañanas; sin embargo, eso no es más que su rutina. Sé, por ejemplo, que una vez al año va al cementerio en el aniversario de la muerte de su abuelo para llevarle flores y leerle el cuento que éste le escribió cuando ella era una bebé, y a eso es a lo que me refiero con los rituales.
Es un error descomunal limitar la percepción de uno como ser vivo a carne y hueso y muerte. Más que cualquier cosa, somos nuestra propia cultura, una que alimentamos día a día, pues estamos compuestos de rituales, desde rutinarios hasta conmemorativos. El problema está en el hecho de que incluso los primeros pueden llegar a ser tan íntimos que el procedimiento para cada paso permanece tatuado en algo más sustancial que la piel: el alma y la energía, y confundirlo con monotonía significa poner una barrera entre el sentimiento y la acción, reduciendo la importancia de su cumplimiento a sus fines, lo que deriva en el funcionamiento por inercia y deja de lado al verdadero motor del ser: el proceso. Y luego de que Mick Marvin me quitase el miedo de mezclar mis colores con los ajenos, yo sólo podía desear que él no fuera el tipo de persona que confunde sus rituales con monotonía.
No me asesinó esa vez, por si te lo preguntas, aunque volví a cuestionarlo en varios puntos de la madrugada mientras aplastábamos las calabazas. Pero al final no lo hizo. Y estoy agradecida por eso, porque no quería morirme todavía. Al menos no por decisión de otro. Siempre tuve esta idea de que yo debía elegir mi muerte, pero me las arreglaba ignorándolo para poder sobrellevar el día a día sin tener un ataque de pánico cada vez que pensaba en morir, como muchas horas después, cuando recién había metido mis pantalones nuevos llenos de pulpa de calabaza a la lavadora, y papá me llamó desde la cocina:
—¿Por qué no vienes y me ayudas a encontrar las baterías, Lily?
Eran alrededor de las diez de la noche. Tuve que arreglármelas para levantarme aun cuando eso implicaba abandonar la posición que tanto me había costado conseguir; no obstante, algo que hizo clic dentro de mí repentinamente me detuvo de avanzar. Me comencé a pellizcar las cutículas.
—¿Qué sucede? —inquirió al notar mi semblante constipado.
—Las baterías. Olvidé comprar las baterías.
Él suspiró. Sin más, desapareció de mi vista en dirección al refrigerador. Se escuchó el chispazo de una lata abriéndose. Me odiaba. En serio lo hacía, y no sólo por las baterías. Me odiaba también por la detención el sábado, y por haberle mentido al respecto diciéndole que estaría en la casa de Frances. Resulta que Erin sí lo había llamado, a final de cuentas.
Su castigo fue multifacético, sin embargo. «Vas a cubrir a tu hermano en el bar a partir de mañana», me había dicho. «A partir de mañana», en definitiva, sonaba a un inicio con final inconcluso. Sonaba a una película de final abierto, a un libro al que le arrancan la última página. ¿Y cómo es que eso me hizo picar los oídos? Pero eso no fue todo: ahora las llamadas tendrían un límite de cinco minutos; lo suficiente para comunicar urgencias o pedir ayuda con la tarea. Cuando tuve la intención de quejarme, ofreció mostrarme la factura del teléfono.
No reproché al respecto en el momento. En realidad, no pude hacerlo, porque él introduciendo un VHS en el reproductor se sobrepuso a cualquier queja que tuviera intención de exteriorizar. «A partir de mañana», pensé, entre tantas cosas que estaba pensando. Mañana. No me pareció prudente preguntar hasta cuándo. Creo que ciertas circunstancias eran ilegales y todo, incluso siendo un negocio familiar, pero no dije nada, porque tampoco estaba segura.
El sofá se hundió cuando se sentó junto a mí. Dos latas de cerveza en la mesita.
—Coge una —dijo él. Se separó de la pantalla cuando la introducción de la película comenzó a rodar. Yo no dejé salir una palabra— Una cerveza, Lily. Que cojas una cerveza.
—¿Para beberla?
—No, para que te la pongas en la nariz.
Cogí la lata de Shiner y la aproximé a la herida. Papá me miró, entrecerrando los ojos.
—¡Por supuesto que es para beberla, Beverly!
—¡Pero tengo dieciséis!
—¿Qué eres? ¿Servicio social? —insistió, y yo lo observé con sumo detalle tomar un sorbo de su lata y luego exhalar, sólo en caso de que fuera una especie de prueba— Coge una, niña. Necesitas calmarte.
