07: El monstruo de la máscara
❛ CAPÍTULO 07: EL MONSTRUO DE LA MÁSCARA ❜
17 de septiembre, 1984
Merry Hills, Texas
La semana del orgullo escolar en Merry Hills High fue, en resumidas cuentas, un ciclo de descubrimientos existenciales en lo que respecta a los parámetros a tomar en cuenta para que algo pudiese ser considerado miserable. Era un asunto que tenía pendiente poner en regla, porque estaba comenzando a etiquetar cosas como miserables a diestra y siniestra.
El lunes de orgullo texano, por ejemplo, descubrí que ciertamente existía otra cosa más miserable que jugar rayuela sola, y era caminar por el pasillo con un sombrero de rodeo, también sola. Y mientras los días pasaban igual y lo único que cambiaba era mi vestimenta festiva, sólo podía mirar a los del último año celebrando y pensar en que el sesenta por ciento de esos chicos de último año, probablemente, ni siquiera mantendrían el contacto luego de la graduación, porque era una generación ambiciosa que quizá optaría por explorar otros horizontes en lugar de continuar las tradiciones laborales de sus familias en el pueblo. Y yo deseaba —en verdad deseaba— tener ese nivel de ambición, de no ser porque mis raíces estuvieran ya bien forjadas bajo los suelos de Merry Hills.
Descubrí, también, lo miserable que es la idea de que para que algo sea considerado miserable, deba cumplir la cualidad implícita de la soledad. Y es que ser miserable no tenía nada que ver con estar solo, en realidad, y luego me sentí más miserable aún cuando entendí que era yo quien estaba poniendo esa regla, si bien inconscientemente. El tema es que lo supe porque el jueves, cuando los amigos de mi hermano me acogieron para el día de disfraces grupales y nos vestimos de integrantes del dojo Cobra Kai, encontré con la mirada a Benny vestido de Michael Myers y a Frances en ropa casual, y me sentí miserable. Y vaya que no estaba sola.
Pero la cosa no terminó allí. Nunca terminaba allí. Al menos, aquello me sirvió como excusa para justificarme a mí misma el haberme emborrachado tanto por la noche con Colton y sus amigos un martes. No me pasó nada, en términos de integridad física y emocional. Sólo me vomité encima, y Púrpura Máximo dijo que tenía una bonita sonrisa. Eso fue antes de vomitarme encima, lo que sucedió cuando llegué a casa.
El miércoles de pijamas me encontré a mí misma vacilante, con la resaca a flor de piel, mirándome las pantuflas a mitad de camino en el estacionamiento de la escuela. No me sentí miserable. Me sentí estúpida; pero que Colton y sus amigos también llevaran pijamas a la escuela me hizo sentir menos así. Lo miserable, entonces, era el hecho de que todo lo controlara la masa.
Esperaba que para el día viernes mis palmas ya estuvieran lo suficientemente aliviadas de las quemaduras como para deshacerme de las gasas. Lo primero en el itinerario del día era el primer partido de fútbol americano de la temporada, y yo nunca había ido a un partido escolar, aunque una vez fui a uno de los Rangers con mi papá y mi hermano, pero ni siquiera era el mismo deporte. El punto es que sólo esperaba pasarla bien, y que mis manos estuvieran curadas, y ver el nuevo traje de quien fuera la identidad secreta de la mascota de los Coyotes de Merry Hills High.
Para el partido me senté junto a mi hermano y dos de sus amigos en la séptima fila de las gradas. Había llovido a cántaros la noche anterior, y Terry tuvo la sensatez de secar los asientos que usaríamos con su sudadera. El mismo chico usó también su influencia sobre la porrista Wendy Lane para que me obsequiara un pompón de colores blanco y vinotinto. Y la chica, Michelle, me pintó rayas en los pómulos de los mismos colores, también. Y yo me sentí de todos los términos que componían la ruleta de las emociones, menos los negativos.
Menos miserable.
—¿Irás al baile esta noche, Beverly? —quiso saber Terry. Cuatro mechones rubios y transpirados le caían sobre los ojos, y eso me hizo consciente de mi fleco en el peor sentido posible. Hice lo que pude para apartármelo de la frente. Seguramente me veía muy tonta entonces.
—No. No iré —respondí al fin, y luego me dirigí más a Michelle que a Terry. A veces hago eso, pero recordé muy tarde que para muchas personas puede ser un gesto de muy mala educación—. ¿Qué hay de ti? ¿Tienes una cita?
—¡Richard Taylor! —Michelle rió. El partido aún no iniciaba y ya estaba casi ronca— Él será mi cita. Es adorable.
Lo pensé, y recuerdo haber llegado a la conclusión de que no podría tener una cita con un chico al que describiría a mis amigos como «adorable».
—Es un marica, si me lo preguntan —soltó Terry de pronto, sin que nadie le preguntara, lo cual me pareció bastante grosero, pero entonces recordé que él fue quien inició la conversación, así que supuse que se las estaba arreglando para seguir siendo parte de la misma—. Yo quiero estar disponible mientras todos están tomados por alguien más. Verás, es que no me gustan las cosas seguras. Me gusta lo espontáneo, ¿me captas?
