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8. Avances

No venía nadie. Pasó media hora, y el aburrimiento y la ansiedad me tenía tronando los dedos. No era justo, en lo absoluto. Pero tampoco lo era estudiar ahí.

Una amiga de mi mamá fue quien me consiguió la oportunidad, fue quien apartó el cupo y en ese momento podía perder mi oportunidad de seguir allí. Había firmado un acta de compromiso al ingresar, solo salvado por mis calificaciones de años previos al 2023 y al puntaje del icfes, que de nada servía si lo iba a volver a hacer.

Suspiré y volví a mirar al reloj en una de las paredes. ¿Estaríamos aquí las próximas tres horas? No quería ni averiguarlo.

–Auch– siseó Daliah–, no me muerda– susurró.

Miau.

No me atreví a hablarle después de la discusión de antes, pero sí me sentí mal por ella. ¿Qué clase de amistad eres esa?

Miré tras de mí, unos ojos grandes y felinos se encontraron con los míos. No era fan de los gatos, pero no evitaba que me gustaran. Acostada en el piso con la mano de Daliah encima, la gata ronroneó en un intento por agarrarla. Luego se volteó en mi dirección.

Daliah se asomó para ver a qué estaba mirando su mascota y avanzó hacia mí. Era demasiado pequeña, cerca de ser recién nacida. Le puse la mano al frente y ella sola se acercó, dejó que le acariciara y siguió hasta mis piernas.

Daliah se levantó de su lugar, se mantuvo al otro lado de la mesa, también en el piso. Se acercó un poco, a una distancia prudente mientras jugaba con la gata.

–¿Cómo se llama?– Le pregunté dejando que me mordisqueara los dedos.

–Aún no tiene nombre.

–¿Hace cuánto la tienes?

–Desde hoy– fruncí el ceño y aclaró;–. Cuando venía de camino para acá escuché que estaba llorando en un parque y cuando fui a ver me di cuenta de que estaba en una caja sellada en la basura.

Miré a la gata a los ojos.

–Entre mi hermano y uno de los trabajadores de mi papá y yo la sacamos con unas tijeras que había en uno de nuestros morrales, pero no quise dejarla ahí. Y no ha causado problemas, por ahora.

–¿No ha cagado? ¿Ni orinado?

–Sí– admitió sentándose–, pero por suerte no fue en mi lonchera y fue en horario de receso. Además de que conseguí una bolsita de plástico cuando fui a comprar en La Lupa– la tienda que estaba al lado del colegio–, pero solo ha orinado y siempre fue en lugares apartados.

Asentí. Eso era ser afortunada.

–¿Y qué harás con ella?

–Si me dejan, quedármela.

–¿Qué dicen tus papás?

–Mi papá no suele dejarme tener mascotas y Nick es probable que se moleste si le ensucia la casa.

No supe qué más decir, o preguntar. Continué jugando con la gatita en mi regazo.

–¿Y usted? ¿Ha tenido mascotas?

–Tres.– Una tortuga a la que mi hermana le rompió su caparazón bañándola, un pez que mató mi hermano con cloro y un pollo que se me escapó.

Y no fue el único al que dejé escapar, mi hermana también tiene un pollito que se fue con el mío.

–¿Aún los tiene?

–No.

–¿Qué les pasó?

Como si ella también esperara la respuesta, La gata ladeo su cabeza. ¿De verdad debería contarle algo así a alguien que quiere una mascota? Yo en su lugar, me habría quitado el gato de encima.

–Se escaparon o completaron su ciclo de vida.

–¿Qué eran?

–La primera fue una tortuga llamada Tori que mi hermana quiso bañar y el chorro del agua hizo que se le dañara el caparazón, luego mi papá nos compró unos peces a mí y a mis hermanos, pero mi hermano limpió la pecera con cloro, y hasta ahí llegaron los peces. Y por último, mi hermana y yo teníamos unos pollos pero ambos se fueron, e imagino que no habrán vivido mucho después de eso… ¿Tú?

–No fue mío, pero hasta mis diez años mi hermano tuvo un perro, pero murió por causas naturales.