Entonces, al descartar las posibilidades de que se tratase de una vil trampa, me atreví a tomar una lata de la mesita. Allí entendí que ahora tendría que fingir repudiar el amargor. Al final del día, sí podría ser una trampa, así que sólo apoyé la cabeza en su hombro, y forcé una risa. Sentí extrañar algo.
—Las señoritas no se embriagan —me dijo—; beben con prudencia, y, lo más importante, no ocultan cosas. Puedes contarme lo que sea, Lily, y haré mi mayor esfuerzo por entenderlo y ayudarte al respecto desde mi moral; pero por nada en el mundo debes actuar a las espaldas de tu familia, ¿entendido?
—Entendido.
En serio lo entendía. Lo que no entendía era de dónde venía todo aquello.
Los créditos iniciales corrían en la pantalla y la calabaza se acercaba cada vez más. La música me generaba esta imagen mental de una gotera cayendo sobre las teclas de un piano. La pantalla se oscurecía y los niños cantaban. Y «¿en qué momento creciste, Beverly? ¿No era ayer cuando ver con papá esa primera escena del par de adolescentes comiéndose las bocas en el sofá te provocaba una vergüenza descomunal? Ahora te ríes en su lugar con una cerveza en la mano». Lo único que no había cambiado era el brazo de papá.
El brazo de papá seguía congelado en el tiempo, en la fotografía de ambos tirados en el sofá mirando cualquier cosa que nos hiciera pegar un respingo; pero yo crecía, el sombrero vaquero de papá se desteñía y él ya no tenía que taparme los ojos y los oídos en las partes sangrientas. Luego supe que lo que extrañaba no era a papá, como hube de considerar. Por supuesto que no lo era; pero alguien faltaba en el marco y de pronto esa ausencia se hizo demasiado presente.
Tomé un trago más de la lata. No iba a permitirme pensarlo más de la cuenta, y en verdad me gustaba esa escena. Traté de enfocarme en eso. Se veía, a través de los ojos de la máscara de Michael Myers, la manera en la que él mismo tomaba la vida de Judith con un cuchillo de cocina.
—¿Recuerdas cuando te dije que podía gritar mejor que ella? —intenté refrescarle la memoria.
—Lo recuerdo.
—Aún creo que puedo hacerlo —admití, pero en un tono que apenas podría ser tomado en serio.
Y en el mismo tono, él respondió:
—No lo dudo.
Recuerdo que pasé la yema del pulgar por el contorno filoso de la lata. Carraspeé antes de decir algo más.
—Gracias, pá.
—No es nada, niña. Ahora comienza a tomar nota y a practicar ese grito.
El grito. Sólo las víctimas gritan en las películas de horror, y de pronto me sentí consumida por la calcinante flama moral que acarreaba el dilema: «¿Ser o no ser la víctima?». Sentí algo chispearme en el estómago; algo como espuma y tal vez un poco de incertidumbre. Pero no pude seguir pensando, porque papá interrumpió a las voces en mi cabeza:
—¿Recuerdas cuando dijiste eso de querer poder cerrar los oídos?
No tienes idea de cuánto me emocionó que dijera aquello.
—¡Sí! —asentí, me separé del abrazo para mirarlo y él me devolvió la sonrisa del gozo de una memoria desbloqueada— ¡Dios, sí!
Entonces, con la voz de niña más aguda que pudo simular, me imitó:
—«Es que cuando no quieres ver algo, sólo cierras los ojos...»
—«¿No sería genial poder hacer lo mismo con los oídos?». Jesús. Soy una maldita genio, pá. Tienes que admitirlo.
Volví a tumbar la cabeza en el sofá. Papá me apretujó contra él y aún había migas de risas en mi boca.
—Lo eres, Lily. Mi pequeñita genio.
«Pequeñita».
Y eso fue todo.
De pronto me invadió un anhelo incesante de que Vincent Bailey-Reed entrara por la ventana y me asesinara a mí con un cuchillo de cocina. En serio deseé poder cerrar los oídos. No tienes una idea. Quería llorar, de nuevo. Últimamente quería llorar muy seguido, y eso me preocupaba tanto, porque yo de verdad no quería morirme de tristeza. Digo, la gente en serio se muere por eso, ¿sabes?
La bombilla titiló dos veces. Él miró hacia el techo un segundo. Bufó.
«¿Fuiste tú, Beverly? Fuiste tú, Beverly. Fuiste tú. Fuiste tú. Fuiste tú fuiste tú fuiste tú fuistetúfuistetúfuiste...»