No lo captaba. La verdad es que no podía captarlo, así que no dije nada al respecto. Terry siempre decía cosas extrañas y ambiguas y esperaba que lo entendiera de inmediato, pero nunca lo entendía, o «captaba» como él decía. Era un chico raro, la verdad, pero aún así me gustaba, o algo parecido. El otro día lo sacaron de su clase de ciencias por perseguir a una chica con un sapo que estaban disecando, pero eso fue como el año pasado. A lo que me refiero es que casi siempre estaba haciendo y diciendo cosas que no me hacían mucho sentido por más que intentara entenderlo. Al menos, esa impresión tenía yo de él. Tal vez yo era el problema, porque a todas estas él tenía muchos amigos y parecía llevarse bien con todos ellos. No parecía confundirlos ni incomodarlos la mayor parte del tiempo. Me pregunté si yo confundía o incomodaba a los demás, y si era por eso que no tenía amigos contemporáneos conmigo. Es difícil saberlo. Como te decía, no se me da muy bien leer las expresiones de la gente.
Ese día en el partido, recuerdo que imité a la multitud cuando anunciaron la cuenta regresiva para dar la bienvenida al equipo, y usaba el pompón para complementar los vítores junto a Michelle. Estaba tan acalorada por la algarabía que podía sentir mi cabello rebotándome en la espalda. Luego llegó Colton, con cuatro refrescos medianos que repartió una vez que todos volvieron a sus asientos, y creo que atrapé a Terry mirándome cuando cogí el mío. Juro por Dios que todavía no captaba a lo que se refería. Era estúpido. Sentí algo de pena y todo por él.
—Creo que necesitas un plan B —recuerdo que le dije de pronto, en algún punto del partido en el que no estaba sucediendo nada que valiera la pena vitorear.
—¿Qué dices?
—Un plan B —le repetí—. Digo, piénsalo bien. Si todas las de tu año también van tomadas por alguien más, ¿quién estará disponible para ti?
—Sólo ignóralo, Bevs —intervino Michelle—. Depende emocionalmente de cualquier chica que le de atención y Fernie lo rechazó por ese chico Marvin. Está devastado en el fondo.
—¿Fernie? ¿Fernie Richman?
«Sí, Beverly», me dije a mí misma. «La única Fernie en Merry Hills...»
—Um-jú —Michelle asintió, bebiendo del sorbete—. Pero no te dejes engañar. La chica es pura miel. Y ya sabes lo que dicen...
Michelle me miró, pero no era cualquier mirada, sino una de esas que esperan algo de ti.
—Sí —al fin dije—. Se atrapan más moscas con miel que con vinagre, supongo.
Michelle sonrió.
—Exacto.
Tengo que confesarte que el traje nuevo de la mascota escolar parecía más un perro que un coyote; sin embargo, nadie pareció darle demasiada importancia al asunto. Lo relevante de la ocasión fue que los Coyotes de Merry Hills High perdieron el partido por una diferencia de un punto, y la muchedumbre en las gradas del extremo paralelo festejaba la victoria del otro equipo con aplausos, silbidos y ovaciones, mientras, por nuestro lado, los integrantes del «Hueste de Apoyo a Joe» —que se convirtió en el «Hueste de Consuelo a Joe»— nos las arreglamos para hacernos camino hacia la parte baja de las gradas en busca del perdedor.
No obstante, a pocos metros para llegar, Terry me rodeó el brazo con una mano. Me lo apretó con fuerza. Sé que no soy una experta en las normas sociales, pero creo que lo hizo con mucha más fuerza de lo que podría considerarse socialmente aceptable.
—Beverly, hey...
Recuerdo que me giré hacia él, y que me disgustó tanto que se secara el sudor del rostro con la camiseta. Entonces dijo:
—Sólo quiero que sepas que pensé en lo que me dijiste, y realmente espero verte esta noche.
Y se fue, dejándome atrás en medio del cardumen de gente que se apresuraba a animar a los Coyotes. Y entonces decidí que en verdad no iría al baile.
No iría, no por vanidad, ni porque no quisiera ser parte del evento, ni porque lo viera como una actividad estudiantil estulta. No iría porque había chicos persuasivos como él, Púrpura Máximo, y chicas persuasibles como yo, Rojo Carmín. No iría porque nadie me pondría un ramillete en la muñeca que luego guardaría en un cajón y se lo mostraría a mis hijos varios años después; para eso estaría el baile de graduación, si es que tenía una cita para entonces. Tampoco iría porque no estaba dispuesta a ser la tercera rueda entre Robin y su cita, y porque no soportaba la idea de que incluso un Azul Prusiano hubiera sido elegido por otro color para mezclarse con él.
—¿Cujo o Viernes 13?
De cada mano de mi padre pendía un VHS, pero por primera vez en la vida, yo no tenía ganas de terror. Un corrientazo me recorrió desde el coxis hasta la nuca, y me sentí en la obligación de ponerme de pie. Luego hice otra de esas cosas estúpidas que sigo sin comprender.
—Papá, quiero ir al baile.
Él parpadeó.
—¿Al baile?
—Ajá...
—Son casi las nueve, Beverly. Colt ya se fue con la Bronco.
Y mi bici, de nuevo, estaba en el patio de los Forman.
—Tengo los patines —resolví—. Llegaré antes de las once.
Recuerdo haber tomado la ducha más rápida de la vida esa noche. Ni siquiera me rasuré las piernas, y consideré que debí haberlo hecho cuando me metí en un vestido marrón con un escote que hacía ver a mi pecho como un mal chiste, así que me apresuré a regresar al baño y me rasuré con cuidado de no mojarme la ropa. El problema es que me concentré tanto en apresurarme y no mojar la ropa que terminé cortándome dos veces.
