XII
A pesar de la prisa que teníamos para partir a Inglaterra, no pude hacerlo de inmediato debido a que caí enferma. Mi fiebre subió a 40° y se mantuvo así durante dos días. Afortunadamente, ya no estaba recluida en los calabozos; en su lugar, me encontraba en una pequeña habitación destinada a los empleados de la mansión. Una señora se encargó de cuidarme y fue ella quien me asistió durante los cuatro días que permanecí en cama.
La mujer no era amable, pero tampoco indiferente. Simplemente cumplía con su deber y nada más. Para mí fue un alivio poder finalmente disfrutar de una noche completa de sueño. Había acumulado mucho cansancio y fatiga.
En la mañana del quinto día, mientras desayunaba, mi captor entró bruscamente con un portazo. Había pasado casi una semana sin verlo, y eso me había hecho muy feliz. Sin embargo, tenerlo frente a mí me ponía de los nervios.
—Salimos en una hora. —Decretó y lanzó sobre la cama una bolsa de plástico.
—Entendido. —Murmuré, dejando a un lado la bandeja con los restos de mi desayuno, y tomé la bolsa.
Dentro solo había ropa.
—No tardes. —Concluyó y, luego de verme por unos segundos más de los necesarios, salió.
Yo suspiré y me puse de pie para cambiarme lo más rápido posible.
Durante los días que estuve enferma, tuve tiempo libre para pensar. Recordé el tiempo que pasé con mi secuestrador en Australia y luego todo el recorrido hasta llegar a Francia. Me di cuenta de que el día que casi fui electrocutada, él era diferente. En realidad, no era algo que me importase, pero al verlo de nuevo, surgieron sentimientos de familiaridad que en ese momento no había percibido.
Tal vez estaba delirando. ¿Familiaridad con un tipo que me secuestró y casi me tortura? Debía ponerle un límite a mis fantasías.
Al salir, ya cambiada, dos hombres que hacían guardia en la puerta se voltearon para mirarme y uno me pidió que lo siguiera. Salimos del anexo de los empleados y, afuera, había un auto en espera. Subí al coche con el rubio a mi lado y nos pusimos en marcha.
El trayecto se desarrolló en un silencio total, y quizá porque habían pasado varios días sin vernos, no me sentí tan nerviosa. Su falta de palabras me llevó de vuelta a la cita que tuvimos y el sentimiento de familiaridad brotó de nuevo. Lo miré de reojo y lo encontré impasible, con los brazos cruzados y la vista fija al frente.
—¿Qué? —Se volvió para mirarme cuando me demoré en su cara.
—Nada. —Murmuré y dejé de verlo.
Ninguno de los dos dijo otra palabra en todo el camino, ni en el viaje de avión. Fueron unas horas silenciosas y tranquilas. Incluso sentí que los guardias se contagiaron de nuestro silencio, ya que ninguno de ellos habló en todo el viaje.
Nunca esperé que mi regreso a Inglaterra fuese tan de repente y por circunstancias tan abruptas, ni imaginé que sería secuestrada por un mafioso francés y obligada a regresar a casa de mis padres debido a una absurda agenda. Cuando obtuve la información, pensé que se trataba de un estudio ficticio de crímenes o algo por el estilo, sin darme cuenta de que eran datos reales. Ahora enfrentaba las consecuencias de esa elección. No sabía si estaría a salvo para el final del día.
Cuando el avión privado aterrizó en suelo inglés, sentí un impulso abrumador de volver a llorar. Nunca había sido de nervios fuertes, y la situación me superaba por completo. El auto se detuvo justo frente a la puerta de la casa de mis padres, quienes seguramente se sorprenderían al verme.
—Espero no tener que recordarte lo que no debes de hacer. —Y el sonido de su arma siendo cargada anuló cualquier posible respuesta que pensaba darle.
Él abrió su puerta y bajó, y yo hice lo mismo. El viento levantó un poco mi vestido de flores. Cerré mi chaqueta, a pesar del calor del verano, porque sentía frío.
Miré hacia la esquina y vi una furgoneta negra con un grupo de hombres armados que nos habían seguido todo el camino, rezando para que no decidieran abrir fuego frente a mis padres. Tomé un respiro y, con pasos vacilantes, llegué hasta la puerta de la hermosa casa que me vio nacer.