No lo pensé más. Tomé un trago, pero seguí sintiéndome miserable y la bombilla siguió titilando, así que acabé por decirle a papá que me acompañara a mi habitación porque tenía sueño y me sentía algo mareada, pero la verdad es que sólo quería que me arropara como cuando tenía siete años. Esa fue la noche que decidí que quería morir, y sé que si no tuviera miedo a la muerte, esa habría sido la noche que me maté.
Un par de días después, el miércoles, Terrence Hughes volvió a la escuela. Ahora, sin embargo, era domingo, pero no cualquier domingo. Era domingo, treinta de septiembre del ochenta y cuatro; o, en otros términos, el día del último partido de béisbol de la temporada regular de las Grandes Ligas.
Yo tenía esta mala, muy mala manía de evitar anotar las cosas importantes reemplazándolo con un «lo recordaré luego» que me fallaba cada vez que llegaba el «luego». Y eso me hizo estropear cuatro órdenes durante los primeros días trabajando en el bar. Sí recordaba, en la otra mano, que tanto los California Angels como los Texas Rangers ya habían sido eliminados de la contienda por los playoffs. Si te soy franca, los Rangers tuvieron una pésima temporada. Es decir, verdaderamente pésima; pero de cualquier modo, como buen devoto al béisbol y a Texas, mi papá se tomó la molestia de mudar el televisor de la casa al bar sólo por aquella noche en motivo de presenciar el partido, de modo que para las ocho de la noche el Kane's estaba abigarrado de adictos a la sidra con camisetas de los Rangers.
—Esos desgraciados están jugando sin emoción —decía Matt Kerrigan, el padre de Frances, mientras papá le extendía una sidra alcoholizada desde el otro extremo de la barra. Yo sólo tenía permitido servir bebidas sin alcohol, así que algunos intervalos de la jornada fueron relativamente flojos para mí prescindiendo del alto volumen de comensales—. Es decir, míralos. Están listos para darse un baño, echarse a la cama y terminar con el día de una vez por todas.
Sólo para arruinártelo, voy a contarte que los Angels ganaron el partido 1-0, gracias a un jonrón de Reggie Jackson en la séptima entrada. No obstante, además de eso, Mike Witt —pitcher de los Angels y oponente directo de Charlie Hough—, lanzó un juego perfecto, lo cual, según los periodistas deportivos, es por mucho el logro más difícil de un solo juego en este deporte dado a la fórmula maestra que exige para ser alcanzado; compuesta por elementos que van desde una actuación de pitcheo impoluta hasta un apoyo defensivo y una suerte titánica.
En resumen, los Texas Rangers quedaron hechos cenizas en un partido que duró menos de dos horas. Sin embargo, los Angels aún no habían cantado victoria cuando Benedict entró al bar preguntando por mi hermano. No alcancé a escuchar la respuesta de mi papá, pero asumo que le dijo que yo estaba al fondo del lugar con Frances porque de repente llegó a nuestras espaldas. Ni ella ni yo reaccionamos hasta que él, todavía de pie, dijo que estaba allí para despedirse.
Yo la miré, y ella a mí. Rhett, quien también estaba presente, nos miró a nosotras. Luego nosotras miramos a Benedict. Tenías que verlo, en serio, a Rhett. El hombre estaba verdaderamente incómodo. Se había limitado a existir en aquel instante.
No voy a contarte toda la conversación con detalle, porque la verdad fue bastante extensa y melosa, y algunas cosas no las recuerdo bien por el ruido que hacían los espectadores del partido cada determinado tiempo. Podría decir que nos habló, en resumidas cuentas, de todo lo que acarreó su regreso a casa, y de esta intensa charla que tuvo con sus padres en las que se sinceró tanto que su «buena intención», como él lo describía, terminó actuando en su propia contra; pero el problema no radicaba en haberles contado de las cosas que consumía, según dijo, o de los problemas en los que se había metido por las deudas. El problema llegó cuando abrió la boca acerca de él y Colton.
Frances se tornó hacia mí como si una fuerza magnética se hubiera desarrollado entre ambas, con el ceño fruncido y, contrario a mí, sin comprender a lo que se refería Benedict al englobarse a sí mismo con mi hermano en una oración y el por qué aquello tenía tanta relevancia. Recordé entonces que cuando yo supe del asunto, los puntos encajaron en mi mente como un rompecabezas armándose, pero revelando una imagen difusa al final. Supongo que algo así se sintió ella también en ese momento.