Frances me dijo una vez que existían dos tipos de chicas: las que usan sombra de ojos y las que no escuchan a Blondie. Y yo quería verme como las chicas que escuchan a Blondie, porque me gusta escuchar a Blondie, así que metí el brazo bajo la cama y encontré una edición de la revista Creem con Debbie Harris en la portada, y partí de ésta como guía para maquillarme. Cuando alcancé la mejor versión de mi intento por imitar el maquillaje de ojos de Debbie, pensé en que mi mejor versión era la peor de Frances. Ella sí habría sabido decorarme la mirada. Pensé mucho en ella esa noche, a decir verdad, pero no tanto como en verme bonita para Terry Hughes, porque eso es en lo que se supone que piensan las chicas adolescentes la noche de un baile escolar. Y yo quería permitirme vivir la experiencia completa, de modo que terminé limpiándome el regadero que me hice en los párpados y decidí ir por lo seguro con máscara, aunque la mirada me quedó manchada como un indicio burlador de lo que intenté antes. Lo peor del caso era que aquello en cierta medida parecía favorecerme; pero no me di cuenta de ello hasta mucho después, cuando me vi en el retrovisor del auto de Mick Marvin antes de bajarme para entrar al baile. No me voy a adelantar a la historia, sin embargo. El punto es que en ese momento hice mi camino con premura. No estaba segura de sentirme en las capacidades de luchar contra las coquillas que hacían las corrientes de viento que entraban por las mangas acampanadas cuando movía los brazos, pero ya eran las nueve y cuarto cuando comenzó a sonar Maneater de Hall & Oates en el walkman y oraba porque el vestido no se subiera imprudentemente durante el trayecto. No obstante, ignoraba por completo qué números señalaban las agujas cuando sentí el ardiente roce de una textura gravosa en la capa que se interponía entre el pómulo y el hormigón; piel, que a su vez se dividía en más capas y la que me dolía como los mil demonios en cuestión era la epidermis. El instinto por excelencia fue sentarme en el suelo, tocar la herida y arrepentirme: mi mano había pasado por tantos lugares, incluido el piso hacía un segundo, y seguramente había infectado la herida al tocarla.
Me comenzó a arder la rodilla, y, en un pestañeo, todo fue oscuridad. No. No me había desmayado, aunque la parte más insana de mi conciencia deseaba haberlo hecho sólo por la anécdota. Un Chevy se había orillado a menos de dos metros y apagado las luces traseras.
En lo que me las arreglaba para ponerme de pie, podía escuchar dos puertas cerrarse y dos voces discutir.
—¡Te dije que no era un ciervo!
Mientras luchaba por ponerme de pie sin dejar mi ropa interior al descubierto, pensé en cuán estúpido debías ser para creer que habría ciervos en el centro de Merry Hills. Luego la voz masculina replicó algo que no alcancé a distinguir, pero no hizo falta conocer las palabras para darle respuesta a la incógnita: tenías que ser tan estúpido como Mick Marvin para pensar que habría ciervos en en centro de Merry Hills.
En el momento en que me di por lista para retomar el camino y asistir al baile con un raspón en el rostro y otro en la rodilla, comencé a dudar si debía irme de una vez por todas o esperar por la pareja para oír sus disculpas. Creo que es lo menos que mereces luego de que te confundan con un ciervo y que casi te arrollaran por accidente.
—¿Beverly?
Fernie Richman tenía una voz demasiado grave para su físico. Era tal vez lo único que me incomodaba de ella, pero la respetaba lo suficiente como para no insultar a Mick en su presencia, y eso implicaba demasiado respeto viniendo de mí.
—Puedo bramar y usar ramas como cuernos si te hace sentir mejor...
—Por Dios, Beverly, lo lamento. Lo lamentamos. Estábamos discutiendo y distraje a Mick de ver el camino y... Dios, ¿eso es sangre?
No pude responder. No me lo permitió, a decir verdad. Fernie de alguna forma me convenció de sentarme en el asiento del copiloto con la puerta abierta para ofrecerme primeros auxilios, lo cual fue bastante considerado de su parte. Sacó una bolsa de tela de la guantera y lo primero que hizo fue limpiarme la rodilla con alcohol y yo recordé la primavera del setenta y cinco, cuando mi padre olvidó ponerme un moño en la cabeza para el acto del día del Orgullo Texano, y Fernie me obsequió su cinturón.
—No te preocupes —decía una Fernie de nueve años, al tiempo que deshacía el lazo que le ataba el cinto a la espalda del vestido—. Nadie notará si no llevo cinturón, pero ten por seguro que una cabeza vacía relucirá en medio de los lazos.
Fernie hizo un lazo con el cinturón, si bien no impecable, pero en definitiva era un lazo, y en definitiva me hizo congeniar con el grupo, y yo nunca alcancé a darle las gracias hasta la noche que casi me atropellaron por su culpa.
—Gracias, Fernie.
—¿Gracias? —repitió ésta— Arrollarte fue un descuido, pero no prestarte los auxilios necesarios sería completa malicia.
—No. Gracias por darme tu cinturón el día del Orgullo Texano.
Fernie me sonrió. En la mejilla izquierda, se le marcó el único hoyuelo que tenía, y luego volvió la vista a la herida. Me di cuenta que ella era el tipo de personas que son rojas como las cerezas, y no como las tejas y la arcilla. Ella era sólo Rojo, es decir. De pronto el Rojo Carmín dejó de gustarme tanto.
—¿A dónde ibas, Beverly?
—Al baile.
Por supuesto que no era obvio. Iba en patines a las nueve de la noche, con una chaqueta de trabajo industrial que usó Colt en San Antonio y fue el único souvenir que le trajo, cubriéndome el sesenta por ciento del vestido y lo más resaltante: sola. Sin siquiera un ramillete en la muñeca. Si le hubiera dicho que iba al McDonald's más cercano seguramente me habría creído, más por vergüenza que cortesía, aun tomando en cuenta que no había un McDonald's en Merry Hills.