La puerta fue abierta casi al instante, dejándome ver a mi madre con su cabello negro suelto y vistiendo ropa cómoda. Me puse tan contenta de verla, y tan aliviada, que no pude evitar ponerme a llorar cuando estuve en sus brazos.
—¡Hija! —Sorbí mi nariz y reí un poco por su efusibidad.
—Mamá.
—¡Pero, ¿cómo es que estás aquí?! —Tomó mi rostro entre sus manos, mirándome sin creerse que de verdad fuese yo — Ven, entra —Pasamos al recibidor y se detuvo a mirarme mejor—. Deberías de estar de vacaciones.
—Si, bueno. Hubo un cambio de planes. —Intenté verme lo más natural posible.
—Mariam me llamó —Me tensé—. Estaba preocupada porque me dijo que no sabía dónde estabas. Que te habías ido. Ni yo podía comunicarme contigo. ¿Cómo puedes desaparecer dejando solo un mensaje de texto? —Lo del mensaje me sorprendió, pero supuse que fue idea del rubio a mis espaldas.
—Ya estoy aquí. Estoy bien. Regresé por asuntos de trabajo. —Me inventé la mejor excusa que pude, deseando que resultara porque mi madre siempre pillaba mis mentiras.
—¿Y él quien es? —Miró a mis espaldas, y obviamente sabía de quién estaba hablando.
—Él es... es el nuevo editor. —Era el día que más había mentido a mi madre. Pero esta vez, muy contraria a las mentiras anteriores, alzó su ceja en mi dirección, y eso me dejó claro que no había logrado engañarla.
—¿Están saliendo? —Casi me ahogo con mi propia saliva por su pregunta tan... Dios, ¿cómo se le ocurría pensar eso?
—¡Mamá! —La detuve, mirando un poco asustada al rubio, que había entrecerrado sus ojos hacia mi madre. Mis alarmas se encendieron y, disimulando mi horror, me volteé a ver a la hermosa mujer que me dio a luz, quedando entre ambos por si a él se le ocurría darle un tiro.
—Mamá, no estamos saliendo. Es solo un compañero de trabajo que vino conmigo a buscar unos documentos que no me llevé cuando me mudé. —Su ceja, su maldita ceja avisándome de que mentía fatal.
—¿Desde cuando tus editores cobran tanto como para tener ropa y zapatos a medida, un reloj Patek Philippe y chofer? —Demonios, olvidé que mamá era diseñadora. Y, ¿cuándo vio al chofer?
—Mamá-
—Mi nombre es León Chevalier Gauthier —Su voz me tensó cada articulación y me volteé a verlo rígida. Era la primera vez que escuchaba su nombre—. Es un placer, señora Slorah. —Mi madre sonrió con todo y dientes, y yo vi la unión de sus manos como un pacto de muerte y no un saludo.
—Con que francés. —Dio el visto bueno y yo quería desaparecer— ¿Usted fue quien secuestró a mi hija de sus vacaciones en Australia? —El aire se cortó en mis pulmones. No podía respirar. Mis manos temblaban y el sudor frío bajó por mi nunca.
—Así es. —Aceptó sin problemas, con su cara de pocos amigos. Y sólo cuando mi madre soltó una risita hacia mí, me di cuenta del sarcasmo. Nadie estaba en peligro de muerte.
—Mamá. —Advertí para que dejara de soltar estupideces que nos pusieran un tiro en la sien.
—Está bien, está bien. Esperaré a que lo hagan oficial. —Mi vista viajó a León, ahora sabía cómo nombrarlo, y me relajé todo lo que la situación me permitía cuando vi que no se lo tomaba a pecho.
—Vengan, les prepararé té. —Sin esperar respuesta, nos guió a la cocina y puso a hervir agua.
Mis ojos no dejaban de mirar a León. Dónde se sentaba, dónde ponía sus manos, los escasos gestos en su cara, y la parte baja de su espalda, donde tenía el arma.
—¿Y papá? —Pregunté porque era fin de semana y normalmente estaba en casa.
Mi padre era profesor de inglés en la primaria.
—Hoy es sábado de pesca. Se fue con los amigos en la mañana. —Respondió, buscando las bolsitas de té y las tazas.
—Me alegro.
—Sí —Ella dejó el té listo frente a los dos y nos dio el azúcar y la leche por si queríamos—. Llevaba casi toda la semana planeando el día de hoy.