La cosa es que venía a despedirse porque iría a entrenar para servir a la armada. «Me voy en cuanto comience a caer el alba», dijo. Sonó poético y todo, incluso viniendo de él. Me agradaba muchísimo cuando la gente usaba expresiones que sonaban poéticas, como «al caer el alba». Es lindo. Es bastante lindo. Pero ninguna de las dos soltó una palabra. Por mi parte, nada posiblemente favorecedor se me venía a la mente; sin embargo, la humedad que nos hacía brillar los ojos fue suficiente señal para él entender que, en efecto, nos importaba. Nos importaba, y quiero creer que no necesitaba más demostración que eso, porque en serio ninguna dijo nada al respecto. Ninguno, contando a Rhett, que había pasado el rato jugueteando con una pajilla para disimular lo poco que pertenecía a la situación.
Me pidió hacérselo saber a Colton, y también decirle que estaría esa noche en el porche de su casa esperándolo para despedirse. No sé por qué, pero sonó simple y romántico, y a mí me gusta el romance cuando es simple. Entonces papá me llamó para que recargara los frutos secos de las mesas y la barra, y mientras lo hacía escuché que Tolleson bateó de rola al segunda base, Rob Wilfong. Fue entonces cuando todos comenzaron a darse cuenta de lo que verdaderamente estaba sucediendo: que Mike Witt estaba lanzando lo que llamaban un «juego perfecto».
—Una sidra sin alcohol para la mesa del centro, niña.
Papá posó frente a mí un tarro cervecero de vidrio y se marchó. Yo espabilé. Tragué saliva, seguí instrucciones, y tienes que creerme cuando te digo que es horroroso servir sidra de manzana. Puse el tarro bajo el dispensador y tiré de la palanca metálica. Cuando el líquido llenó el noventa por ciento de la capacidad del vaso, la sidra, de modo inevitable, me chispeó sobre el dorso de la mano. Cuatro gotas. «No es nada, Beverly», me dije. No era nada. «Solo entrega la sidra, lávate las manos y no quedará pegajoso».
El primer problema era que, para las fechas otoñales, todos en Merry Hills querían sidra de manzana —más aun tratándose de aquella que sólo mi padre traía de las plantaciones del rancho en San Antonio—, y muchos de los adictos a la sidra con camisas de los Rangers tenían esposa e hijos, por lo que en medio de tal movimiento regido a la alta demanda, ya no se trataba de cuatro gotas, ni cinco. Se trataba de charcos y derrames, de los cuales ni yo ni el suelo del área tras el mostrador salíamos intactos.
—¿Qué se supone que es un «juego perfecto»? —le susurré a papá una vez que terminé la tarea, y apoyé el mentón en su hombro.
—Se trata de una perfección al momento de cantar el playball, hasta que cae el out 27 —susurró de vuelta mientras daba lustre a un vaso de cristal con un trapo—. Básicamente, es un juego en el que un pitcher no permite que ningún bateador contrario llegue a la base durante todo el juego. Sin hits, ni carreras, ni bases por bola, etcétera. Y eso que están haciendo los Angels lo tiene todo para que sea el juego perfecto de Mike Witt.
Parrish bateó un elevado largo en la octava entrada. Todos pensamos que sería un jonrón, cuando de pronto Mike Brown lo atrapó en la pista de advertencia. Entonces Mike Witt ponchó a los dos bateadores siguientes, y llevó el promisorio juego perfecto a la novena entrada. Después de otro ponche a Dunbar, Witt indujo un ground out a Bobby Jones, quien había salido como bateador de emergencia. Marv Foley fue quien hizo el out final, habiendo llegado al bate en lugar de Wilkerson para darle a Witt el primer juego perfecto de los California Angels, y el onceavo en la historia de las Grandes Ligas.
Y eso fue todo.
—El último fue el de Len Barker, de los Cleveland Indians —me contó papá más tarde, mientras despedíamos a los comensales que terminaban de pagar para coger camino a sus casas—. Fue en 1981, contra los Toronto Blue Jays.
La verdad es que en serio deseaba poder aportar algo a la conversación, pero apenas acababa de aprender lo que era un juego perfecto. «Qué manera de cerrar la temporada» fue uno de los comentarios que escuché mientras acomodaba los tarros recién lavados y secos en la estantería, de modo que lo que hice fue repetirlo como respuesta. Transcurrieron un par de horas más para que el bar terminara de vaciarse, y fue entonces cuando recordé haber dejado plantado a Benedict, pero me fue imposible encontrarlo cuando lo busqué con la mirada por el local. Así que sólo me despedí de los Kerrigan y Rhett, y cuando terminamos de limpiar y ordenar las mesas, papá insistió en que yo girara el cartel de «ABIERTO» a «CERRADO» antes de subirnos a la Bronco y partir a casa. Fue así como concluí mi primera semana trabajando en el bar.