Fernie entonces me aplicó un ungüento y protegió la herida con gasa y adhesivo quirúrgico.
—Mick te llevará.
—¿Qué?
—Es lo menos que podemos ofrecerte. Un aventón. Me llevará a casa y luego te dejará allí. ¿Bien?
Yo asentí. Estaba bien con eso. No me giré para ver a Mick a mis espaldas, pero por el gesto desafiante que hizo Fernie en dirección a él pude suponer que éste, caso opuesto, no estaba del todo bien con eso. Entonces me atreví a observarlo por el rabillo del ojo y noté, por la pesada manera en que tamborileaba el volante con los dedos y lo mucho que la pierna le vibraba, lo turbado que realmente estaba en aquel momento. Me sentí mal por querer saber el motivo por el que estaban discutiendo. Sé que soy una persona curiosa, pero no soy ese tipo de curiosa. En serio no lo soy.
Mientras Fernie me desinfectaba el raspón del pómulo, comencé a mirar con toda la discreción que la posición me permitía, la cual no era demasiada, su maquillaje corrido. Se notaba a leguas que estuvo llorando; no obstante, creo que se dio cuenta de que la estaba mirando con mucho detalle, porque no tardó más de veinte segundos curándome.
Mick comenzó a opinar algo que no podría predecir, pero Fernie le arrebató la palabra de inmediato:
—Te ofrecería cubrirlo un poco con maquillaje, pero después se infectaría y...
—Estoy bien. Gracias. Muchas gracias, Fernie.
Hubo varios segundos de silencio hasta que capté que debía pasarse al asiento trasero, así que ella se hizo a un lado para permitirme salir y luego entrar de nuevo por la puerta de atrás.
Nunca me había subido a un auto con mis padres en los asientos delanteros. Así, en plural. En primer lugar, porque siempre iba como copiloto de papá, y en segundo, porque mi madre había fallecido antes de ella siquiera haber salido de su vagina. Pero ahora estaba allí, a las espaldas de una pareja intentando forzosamente no discutir frente a mí, aunque haciendo comentarios tan indirectos como fulminantes hacia el otro con un falso disimulo. Y eso encajaba bastante precisamente en la definición de Benedict acerca de ir en un auto con padres, aunque Fernie y Mick parecían más hermanos que otra cosa, si te fijabas bien.
Aquello, no obstante, se veía como demasiado frente a mí; demasiado para mí. Éramos los vértices de un triángulo y pensé en ello para ignorar la sensata discusión cuyo tópico no parecía ser de mi absoluta incumbencia. Estaba demasiado sumida en la idea de que éramos los componentes de un triángulo dentro de un rectángulo de metal que avanzaba gracias a cuatro círculos de caucho.
Cuatro minutos después, el rectángulo en cuestión se detuvo.
Fernie se bajó del auto, no sin antes mutar por completo su fisonomía a unas cejas relajadas y una mirada que me hacía olvidar la gravedad de su voz, para girarse hacia mí y decir: «Suerte esta noche, Beverly. Ah. Lindo vestido, por cierto» con una sonrisa. Yo le correspondí aquello. No se despidió de Mick, sin embargo, pero él no se mostró afectado al respecto. Entonces, cuando estuvo a punto de arrancar el auto, al fin consideré prudente hablar sin que me lo pidieran:
—Deberías bajarte.
Mick se giró hacia mí desde su asiento, estirando el brazo hacia el puesto de al lado y posando la mano en la cabecera.
—¿Puedes inclinar la cabeza? —preguntó— Voy en retroceso.
No lo hice.
—¿No me escuchaste? —repliqué—. Su casa está a al menos ocho metros de aquí, y ten por seguro que lo que sea que esté pasando entre ustedes va a solucionarse. El próximo lunes lo hablarán en la escuela con la mente fría y para el martes volverán a la normalidad y todo será igual que antes, menos una cosa: sus padres te odiarán porque no acompañaste a su hija a la puerta de su casa la noche del baile —suspiré—. No lo sé. Creo que sí deberías bajarte, Brenda.
La luz amarilla del farol se le reflejaba toda en los bordes: en la mandíbula, la nariz y el hueso de las cejas, y yo me percaté de que nunca me había detenido a pensar en la cantidad de bordes de la que estamos compuestos. No pude evitar preguntarme si yo me veía igual ante la luz de los faroles; si mis bordes eran igual de mesmerizantes y pronunciados. Quizá eso lo hacía ver más tenso de lo que posiblemente estaba, aunque no respondió con palabras. Chasqueó la lengua y se bajó del auto, malganado.
A través del parabrisas pude verlo acelerar el paso, y luego ralentizarlo cuando estuvo más cerca de Fernie. Cuatro pasos y estaba justo a tiempo para cuando la chica tocó el timbre. Llegó a sus espaldas. Le puso las manos en la cintura, le dio un beso en la mejilla y el abdomen me comenzó a arder. Me tumbé en el espaldar de modo que el asiento de enfrente me obstruyó la vista, pero la curiosidad pudo más que las ganas de irme: me incliné hacia la derecha, lo suficiente para mirarlos despedirse frente a los padres de Fernie como si no hubieran chocado a alguien en patines por discutir mientras él conducía hacía mucho menos de media hora.
Mick no levantó la mirada del césped en el camino de vuelta al auto. Cuando entró y se giró de nuevo para ponerlo en marcha, incliné la cabeza a un lado antes de que lo pidiera para retroceder. Ahora el abdomen no era lo único que sentía arder; era la parte trasera de la cabeza, los dedos de los pies, los brazos...
—Gracias —dijo Mick, regresando la vista al frente.