–¿Qué edad tenía?

–Doce años. Era un beagle– le agarró la cabecita a su gata–. Ella es un birmano.

Intentando agarrarse de la mano de su dueña, la gata terminó recostada a punto de morderla, aunque sus dientes no estaban tan grandes.

–¿Y tú cómo sabes?

–Me sé todas las razas de gatos.

–A ver– la reté–. ¿Cuántas son?

–Setenta y siete– contestó con seguridad.

–Dímelas.

–Siamés, kurilian bobtai, azul ruso, bombay, birmano– empezó a contar con los dedos–, balínes, británico de pelo largo, van turco, somalí, habana, bengalí, elfo, lykoi, persa, kohana…

Y cumplió. Con los setenta y siete, no podía corroborar si era verdad o era mentira, pero luego mencionó que también se sabía las especies de otros felinos, Así que empecé a decirle especies como león, pantera, jaguar… y pudo mentir perfectamente, pero se detuvo cuando le pregunté por los canes. Me dijo que solo conocía a felinos, y no muchos datos de otra especies.

Luego debatir con ella respecto así de verdad existía un gato elfo o gato lobo, y ella prometió enseñarme imágenes de que sí existían.

Pasamos rápido de un tema a otro, y admití que lo único que le podía diferenciar como ella diferenciaba a los gatos eran las películas de El Padrino. Luego un poco de nosotros mismos, sabía un poco por la primera vez que nos vimos —incluso nos burlamos de nosotros en ese momento— y por la locura de la armada de Daniel con el hermano de Daliah.

–Mira, no es que me sienta orgullosa de él– aclaró cuando hice referencia a cómo lo veían en el salón–, al contrario. Digo, está bien ser guapo, pero no aprovecharse de eso. Fuera de eso, la verdad no me molesta mucho lo que haga.

–¿No te gustaría que siente cabeza?

–Tengo otro hermano si quiero sobrinos, ya perdí la fe en Dante en eso. ¿Y usted?

–A mis hermanos ya los viste, cuando nos conocimos. Y la verdad es que mi hermano sí se acostaba mucho con las amigas de Vivianne. Bueno, mucho es exagerado, no es que se hubiera metido con todas, pero sí estaba en esas.

–¿Y usted no lo hizo?

–Con una nada más, y también se enojó, Pero no por eso.

–¿Y por qué, entonces?

–Porque mi papá me encontró con ella el cumpleaños de mi hermana.

Se llevó una mano a la boca.

–¿Y qué pasó después?

Pura vergüenza y show barato. De remate, los papás también estaban invitados a la fiesta.

–No mucho– supe por su mirada que no me creyó–, tú cuéntame algo, mejor.

–No, no cambie el tema.

–Cuenta y te cuento.

–Mmmm… no sé. De ese tipo de historias no tengo, sería horrible que me hubiera metido con los amigos de mis hermanos, por la diferencia de edad que tenemos.

–Eso es verdad– le concedí la razón–, pero eso no te exenta de otras anécdotas.

–Una anécdota, una anécdota… Cuando tenía entre cuatro y cinco años, le tuvieron que poner una malla a los balcones porque yo prefería no salir de mi cuarto por la puerta e ir directamente por el pasillo. Cogía una silla y me trepaba hasta el otro lado y ahí caminaba, como si fuera lo más normal del mundo, para llegar de mi cuarto al de mi papá. Hasta que mi hermano un día me vió y no encontraron otra solución más que ponerme una malla como si fuera un animal.

–¿Te creías un gato?

–De verdad, y ese balcón es alto me pude haber matado.

–Yo me tiré de un techo– admití.

–¿Cómo?

–En mi colegio antes había una señora que vivía justo al lado y que nunca nos devolvía las pelotas. Entonces, un receso estaba jugando con mis amigos y la pelota se fue hacia el otro lado y como yo sabía que no nos la iba a devolver me fui hasta coordinación, me volé clases esa vez.

–¿Y qué edad tenía?

–Como ocho años.