Terrence Hughes había vuelto a la escuela ese miércoles, por cierto, y audicioné para Oklahoma! el martes, a pesar de lo nasal que sonaba mi voz por el golpe en el tabique. Pero Terrence Hughes había vuelto a la escuela ese miércoles, y me saludó en el receso todos los días incluso la semana siguiente, menos el viernes, porque ese día pasé el receso con Frances en las gradas del gimnasio. Recuerdo que la primera vez que lo vi luego de lo que sucedió, el miércoles, lo primero que pensé fue en la probabilidad de que aún llevara el revólver dentro del pantalón y nos matara a todos de repente sólo porque sí. Terrence no tenía cara de asesino en potencia. En serio, no la tenía. Y yo había visto a muchos asesinos en la televisión y en la gran pantalla, tanto en potencia como en serie, y todos tenían esta penumbra en la mirada, o en la sonrisa, y entonces caí en cuenta del poco contacto que tengo con la vida real en lo que respecta a esas cosas, como las noticias, y toda esa basura de la vida real en la que se inspira la ficción; pero si te soy franca, creo que es más lo que la ficción inspira a la vida real. Como Terrence Hughes con ese libro Rabia, por ejemplo. Estuve leyéndolo, y tuve esta sensación de que era un libro que sólo podías disfrutar si eras un adolescente incomprendido y enojado con el mundo. Te diría qué me pareció, pero la verdad es que no pude terminarlo porque me dio demasiada tristeza que un chico con un apodo como Terry se sintiera tan identificado con el protagonista, que era un chico de apodo Charlie. Tienen los apodos más inocentes, te lo juro, y eso me dio mucha más tristeza aún. En síntesis, creo que los autores deberían tener la opción de subrayar sus propios libros, y que las editoriales los impriman así, porque en serio no entendía qué mierda pasaba por la cabeza de Stephen King mientras escribía Rabia. La verdad es que yo también habría usado un seudónimo si hubiera escrito semejante caudal de controversias.
La cosa es que estuve leyendo Rabia, y trata sobre este chico Charlie, al que llamaré Charles porque sino me da mucha tristeza. A Charles quieren internarlo en un correccional, pues, por haber agredido a un profesor con una llave inglesa provocándole un serio traumatismo craneal. Digo, todo traumatismo craneal es algo serio, pero ya entiendes a lo que me refiero. Era una cosa verdaderamente grave. El caso es que para que no lo encierren, este chico Charles toma de rehenes a todos sus compañeros de una clase durante toda una mañana, y básicamente les habla a sus compañeros sobre su infancia y adolescencia y los contagia paulatinamente de este estado mental psicótico, porque es esquizofrénico o una cosa así. Lo que más me molesta de todo esto es que en serio no puedo terminar de comprender a Charles, incluso siendo una adolescente incomprendida y enojada con el mundo. Tal vez porque no acabé de leer el libro, o tal vez porque no me sentía lo suficientemente incomprendida y enojada, pero me aturdió bastante que el motivo por el cual Charles es como es no me resultó del todo desconcertante. No me resultó como una verdadera razón para tomar a todos tus compañeros de rehenes, si es que acaso existe una, pero creo que en realidad no es tan simple como eso. No sé si quiera terminar de entenderlo, a decir verdad, porque a veces busco identificarme con las cosas una vez que las entiendo, y en serio me aterra la idea de terminar siendo como Terrence, quien tampoco tenía una verdadera razón para querer llevar a cabo una masacre en la escuela. Entonces me tuve que obligar a dejar de pensar, porque en serio me estaba afectando, pues comencé a temblar mientras almorzaba y todo, y seguí saludándolo de la misma forma que él a mí los demás días de esa semana, menos el viernes, porque ese día pasé el receso con Frances en las gradas del gimnasio.
Sé lo que piensas, y la respuesta es sí: consideré de nuevo hacerle saber a alguien que ese chico tenía un arma, pero cuando lo discutí con Michelle, me dijo que lo mejor que podía hacer era mantenerme al margen del asunto. Eso me molestó tanto, en especial viniendo de ella, porque la veía todos los días almorzando con él y los demás chicos como si nada hubiera sucedido. Podía dejárselo pasar a Colton y a Joe y a los demás, ya sabes, porque ellos no sabían nada. Nadie sabía nada, se supone. Pero Michelle sí. Y ella seguía almorzando con él todos los días, así que no supe hasta qué punto debía hacerle caso en lo relativo a decirle a alguien que ese chico tenía un arma, porque también pensé en que ese chico tenía conexiones, y podían hacerle algo a mi familia si abría la boca, así que sólo me quedé callada y seguí saludándolo cuando él lo hacía, porque si la idea de tenerlo como amigo me aterraba, la de tenerlo como enemigo lo hacía el doble.