—No es nada. No estoy de ánimo para oírte darme órdenes.
—No. Gracias por decirme que bajara, Beverly.
—Ah. Está bien.
Traté de unir más los extremos de la chaqueta contra mi pecho. Él tal vez me miró por el retrovisor. No podría confirmarlo. Uno a veces simplemente siente cuando lo ven. Entonces arrancó.
—¿Por qué irías al baile a esta hora? —me preguntó.
—No tienes que sacar conversación. Estoy bien en silencio.
—¿Tienes una cita?
—...
—Bueno, sólo quería...
—Terry Hughes dijo que me espera en el baile. Eso dijo. No sé si llamarle «cita» es lo más preciso, pero indudablemente es algo, supongo.
Un par de arrugas se asomaron por la frente de Mick.
—Indudablemente, no es lo más preciso —dijo—. En realidad, parece bastante inapropiado y vulgar. Él es inapropiado y vulgar, si me lo preguntas.
—Qué bueno que no te pregunté, Marvin...
—Acabas de hacerme bajar del auto para dejar a Fernie en su casa, pero ¿irás al baile a ver a un tipo que no tuvo la decencia de pedirte ser su cita propiamente o de siquiera buscarte a tu puerta? Jesús, Beverly...
Quería llorar. No tenía mucha vuelta: tenía razón. Quería salir del auto, correr a casa, plantar el rostro en la almohada y llorar; pero sólo me estrujé el ojo amenazante y farfullé:
—No es tu problema.
Mick frenó en una luz roja. Esta vez no cupo duda de que me miró por el retrovisor, porque yo también lo vi, y me estaba viendo. La cosa es, yo estaba llorando. Llorando feo, pero en silencio, lo cual es miserable, y difícil como no te lo imaginas. Sólo ponte triste y comienza a llorar reprimiendo los sonidos... Cristo. Una odisea. Por eso se me tensó el rostro, y tenía la piel roja de impotencia, pero lo segundo se camuflajeaba con la luz del semáforo. Estaba pétrea, en serio, y no poder moverme me hacía ver aún más miserable. Entonces Mick dijo algo, pero esta es la cosa: no recuerdo con exactitud algunas cosas de esa noche, entre ellas lo que él dijo en ese momento. Pero sé, sin embargo, que fue algo así como: «¿Estás llorando en serio?». Sé que esa elección de palabras suena grosera, pero tenías que haber escuchado la entonación. Jesús, ese chico estaba asustado. «Mira, no llores en mi auto». Podías darte cuenta de que no sabía qué carajo hacer para que yo parara de llorar. «Deja de llorar, Beverly. Cristo. Mira...» e hizo una pausa mientras daba dos cruces continuos y salimos de la calle donde vivían los Richman. «Mira», continuó entonces. «Quizá estoy equivocado. Muchas veces me equivoco. Quizá Terry Hughes sólo es torpe y no supo cómo invitarte apropiadamente por los nervios. No es tu baile de graduación, de cualquier modo. Sólo es el baile de bienvenida, así que estarás bien, ¿de acuerdo?». Pero no tenía razón. Púrpura Máximo no era sólo torpe, y no estaba sólo nervioso por invitarme. Yo era su plan B, o algo así. No era nada especial.
Como fuera, no paré de llorar. En serio no podía. Entonces pensé en la gente que se muere de tristeza, y me sentí aún peor. Pensé que moriría en el auto de Mick Marvin, porque comenzó a dolerme el pecho y tampoco podía parar de temblar. Estaba muy tensa, a decir verdad, y Mick seguía tratando de consolarme con su discurso de que todo estaría bien. Se le veía bastante frustrado, y nervioso, y desesperado. Sé que lo estaba porque llegó al punto de repetir las mismas cosas, una y otra vez, pero en articulaciones lingüísticas diferentes. Con sinónimos y esas cosas, me refiero. Recuerdo que entonces paré de llorar de la nada, pero mi cuerpo seguía actuando como tal. Pensé que se me acabaron las lágrimas o algo por el estilo, y volví a pensar en la gente que muere de tristeza, y me sentí aún peor.
De pronto el auto se detuvo, pero no estábamos en la escuela. Estábamos en el estacionamiento de Sammy's.
Yo no se lo diría a Mick Marvin, pero la decisión de ir al baile ahora me parecía la más miserable que tomé en el año al sólo imaginar la idea de someterme a un festival de estímulos que ya no estaba en condiciones de afrontar, y lo mismo pasaba con Sammy's. Mick recién se había estacionado y las luces azules y blancas del cartel publicitario me encandilaron los ojos. No quería entrar. Siempre olía a jamón y especias y las mesas siempre estaban pegajosas; pero llegué a la conclusión de que Mick de algún modo me leyó los pensamientos cuando sólo me preguntó:
—¿Cuál sándwich te gusta?
Y fue silencio mientras esperaba sola en el auto a que Mick llegara con mi sándwich de pollo con extra de aceitunas negras, por favor, y una línea de mostaza y kétchup pero no de mayonesa. Durante el proceso, no fui capaz de mantener las manos quietas. Hacía piernas de dedos y las ponía a caminar por el marco de la ventanilla con la mano derecha, o me daba palmaditas a los costados de los muslos al ritmo de alguna canción que se reproducía en bucle en mi mente desde la mañana. La guantera estaba cerrada con llave, y lo descubrí fisgoneando, pero de la misma forma fue que encontré los lentes de sol de Mick metidos en el posavasos. Ponérmelos fue inevitable. Te juro que nunca hago esas cosas, como tomar las pertenencias de los demás o fisgonear en sus autos, pero estaba demasiado inquieta. No lo justifica, de igual modo, pero lo explica. Recuerdo que los lentes estaban fríos y de alguna manera olían a lo que suponía que era el sudor del puente de su nariz. Eso era tal vez lo más de cerca que alguna vez olería a Mick Marvin, pensé. Eran unos Wayfarer, de Ray-Ban, pero yo sólo los conocía como «las gafas de sol de Tom Cruise en Risky Business».