Mi padre es una persona bastante dulce y cariñosa. Se alegra con cualquier cosa y disfruta de lo que le da la vida. Ama su trabajo y a los niños. Orgulloso de su familia. Y de esas pocas personas a las que le cuentas tu vida sin conocerla.
—Entonces, León. —Su atención volvió a viajar al sitio equivocado. El hombre bajó la taza de sus labios y prestó atención a mi madre— ¿Vives en Francia?
—Sí. —Respondió sin más.
—¿Toda tu familia es de allá?
—Toda. —Volvió a tomar de su té.
—¿Qué edad tienes?
—Tengo 30 años.
—¿Y en qué trabajas? —Continuó con sus preguntas personales sin darse cuenta de lo cortante de las respuestas de León.
—Mamá —Debía hacer algo antes de que lo sacara de quicio—, no cre-
—Trabajo en la industria hotelera. También en la de préstamos. Tengo viñedos. Y comercializo tabaco. —Respondió. Al parecer hoy era el día mundial de mentirle a mi madre.
—Eso suena estupendo. —Se emocionó— ¿Y decidiste ir de vacaciones a Australia?
—A Australia fui por cuestiones de trabajo. —Y me miró.
—Sí, imagino que has de estar siempre ocupado —Tomó de su té—. León, ¿en tus planes futuros está tener hijos? —Tosí, tosí porque en verdad me atraganté con el té.
—¡Mamá! —Dije como pude, y tomé la servilleta que me pasó.
—No, no es mi deseo tener hijos. —Continuó él, como si en verdad hubiésemos venido a tomar el té con mi madre para una presentación formal.
—¿Por qué? ¿Tus padres que dicen de eso?
—¡Mamá! —La charla debía acabar, el ceño de León se había juntado— De verdad estamos aquí para buscar algo. ¿Dónde dejaste las cajas que no me llevé cuando me fui?
—Las pusimos en el sótano —Sedió a dejar el interrogatorio, y León continuó con su té—. Puedes bajar a por ellas —Me puse de pie para encaminarme, con mi taza de té dejada a medio tomar—. León, ¿te quedas a charlar conmigo mientras esperamos a Isabella?
—¡No! —Salté como un resolte— No, León va a ayudarme a buscar. —Y lo miré con súplica para que me siguiera.
—Si, debo ayudarla a buscar. —Se puso de pie, dejando el té a un lado, y suspiré internamente. Era peligroso dejar a mi madre tomando el té con un mafioso que me tenía bajo amenaza... y secuestrada.
—Está bien, luego hablaremos —Salió de detrás de la barra y camino a las escaleras—. Estaré arriba, haciendo lo que se hace los sábados, descansar —Mientras subía y, antes de desaparecer, soltó una sugerencia—. Tendré la puerta cerrada. —Y quería pegarle.
Miré a León incómoda, pero él estaba imperturbable. Decidí dirigirme al sótano para encontrar de una vez por todas su maldita agenda y terminar con toda esa tensión. No podía seguir así.
Descendí por las escasas escaleras y encendí la luz. Muchos estantes, repletos de cajas y otras pertenencias, ocupaban el reducido espacio del sótano. A pesar del polvo, todo estaba sorprendentemente ordenado; una clara señal de que mi madre se había encargado de ello.
Antes de comenzar a buscar la agenda, me giré hacia mi captor y, con un respiro, decidí que mejor aclarábamos un par de cosas.
—Y-o quería hacerte una pregunta. —Él dejó de mirar alrededor y fijó sus ojos en los míos con esa insensibilidad que los caracterizaba— ¿Qué pasará después de darte la agenda? —En realidad no quería escuchar la respuesta, algo me decía que no eran buenas noticias, pero necesitaba salir de la incertidumbre.
—Dame la agenda y descúbrelo por ti misma. —Iba a protestar, pero se me hizo un enorme nudo en la garganta.
Sabía que se estaba burlando de mí. Él sabía que no podía hacer nada, que estaba en sus manos.
Me giré lentamente hacia las cajas y me agaché frente a una pila de ellas, tomé la primera y la abrí. No había ningún documento; en su lugar, la caja estaba repleta de pelotas. Pelotas de tenis, de béisbol, de voleibol y de playa. La visión desencadenó recuerdos de tardes de juego con mi padre, y no pude evitar esbozar una sonrisa.