Otra cosa interesante sucedió la noche del domingo del juego perfecto, para variar. Al llegar a casa, una caja del tamaño de una enciclopedia parecía esperarnos sobre la alfombra de la entrada. Yo me adelanté, porque cualquier correspondencia que viniera en una caja en lugar de un sobre me parecía especialmente emocionante, así que me agaché para leer la etiqueta, y sólo me permití coger la caja cuando leí mi nombre escrito en rotulador negro.
—Es para mí —afirmé, y repetí:—... ¡Sí, es para mí!
—Apenas estamos en septiembre —comentó mi padre—. Jesús. Santa en serio debe notificar cuando haya cambios en el modus operandi...
Supe que la noticia de Benedict me había trastornado demasiado cuando logré conservar la paciencia hasta el final de la cena, del mismo modo que papá logró contenerse de preguntar quién era el emisor de aquel paquete mientras comíamos espagueti con vegetales; pero a Colton le salió con total naturalidad ignorar también la caja de cartón en medio de la mesa.
—Entonces —decía éste—, ¿hasta cuándo no tendremos televisor?
—Hasta mañana —respondió papá, sin levantar la vista del plato—. Dejé los cables detrás del mostrador.
—Mañana dan los resultados del elenco de Oklahoma! —solté de pronto, aún terminando de masticar un bocado de pan con vegetales—. Honestamente, estaré bien si no me dan el papel. La sola idea de usar una peluca rubia frente a todo el pueblo me enferma hasta los huesos.
—Niña, ese papel tiene que ser tuyo. No te escuché recitarle las líneas a Colton siete veces al día en vano.
—En este punto —intervino mi hermano, apuntándome con el tenedor—, creo que yo también debí haber audicionado. Me aprendí los diálogos de Curly de memoria.
—¿Sigue Benedict en el club de drama? El chico sería un buen Curly. ¿Es por eso que los estuvo buscando hoy?
—Curly es blanco, papá —dije, y terminé de tragar un bocado de espárragos—. Además, los padres de Benedict lo inscribieron para servir en la armada.
Cuando Colton se ahogó, caí en cuenta de lo insensible que había sido. Tosió hasta que un trozo de brócoli brincó de su boca al plato y se limpió los labios con una servilleta. Me miró. Entonces mi padre, con ambas cejas alzadas y al tiempo que se servía más vegetales, continuó hablando:
—No es para extrañarse, si lo piensas. El chico es un rebelde sin causa. Le hará bien una dosis de disciplina. ¿Cuándo se va?
Yo tragué saliva, y observé a Colton al extremo opuesto de la mesa.
—Por la madrugada —dije.
Mi hermano cubrió su tos con una servilleta, y soltó un «con permiso» como preámbulo para ponerse de pie y abandonar la mesa; no obstante, contrario a la expectativa de que iría a por un vaso de agua en el refrigerador, desapareció por el pasillo. Pocos segundos después, regresó envuelto en una chaqueta de mezclilla y con las llaves de la Bronco en la mano.
—Hey —lo llamó papá—... Hey, chico, ¿adónde crees que vas?
A aquello le siguió un portazo. Papá y yo, aún en el comedor, nos miramos el uno al otro. Continuamos comiendo en silencio, hasta que los platos quedaron vacíos. Se comió las sobras de Colton, también, y luego recogió la mesa y sirvió dos vasos de agua para romper el bloque de hielo que de pronto se había forjado en nuestras narices.
—Bueno... ¿Qué diablos hay en la caja?
Yo me puse de pie en un brinco para escarbar en el gabinete de la cocina hasta conseguir las tijeras. Pinché el centro de la caja para romper la cinta industrial y extendí la abertura a los costados: se dejó ver un plástico de burbujas. Lo siguiente fue un papel marrón envolviendo lo que parecía otra caja larga y rectangular, el cual rasgué sin cuidado para descubrir los colores azules del cartón.
—¿En serio es un Realistic o sólo reciclaron el empaque? —inquirió él.
—Bueno —comencé a quitar los adhesivos de la caja para abrirla, sin despegar la mirada de ésta para poder solventar su duda—, está pesado y huele a nuevo...