Tuve, allí y entonces, una sensación inusual, mucho más penetrante que un escalofrío pero tan ligera como la brisa de las nueve en el momento que observé a los trabajadores de Sammy's decorar la puerta de la entrada con telarañas falsas. El otoño estaba a flor de piel en el pueblo a través de la ventanilla, y los pueblerinos comenzaban a alistar los preparativos para el mes entrante. En Merry Hills, octubre era sinónimo de Halloween, y el pueblo se volvía una pequeña ciudad de horror durante los treinta y un días del mes entre decoraciones escalofriantes, sobreproducción de calabazas y confecciones de disfraces.
Y aquello, no obstante, implicaba también el sexto aniversario del incidente de la casa del árbol.
De pronto el auto se sintió demasiado pequeño para mí. Consideré la idea de que se estuviera extinguiendo el oxígeno.
Me quité las gafas, las devolví a su lugar, y respiré hondo. Básicamente, fue todo lo que hice durante el resto de la espera: respirar hondo. Sino, te juro que habría enloquecido allí mismo. Habría arrancado el auto y lo habría estrellado contra un poste o una mierda por el estilo; pero Mick regresó como quinientas horas después, estimo, sosteniendo dos bolsas de papel con el logo de Sammy's estampado por ambos lados, y dos bebidas en una bandeja en la otra mano. Fruncía un poco el ceño por el resplandor del letrero dándole en la frente, y tuvo que tocar la ventanilla con la bolsa para que yo me percatara de que necesitaba ayuda para abrir la puerta.
Recuerdo lo mucho que me espanté cuando vi que había pedido para él un vaso extra grande de Mountain Dew. Digo, uno no puede tomar tanta Mountain Dew y no tener problemas cardiovasculares o gastrointestinales. De cualquier modo, mientras comíamos en el auto, me preguntó si aún tenía ganas de ir al baile. Todavía no sé de dónde me salió responderle que sí.
Resolví que tal vez iría a patinar por los pasillos una vez que Mick me dejara en la escuela, y trataría de escabullirme en la biblioteca, y básicamente fue lo que hice. O algo parecido. Le agradecí por el sándwich antes de despedirnos, por cierto. Soy una persona bastante agradecida, siempre lo he sido. A veces me da pena de mí misma, porque tiendo a dar mucho las gracias, pero a la gente mayor parece agradarle mucho que lo haga. A la gente mayor siempre parece agradarle cuando los jóvenes tienen presentes los buenos modales, porque creen que la juventud está perdida o algo por el estilo. Te juro que los viejos pueden ser igual de raros que los adolescentes.
Antes de bajarme, sin embargo, me eché un vistazo en el retrovisor y fue entonces cuando descubrí el borrón de carboncillo en el que se había convertido mi maquillaje.
—¡Por amor a Cristo, Mick! —le reclamé— ¿Ibas a dejarme ir al baile luciendo así?
—¡Pensé que así se supone que querías verte! Uno no puede andar por ahí criticando el maquillaje de una chica. Prácticamente es como zambullirte a un tanque de tiburones...
Suspiré, al tiempo que cogía mi walkman.
—Gracias por el aventón —le agradecí una vez más, con la manilla de la puerta en mano y un tono ligeramente reacio—. Te veo en la escuela.
Antes de ir y deambular por ahí, recuerdo que pasé frente a la entrada al gimnasio, donde el baile estaba en su apogeo. Había personas en el pasillo, pero no me fijé mucho en ellas. Sólo recuerdo a Andrea Dunne, porque a su vestido le faltaban varias lentejuelas, y a un chico cuyo nombre nunca puedo recordar porque es alemán o una cosa así, pero lo recuerdo porque tenía las gafas empañadas y una chica estaba dibujándole corazones con los dedos en los cristales. Era tierno, de cierto modo. Pensé en lo lindo que sería que alguien me empañe las gafas para dibujarme corazones con los dedos, incluso si luego me entorpece la vista. Creo que lo dejaría pasar si es alguien que me gusta lo suficiente. No uso gafas, de cualquier forma. También, en ese momento, salió un profesor del segundo año, asumo que parte del comité, y mandó a todos a entrar, incluyéndome a mí, pero le dije que yo ya iba de salida, así que no me fastidió al respecto. Andrea Dunne estaba sola, por cierto, y se veía algo mosqueada. Parecía estar esperando a alguien, pero no lo sé, porque para serte franca no le presté mucha atención a nadie.
La cosa es que, cuando el profesor y los demás entraron de vuelta al baile, yo seguí patinando por los pasillos, pero sólo por los que aún albergaban alguna iluminación. Uno de ellos era el de los baños, y había un chaperón vigilando la entrada porque los adolescentes no son sólo raros e intimidantes, sino también hormonales como la mierda, pero no tuve problemas para entrar. Sólo di mi nombre, y la mujer, quien asumo que era madre de algún estudiante, lo anotó en la lista del baño de chicas. Cuando entré me pregunté cuál se supone que era el motivo de esas listas. El caso es que me vi en el espejo, y lo primero que noté fue que aquella iluminación me desfavorecía el doble. Había olvidado lo mucho que lloré en el auto de Mick.