Sin embargo, la sonrisa desapareció en cuanto sentí al francés inclinarse a mi lado. Mis nervios se dispararon al tenerlo tan cerca, mi mente divagando en las mil y una formas en las que podría hacerme daño. Me alejé instintivamente, como si estuviera cerca de algo que quemaba.
—No quiero pasarme todo el día en este polvoriento sótano, así que apúrate en encontrar la agenda. —Asentí en silencio y sin mirarlo, cerrando la caja y tomando otra. Él se puso de pie de nuevo y se alejó unos pasos.
Inhalé profundamente en busca de fuerzas y abrí la caja, pero no encontré ningún documento; en su lugar, descubrí una colección de adornos que seguramente mi madre había decidido guardar. Cerré la caja y tomé otra, apresurándome para no poner a prueba la paciencia del rubio armado.
Después de terminar con las cajas del piso, repletas de juguetes, dibujos y disfraces de mi infancia, pasé al primer estante. Con tres niveles, comencé por el más bajo. La primera caja guardaba pertenencias de mi padre: expedientes de trabajo, papeles viejos y notas. Las demás cajas albergaban artículos de pesca, guantes de béisbol, mis antiguos patines, herramientas, un juego de bolos, un megáfono, una radio rota, mis zapatillas de ballet de la infancia y un sinfín de cachivaches, aunque nada de lo que estaba buscando.
Subí al siguiente nivel y bajé la primera caja, luego de acomodar el resto. En su interior encontré más de lo mismo: la antigua cámara de mi padre, discos, casetes, un reproductor; nada de lo que buscaba. Al cerrar la caja y levantarme para devolverla a su lugar, me di cuenta de la alta figura de León parada a mi lado.
—¿Todavía no la encuentras? —Miraba mis ojos con reproche y yo no supe que decirle.
—Son muchas cajas. —Me expliqué como pude y él miró los estantes.
—Apresúrate. —Mandó y volvió a alejarse cuando asentí.
Terminé mi tarea con el segundo nivel lo más rápido que pude, abriendo y cerrando cajas sin parar. Mis manos y hombros dolían, pero aún no había encontrado la maldita agenda. Al intentar coger la primera caja del tercer nivel, los problemas comenzaron. En primer lugar, no alcanzaba la caja, y en segundo lugar, tendría que pedir ayuda al hombre peligroso que me vigilaba.
Me giré en su dirección y lo vi recostado en las escaleras, con su arma en la mano, examinándola como si fuera algo extraño. La daba vueltas, la abría, la cerraba; prácticamente la desarmaba. Ver eso me hizo replantearme pedirle ayuda. No sería muy prudente acercarme cuando tenía la pistola en la mano. Decidí volver mi mirada al estante y llegué a la conclusión de que si ponía un pie en el primer nivel y me estiraba un poco, podría rodar la caja hasta cogerla.
Así lo hice, pero claro que no podía salir bien. La primera caja estaba llena de libros, y lo descubrí cuando, al intentar rodarla, se desfondó y muchos libros me golpearon los antebrazos al intentar cubrirme la cabeza. Cada impacto fue doloroso y sabía que me dejarían marcas.
Me puse de pie cuando el bombardeo de libros terminó y me encontré cara a cara con León, ya sin el arma en las manos. Observó los libros esparcidos por el suelo y luego posó su mirada en mí, como si me culpara. Tomó la mano que me frotaba el dolor, tratando de no quejarme, y me subió la manga de la chaqueta para examinarla. Las marcas rojas en mi piel por los golpes ya eran visibles. Retraje mi mano sin atreverme a mirarlo y escuché como resoplaba.
—Yo bajaré las cajas, tú recoge todo este desastre. —Aseveró y se puso a la tarea.
Mientras apilaba en un rincón los libros esparcidos, encontré algo que no veía desde hace mucho, mucho tiempo: mi libro de cuento favorito, La Bella y la Bestia. Observé sus tapas duras y amarillentas, y tracé las letras en la portada con el dedo, recordando las noches de mi niñez cuando llegaba la hora de los cuentos. Mis padres estaban aburridos de la misma historia, pero yo quedaba encantada de escucharla una y otra vez.
—Listo. —Salí de mis recuerdos con la voz de León y el sonido de la última caja siendo dejada a mi lado.