Mientras tanto, mi padre cogió la caja de la correspondencia para echarle un vistazo a la etiqueta. Frunció el ceño cuando leyó el apellido del remitente; pero al levantar la mirada, quizá para decir algo al respecto, yo me encontraba leyendo una nota escrita con bolígrafo azul en papel amarillo.
«Después de todo, parece que el hecho de que mi padre sea un comprador compulsivo tiene sus beneficios a pesar de las pilas de cajas regadas por la casa. Estos walkies tienen un año acumulando polvo en el ático desde que los compró en RadioShack. Creo que es momento de darles algo de uso y creo que somos las personas indicadas para ello.
PD.: Ya tienen baterías y están configurados. Márcame en cuanto lo recibas, Kimberly».
Volví la vista al walkie-talkie que reposaba sobre la mesa. Sé que papá no lo diría en ese instante, porque aunque tenía agallas necesarias para hacer una palpación rectal a una vaca, no tenía las suficientes para disolver una sonrisa en el rostro de su hija, pero tendrías que haber visto su rostro. En serio tendrías que haberlo hecho, porque cuando yo lo hice, supe que aquel gesto de Mick Marvin le dejó un gusto amargo en el paladar.
—Sí —dije—. Es un Realistic.
Y eso fue todo.
A pesar de vernos todos los días a la hora de la salida en la escuela y de vez en cuando en la del almuerzo, Mick me contactó un aproximado de 21 veces mediante el walkie-talkie la pasada semana, lo cual comprometía un promedio de cuatro veces al día.
Me llamaba desde su casa, el rancho, la plaza; donde fuera y a la hora que fuera: a lo largo del día después del desayuno, el almuerzo y la cena, y a veces en las meriendas, también, todo con tal de ponerme al tanto de cualquier variación en su cotidianidad. Pero no me gustaba que mi hermano lo supiera porque él, aunque se lo tomaba con humor y con papá me fastidiaba al respecto, no había recibido ni una señal de vida de Benedict, cosa que le venía encendiendo y apagando el interruptor del humor desde entonces. Además, a pesar de que éste había accedido a mantener el secreto de mi ingesta de alcohol, se negó también a seguir siendo el mediador para obtenerlo tras el incidente que me puso un parche en la nariz. Pero ese no era el verdadero motivo de mi sobriedad durante aquellas semanas. La verdad es que el trabajo después de la escuela me mantenía demasiado ocupada para siquiera considerar abrir una lata.
Aquel día en cuestión, estábamos haciendo la oración previa a la cena en casa cuando todos en la mesa pegamos un respingo al escuchar al walkie-talkie sonar bajo la mesa:
—Beverly, aquí Mick. ¿Me copias? Cambio.
Yo me limpié la boca e hice un ademán para retirarme, pero al fijarme en el gesto de mi padre, preferí dejarme caer de vuelta a la silla, presionar el botón y responder:
—Dame cinco minutos. Cambio y fuera.
Guardé el aparato de vuelta entre mis muslos, y terminamos de orar. En serio no era consciente a lo que nos estábamos encaminando. Y seguramente me odias por decirlo, pero sólo lo trataba como él a mí, pero por primera vez luego de un considerable tiempo, sentía que era parte de algo. Mick Marvin me agradaba. Me agradaba mucho, más que la mayoría de las personas. Con él me gustaba sentirme incómoda, porque no era incómodo con una carga de frustración, sino incómodo con una de adrenalina, o algo por el estilo. Entonces terminé de comer, y me fui a mí habitación, y pasé el seguro. Me tumbé en el suelo con la espalda apoyada en el rincón junto a mi cama, y abracé mis rodillas un rato, porque no quería parecer desesperada y Frances decía que a los chicos siempre hay que hacerlos esperar.
Luego de siete segundos, presioné el botón. Consideré que aquello fue suficiente.
—Mick, estoy de vuelta, ¿me copias? Cambio.
—Aquí estoy. Te copio. Cambio.
—¿Podemos dejar de decir «cambio»? Es algo latoso. Cambio.
—¿Cuál es el punto de usar walkie-talkies si no es para hablar como militares? Cambio.
—No seas tonto. ¿Qué sucede?
—¿Todo este tiempo supiste que en la videotienda te permiten rentar gratis una videocinta de la sección con menor demanda al rentar cualquier cosa por tres semanas seguidas y no me lo habías dicho? Cambio.
Francamente, lo había olvidado por completo. Nunca usaba mis cupones porque nunca había nada bueno en esa sección.