Me lavé el rostro sólo con agua, pero no logré mejorar mucho mi aspecto. La cosa es que me rendí cuando entendí que lo que necesitaba eran toallas húmedas, y me pregunté por qué Mick Marvin no me había dicho lo mal que lucía, y por qué no me había ofrecido una toalla húmeda del botiquín de primeros auxilios, porque sabía que las tenía. Tal vez sólo no le gusta ir por ahí opinando del aspecto de las chicas, como dijo, lo cual es entendible, pero no pude evitar sentir que sólo estaba siendo el bastardo de siempre para compensar que fue amable conmigo. Digo, uno tampoco va por ahí aplastando calabazas ajenas, y él lo hizo, de cualquier forma. Luego me sentí mal por juzgarlo basándome en quien era hace cuatro años, porque yo también he cambiado mucho en comparación a hace cuatro años, así que sólo lo dejé ir.
Salí del baño, pues, con todo el cabello alrededor del rostro húmedo, incluido el fleco, pero no me sentí fea. Si te soy sincera, en el último vistazo que me di antes de irme me sentí como una estrella de rock y todo. No me veía sucia. Me convencí a mí misma de que así lucía Stevie Nicks en vivo, y eso quizá lo cambió todo. No obstante, fue entonces cuando sucedió algo feo. Me refiero a algo muy, muy feo, cuando pasé de nuevo por los salones paralelos al gimnasio en el camino hacia la biblioteca. Había un chico en uno de ellos, y estaba teniendo un ataque de pánico o algo así, porque recuerdo que tenía la camisa desabotonada y se sostenía el cabello imperiosamente con una mano mientras caminaba de un extremo al otro del salón. Sostenía un libro con la otra. Entonces miró a través de la ventanilla de la puerta, y, por ende, me miró a mí mirándolo, y no me vas a creer quién era. Voy a decírtelo de cualquier modo: era Púrpura Máximo.
La verdad es que no me sentía con ánimo para lidiar con alguien llorando, hasta que recordé que incluso un bastardo como Mick Marvin tuvo la decencia humana de lidiar conmigo cuando yo estaba llorando, y no podía permitirme ser peor que él. Aunque no es como si eso midiera qué tan bueno es alguien, ahora que lo pienso, pero en ese momento no lo pensé así, así que no vacilé mucho y entré al salón. Grave, grave primer error.
Hacía más calor que afuera, de modo que lo primero que hice estando adentro fue quitarme la chaqueta. Ese fue el segundo error. El tercero fue acercarme y preguntarle qué sucedía, si estaba todo en orden, y cómo se sentía y por qué estaba allí encerrado, solo. Fueron demasiadas preguntas. Te juro que no tenía idea de qué hacer cuando alguien lloraba, y comencé a entender el desespero repentino de Mick Marvin, pero luego me di cuenta de que Terry no estaba precisamente llorando. Sólo daba esa impresión porque estaba muy, muy turbado.
La cosa es que no respondía nada, y yo estaba comenzando a incomodarme más que desesperarme porque de repente se sentó en uno de los pupitres, y me dijo:
—¿Sabes? Tenías razón.
Y yo le dije:
—¿Sobre qué?
Y él me dijo:
—Todas tienen una cita.
Y yo me senté en el pupitre de al lado, porque sentí como que sólo necesitaba conversar o desahogarse. Cuarto error, sin embargo, porque luego fue cuando la cosa comenzó a ponerse verdaderamente fea.
—¿Te gusta leer, Beverly?
Le dije que sí. O sólo asentí con la cabeza. No puedo recordarlo muy bien. Lo siguiente fue que cogió el libro que al parecer estaba leyendo, y lo abrió frente a mí. Rabia, de Richard Bachman. Señaló con el dedo una frase subrayada con lápiz de grafito: «—Ya está, Ted —le dije—. Tu gran oportunidad, muchacho. No lo arruines. Amigos, este chico va a bailar delante de sus propios ojos».
Luego se sacó un revólver del pantalón.
—Ya sabes —comencé a decir. Cristo. En serio estaba nerviosa—, parece que Richard Bachman en realidad es el seudónimo de Stephen King. Lo leí en algún sitio el otro día.
No sé por qué mi instinto fue fingir que no se había recién sacado un arma de fuego del pantalón. Comencé a sentirme mareada de pronto, cuando me di cuenta de lo mucho que me estaba mirando el pecho.
La verdad es que no sé si pueda contar el resto, en parte porque no lo recuerdo muy bien, y en parte porque no me gusta hablar al respecto. Nunca hablé con nadie al respecto. Terry Hughes me tuvo allí como rehén durante el tiempo suficiente para hacerme llegar cuarenta y siete minutos más tarde de lo que le había prometido a papá, hablándome del libro y del protagonista, Charles. El trato que hicimos fue sencillo, de cierto modo. Primero me dio esta charla de lo frustrado y triste que le ponía la idea de tener que dispararle a los chicos que sí tuvieron los huevos de invitar a las chicas que a él le interesaban al baile, y lo decepcionado que lo había puesto el sentir que yo lo había dejado plantado, porque tenía buenos pechos para ser tan pequeñita. Eso fue exactamente lo que dijo. Así que el trato que hicimos fue sencillo, de cierto modo. Básicamente le permití besarme y tocarme por debajo del vestido a cambio de que no convirtiera el baile de bienvenida en una masacre. Pero no me gusta hablar al respecto. En serio no me gusta. No quiero que pienses mal de mí, como que soy asquerosa o algo por el estilo, porque eso piensa la gente de las chicas que permiten que las besen y las toquen por debajo del vestido. Pero tampoco quiero que sientas pena por mí debido a esto, porque yo ya siento suficiente pena por mí. Realmente la siento. Sólo espero que Michelle no piense que soy asquerosa, porque fue ella quien nos encontró e intervino antes de que Terry pudiera terminar de bajarme la ropa interior. Me da miedo pensar en qué habría hecho si ella no hubiera llegado, porque de cualquier modo estaba demasiado asustada como para refutar si él decidía torcer las reglas del trato a su favor; pero también me da miedo pensar en qué habría sucedido si yo le hubiera dicho a Mick que me llevara a mi casa. Ya ves, es por eso no hablo cuando no me preguntan. No debí haberle dicho nada a Terry el día del partido.