Observé las cuatro cajas que había bajado y me acerqué a la primera. Aparté el libro de La Bella y la Bestia a un lado; planeaba llevármelo cuando me marchara, y abrí la primera de las cuatro cajas. Reconocí al instante mis pertenencias. Mis libretas de apuntes, mis blogs, mi almanaque, mis carpetas, mis notas, todo. Llena de esperanza, saqué cada objeto hasta dejar la caja vacía, pero no encontré ni rastro de la agenda negra.
La preocupación comenzó a apoderarse de mí. ¿Y si la había perdido? Mi vida dependía de esa cosa con hojas, no podía habérselo llevado el viento. Miré a León con inquietud, para mi sorpresa, él también estaba sacando cosas de una de las cajas.
—Ese es uno de mis diarios. —Le dije al darme cuenta que la libreta rosa que tenía en la mano y que leía tan atentamente era mi diario de cuando tenía unos 11 años.
Él me miró y luego al desastre que tenía frente a mí.
—¿Nada? —Me ignoró y cerró la libreta, haciéndola a un lado.
—No. —Respondí en un hilo de voz.
—Espero que esto no sea una pérdida de tiempo. —Su voz fuerte me hizo sentir la amenaza.
—Juro que la dejé aquí, en casa de mis padres. Cuando me mudé no me llevé muchas cosas. Debe estar aquí, en alguna parte. Estoy segura de haberla empacado. Yo-
—Suficiente —Me detuvo de seguirme explicando. Levantó su vista hasta mis ojos, tirando otro de mis diarios a un lado—. No me importa nada de lo que dices. Solo quiero esa agenda. Y la quiero ya. —Yo asentí y, sin volver a verlo, abrí otra caja.
Como si la vida me diese un respiro y la suerte me sonriera, sabiendo que estoy a nada de recibir un tiro, la agenda de pasta negra y hojas blancas sin rayas apareció luego de retirar el primer cuaderno en la caja.
—¡Aquí está! ¡La encontré! —Me giré hacia él con la agenda en la mano y de verdad quería llorar por el alivio.
Él se inclinó y me la arrebató de inmediato, abriéndola y hojeándola deprisa. Yo sentí un alivio inexplicable. La aparición de la agenda significaba que todo acababa. Él se iría y me dejaría en paz. Yo podría seguir con mi vida y no volverlo a ver nunca. Todo regresaría a la normalidad y podría olvidar todo lo que viví esos días.
—Muy bien —Dijo, poniéndose de pie—, nos vamos. —Y ese "nos" se llevó todo mi alivio.
—¿Qué? —Volví a hacer una de esas preguntas de las que no quería escuchar respuesta.
—Ponte de pie, debemos volver cuanto antes a Francia.
—Espera, ¿debemos? —Él se detuvo frente a las escaleras y me miró.
—Sí. —Respondió como si fuese obvio.
—No —Casi empezaba a llorar. Se suponía que el desenlace era diferente—. Ya tienes la agenda, ¿por qué debo ir contigo? —Me puse de pie para mirarlo mejor.
—¿Desde cuándo te doy explicaciones? —Su rostro delataba que se estaba enojando y eso me hizo pensar si seguir con mi cuestionario.
—Yo... —Me tomé un respiro—. Yo sé que no estoy en posición de pedir explicaciones pero, por favor, deja que me quede. Te prometo que me olvidaré de todo esto. De ti, de tu nombre, de tu cara, de todo. Solo quiero seguir con mi vida normal y aburrida. No sé que más puedo hacer por ti. Ya tienes la agenda, ¿para qué más me necesitarías? —Él retrocedió y se detuvo frente a mí, casi invadiendo mi espacio personal. Lo miré sin ocultar ni una pisca del miedo que sentía y sequé la lágrima en mi mejilla con el dorso de mi mano.
—Creo que hay algo que no has entendido: Odio que me cuestionen. Y más si es una mujer que me ha hecho perder más que cualquier adversario en toda mi vida. Así que cállate, obedece y deja de darme más ganas de noquearte y arrastrarte afuera.
Cerré mis ojos para dejar de mirar los suyos y asentí. Me agaché para recoger el desorden, intentando no hacer tan evidente el hecho de que lloraba, pero me detuvo.
—No tenemos tiempo para eso. Nos vamos. —Tiró de mi brazo para ponerme de pie y mi rostro se contrajo por el dolor de los golpes que me dieron los libros antes.