—Pues jamás creí que rentarías videocintas por tres semanas seguidas. Además, nunca hay nada bueno en esa sección.
—¿Que no hay nada bueno? ¡Hoy cambié mi cupón por un VHS para aprender a tejer a punto! ¡Y tienes que decir cambio! Cambio.
—Entonces añade eso a la lista de razones por las que no lo mencioné antes: nunca imaginé que tejer a punto te llamaría la atención. ¿Desde cuándo es eso? Ah. Cambio.
—¿Desde cuándo? Bueno, desde que la anciana de la carátula con el par de agujas en las manos me persiguió con la mirada a través del anaquel. No importaba a dónde me moviera, ella siempre estaba observándome. La cosa es que luego me acerqué, y noté que se trata de una serie completa de cinco niveles; y pensé en darle otro uso a todas las muestras de lana que traen mis padres de la distribuidora más allá de recolectar polvo en el ático. Cambio.
—Bien por ti, Marvin. Te has convertido oficialmente en un aprendiz de tejido a punto nivel I. Avísame si quieres mis cupones para rentar el resto de la serie gratis. Cambio.
—En realidad, creo que deberías echar el ojo a la sección, Beverly. Te vendría bien aprender algo nuevo, para variar. Cambio.
—¿Eso era todo, Mick? Cambio.
—Sí. Lo es. Buenas noches, Beverly. Cambio y fuera.
—Buenas noches, Mick. Cambio y fuera.
Entonces dejé el aparato en el buró. Pasaron alrededor de diez segundos antes de que volviera a sonar.
—¿Sigues despierta? Cambio.
Me aclaré la garganta antes de presionar el botón lateral y responder.
—¿Qué sucede? Cambio.
—Te mentí. Eso no lo era todo. Quería preguntarte... Digo... ¿Lo recuerdas? Es decir, mi disfraz. Cambio.
Incluso a mí misma me sorprendió lo rápido que comprendí de qué estaba hablando.
—Salimos en las noticias. No podría olvidarlo. Eras un esqueleto; yo un fantasma. Cambio.
—Lo siento, Beverly..., por no ayudarte a bajar esa noche. Cambio.
—Bueno, me ayudaste a bajar de la casita muchas veces antes de eso. Cambio.
—Sí, pero en esas ocasiones no estaba a punto de derrumbarse. Cambio.
—Colton estaba conmigo, y también llegaron los bomberos. No era para tanto. Cambio.
—Supongo que sólo quería hacértelo saber, después de todo. Supe que debí al menos ofrecerte una mano cuando te miré estando abajo sano y salvo. Cambio.
Yo apreté los labios. No respondí nada.
—Aprecio que lo recuerdes, por cierto. Aún me gustan los esqueletos. Y espero que a ti aún te gusten los fantasmas. Cambio.
Y eso fue todo.
La única conclusión clara que pude extraer de una noche entera de cavilaciones sin sentido era que estaba sintiendo celos. No sabía hacia qué o quién estaban dirigidos exactamente, pero sabía que eran celos, y, aunque éstos no figuraban en ninguna ramificación de la rueda de emociones, resolví ubicarme justo en el centro de la misma, pues sentía que había de todo un poco en mí al tratarse del Azul Prusiano, y que aquellos celos multidireccionales eran sólo la canalización de un cóctel de emociones buscando manifestarse al exterior a través de mi bilis. Y ahora que lo pienso, quizá era ese el motivo por el cual solía sentir ganas de vomitar cuando estaba cerca de él y él estaba cerca de Fernie, como el día que fuimos los vértices de un triángulo dentro de un rectángulo de metal que avanzaba gracias a cuatro círculos de caucho.
***
Nota de la autora:
¡Hola, querido lector!
Primero que nada, gracias por llegar hasta aquí. Seguramente te estás preguntando qué tan acertado históricamente es este libro, y estoy muy contenta de hacerte saber que más allá de la ficción que envuelve a Merry Hills hay mucha verdad.
Un ejemplo de muchos es este capítulo donde está presente el juego perfecto de Mike Witt en 1984. Para más referencia he adjuntado en el apartado multimedia un artículo de periódico de la fecha y el enlace directo a la transmisión del partido disponible en YouTube, el cual en conjunto con más artículos de la época usé como punto de partida para redactar la secuencia narrativa del juego perfecto en este capítulo. De este modo logré integrar mi fanatismo por el béisbol a mi obra más preciada, y espero que lo estés disfrutando tanto como yo =)
Sin más que agregar, ¡nos leemos en el próximo capítulo!
Con todo mi cariño,
Daniela
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