Recuerdo que cuando Michelle entró, yo ni siquiera me había dado cuenta en un principio. Es que estaba mareada, y creo que incluso estaba viendo algo borroso. Además, Terry era un grandulón, y su torso abarcaba al menos el ochenta porciento de mi campo visual. Recuerdo también que la placa con el nombre del profesor al que le pertenecía el escritorio se me estaba clavando en el trasero, y que me percaté de que Michelle había entrado porque la escuché susurrar gritando «¡¿Qué diablos, Terrence?!». Allí aprendí que el nombre de pila de Terry era Terrence, y que Terry era sólo un apodo. Supongo que era de esas personas cuyos apodos se vuelven como sus nombres de pila.
Como fuera, ahora Michelle estaba ahí, y cuando susurró/gritó fue que Terrence dejó de besarme tras la oreja y la apuntó con el arma que, por cierto, no soltó en ningún instante. Entonces Michelle discutió con él durante un momento que se sintió como horas, y ahora ambos estaban susurrando/gritando mientras la placa del profesor se me clavaba en el trasero. Juro por Dios que sentí que me desmayaba. Creo que estaba llorando, también. Luego, de algún modo, llegaron a un acuerdo o algo por el estilo, porque Terrence bajó el arma y escuché la puerta cerrarse de golpe. Pensé: «Es todo. Me voy a desmayar». Pensé: «No puedo desmayarme. No a solas con este neandertal». Y también pensé: «¿Michelle se ha ido o sigue en el salón?». Luego sonó la alarma contra incendios, y Terrence maldijo golpeando el escritorio con el revólver, y me dijo algo así como «súbete las malditas bragas y desaparece» y «recuerda que calladita te ves más bonita» y otras blasfemias antes de dejarme allí sola. Lo último que recuerdo es a Michelle llevándome a casa con su cita. En realidad, no estoy segura de si las cosas sucedieron en ese orden preciso. Es sólo como lo recuerdo.
Cuando Mick y yo comimos sándwiches no fue en un plan romántico, tampoco, por si eres tan curioso como yo y te lo preguntas también. Fue sólo agradable, e incómodo de a momentos porque tenía esta persistente sensación de que estaba siendo tan amable conmigo por lástima. Y ya sabes que a mí no me gusta dar lástima. Tampoco me gusta que hagan cosas por mí por lástima. Como fuera, no estaba segura de cómo se supone que debía tratarlo el lunes en la escuela. Digo, era un año mayor que yo y todo, así que no compartíamos ninguna clase, pero estaba el receso, y las horas de entrada y salida, y solía toparme con él muy seguido. Entonces no estaba segura de cómo se supone que debía tratarlo, ni a él ni a Terrence ni a Michelle, así que decidí esperar a ver cómo me trataban ellos, y luego yo sólo los imitaría, si me sentía en el ánimo para hacerlo. La cuestión es que, aunque no estoy segura de cómo, me las arreglé para bloquear aquel recuerdo de mi mente durante mucho tiempo; pero comenzó a afectarme seriamente mucho tiempo después. En aquel momento, mi mayor preocupación era cómo se supone que debía tratarlos de ahora en adelante, y que nadie descubriera que había robado una botella de un vodka muy barato del Westside Supplier. Fui al Westside Supplier esa noche, por cierto. Decidí hacerlo cuando llegué a casa y encontré a papá dormido. La verdad, me sentí un poco triste de que no se haya quedado despierto esperándome, pero no me permití acongojarme. Recuerdo que las piernas me dolían como los mil demonios por lo mucho que había patinado ese día y los anteriores, pero sólo me dolían cuando estaba quieta. Eso es gracioso. Cuando patinaba no sentía ninguna molestia, así que cogí las llaves y me fui al Westside Supplier, y me robé una botella de un vodka muy barato. La robé porque no tenía nada de dinero, y la escogí de ese precio porque de por sí robar está muy mal. Fue más fácil de lo que pensé, si te soy franca. Sólo la cogí y la abrí y salí del lugar. Nadie se percató. Al menos, eso espero. Luego regresé a casa, y cuando me desvestí y me di un baño para quitarme la saliva seca de Terrence del cuerpo, me percaté de que tenía un chupetón en el seno izquierdo y un moretón muy feo en el trasero, donde tuve clavada la placa del escritorio.
Lo he estado analizando, por cierto, y me di cuenta de que es lo mismo que he hecho con la mayoría de las personas que conozco, eso de condicionar mi trato con ellas al suyo conmigo. Digo, es lo mismo que hice con Frances y Benedict, sólo que esta vez me hice más consciente de ello. La verdad es que casi nunca estoy segura de cómo se supone que deba tratar a nadie, y me preocupaba estar siendo una persona muy complaciente, aunque sólo hice lo que pude con las herramientas que tenía, las cuales se limitaban a un psicópata con un revólver que quería tener sexo conmigo o volarles los sesos a un cúmulo de estudiantes, y con muy poca flexibilidad de negociación. Lo siento. Sé que no se supone que uno llame psicópatas a los adolescentes, pero te juro por Dios que son tan raros...
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