—Espera. —Lo detuve y volví a agacharme para coger mi libro de La Bella y la Bestia. Él no había soltado mi mano así que volvió a tirar de mí en cuanto me erguí. Me contuve de quejarme por el dolor de su mano cerrada en mi brazo y subí las escaleras tan rápido como me exigía.
Pasó por la cocina y por la sala directo a la puerta principal y lo volví a detener.
—¿Puedo despedirme de mi madre? —Él me miró, luego miró su reloj y resopló antes de soltarme. No sabía porqué estaba tan apurado, todo en él era un enigma, pero le agradecí que me diera su consentimiento.
—Solo tres minutos. —Y corrí hacia las escaleras.
Mi madre hacia justo lo que dijo que haría, nada. Estaba tirada en la cama hojeando una revista de moda mientras se tomaba un batido de fresa.
—Ay, hija. Deberías de ver estos vestidos, son hermosos. —Se apresuró a decir en cuanto me vio.
—Mamá, me voy. —Puse de todo mi empeño para que la voz no se me quebrara ahí mismo y comenzara a llorar.
—¿Encontraste lo que buscabas? —Dejó su revista y batido a un lado para ponerse de pie frente a mí.
—Sí, estaba en una de las cajas. También encontré mi libro de cuento favorito. —Alcé el libro en mis manos.
—Por ti me se ese cuanto de memoria. —Reprochó.
Yo la miré con atención por unos largos segundos. Intentando memorizar todo de ella. Su cabello negro, sus ojos verdes y redondos adornados de arrugas casi imperceptibles, su sonrisa, su expresión cariñosa; quería memorizar todo. Podría ser la última vez que la viera y ese pensamiento me mataba.
—¿Isabella? ¿Qué sucede? ¿Por qué lloras? —Y no fui consciente de que mis lágrimas delineaban mi rostro hasta que me lo dijo.
—No pasa nada —Reí para que no se preocupara, y la abracé—. Te quiero mucho mamá.
—Awww. También te quiero mucho mi bebé. —Volví a reír por lo de bebé y besé su frente, que quedaba justo a mi altura.
—Hacía mucho que no me decías bebé. —Ella también rió y me volvió a abrazar.
—Ahora mi bebé es grande y ha decidido irse a Francia.
—¿Qué? —Mi sonrisa menguó un poco.
—A mí no me engañas, ¿a dónde más irías si no? Ya sé que te escapaste de Australia con el rubio de abajo —Movió sus cejas en sugerencia—. No olvides decirme cuando sea oficial.
—Mamá... —Estaba por explicarle una vez más que no era así, pero me contuve. Usaría eso a mi favor—. Está bien. Hablaré con León y la próxima vez se lo contaremos a papá.
—Ay, tu padre. Ya veremos como se lo va a tomar. —Rió y yo también.
—Estaré este tiempo en Francia, conociendo a la familia de León. Puede que no los pueda llamar muy seguido, explícale a papá. Intentaré volver lo antes posible.
—No, no —Me cortó—. Disfruta mucho tus vacaciones. Estoy felíz de que puedas compartirlas con alguien. Parece buen hombre, un poco serio, pero buen hombre. Cuando regreses espero que lo hagas comprometida.
—Mamá. —Resoplé. Se equivocaba en muchas cosas. León no era un buen hombre, tampoco iría a Francia de vacaciones, no éramos pareja y definitivamente no íbamos a comprometernos, pero mantendría la fachada con tal de que a mi madre no se le borrará la sonrisa.
—Solo bromeo, o tal vez no. Tú solo se felíz hija, te lo mereces. —La abracé y la apretugé entre mis brazos, rezando porque no fuese la última vez.
—Te quiero mucho mamá. Cuida de papá y dale un abrazo por mí. Dile que le quiero. Los veré pronto.
—Sí, sí. Yo le digo. Parece que te vas a la guerra y no de vacaciones. Anda, no hagas esperar más a León.
—Bien. —La solté, y con un último adiós, tragando todos mis pesares, salí de la habitación, encontrándome de frente con León.
♡📖♡📖♡📖♡
✨️Preguntas por las que Eu siente curiosidad:
1-Jajaja la madre de Isabella es un amor, ¿a que sí?
2-El francés misterioso por fin nos revela su nombre, ¿content@s?
3-¿Tienen algún consejo para nuestra hermosa Isabella?
4-¿A qué hora suelen leer?
🔺️Recuerda dejar un triángulo invertido si te gustó el capítulo🔻
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