–Marcos– soltó sorprendida.

–Déjame y te sigo contando– parpadeó curiosa y se mantuvo atenta–. El caso es que en coordinación estaban las llaves de todo, y como la señora me quería mucho me dejó quedarme a hablar con ella y yo en un momento le pregunté sobre las llaves que utilizaban los de la limpieza. Porque resulta que había una puerta, que de hecho era una malla pero como de metal, que los señores de la limpieza utilizaban para limpiar el techo. Entonces a mí se me ocurrió esa idea, y fui en busca de las llaves.

–¿Y se las dio así nomás?

–No, tampoco soy tan bobo. Soy bobo como para ponerme en peligro pero no para planear cómo me pongo un peligro.  Yo nada más pregunté y cuando ella se distrajo en vez de irme a mi clase cogí las llaves. Las probé mil veces hasta que logré abrir la bendita puerta esa, que de hecho era transparente, y me monté en el techo y ahí mismo bajé. Resulta que la señora esa tenía una escalera en el patio y fue la que yo utilicé para volver a montarme.

–¿Y nadie se dió cuenta o qué?

–Claro que se dio cuenta, la señora esa me jodió a escobazos– todavía me daba coraje recordarlo–. Mi mamá fue y se armó su escándalo cuando se enteró.

–Marcos, si usted cayera del techo de mi casa, yo lo mínimo que le harían es joderlo escobazos. Si no es que me muero en un infarto antes.

–Pues ni modo, yo volví a subir con mi pelota y después me tocó firmar un acta y un reporte, pero a mí no me importó porque yo tenía mi pelota.

–Usted está loco.

–En un mundo de locos, es al cuerdo al que llaman loco.

–¿Y no lo castigaron?

–Mi mamá al final me cogió la pelota y se la donó a unos niños, dizque para que aprendiera. Y en el colegio me mandaron a hacer unas planillas y a hablar con la coordinadora, pero como la señora me quería no fue problema.

–Yo jamás he hecho algo en el colegio. Como máximo utilizo el teléfono en clases.
–Pero yo no me he dejado descubrir. Usted al contrario se dejó ver de todo el mundo.

–¿Y cuando pasó lo de la ventana del carro qué?

–Eso, no fue culpa mía. Pero sí fue culpa mía arrastrarlo a eso– asintió y mantuvo la mirada firme en la mía–. Y perdón por eso. Ya me había tardado en decírtelo.

–Pero meses.

Me fulminó con la mirada y le sonreí.

–¿Qué fue lo que pasó con el maletín?– Me preguntó.

–Hanna, ¿Quién más si no?

–Y los uniformes fue Carlos– no lo decía de mala manera, más bien parecía que se estaba recordando a sí misma todo.

–Y luego el tinte…

–Que fue Evan.– Miré a otra dirección. No podía echarle la culpa de todo al pobre Evan–. ¿O hubo otro involucrado?– Preguntó al ver mi expresión.

–Pues… sí fue idea mía.

–¿Le puedo dar un tope?– Me miró tal cual niña pidiendo dulce–. Suavecito.

–Okey–. ¿Por qué mierda acepté eso?

No sé esperó y me lo dió, duro y sin inmutarse.

–Con mi pelo no se juega, gran desgraciado.

–Es que íbamos primero a echarles tinte de spray fuera del colegio…

–Maldito.

– pero luego Josué también le encargó algo a la otra y le dije que encargara lo mismo más una pintura especial…

–Deme motivos para no empezar a velarlo, Marcos.

–Es ilegal y es penado– arqueó una ceja–. Además, no fue con intención de tinte, era una pinturita especial y ya. O sea…

–Marcos– se cruzó de brazos.

–Bueno, pero le cortaste el pelo a Evan, con eso ya…

–Debí contárselo a usted.

–Ni sin culpa te dejo cortarme el pelo.

–¿Y qué pasó con Hanna en el cumpleaños de Saúl?

–Nos puso laxantes y nos dijo que eran de sus postres.

–Perra esa– siseó.

–Y por burros, todos menos Daniel tuvimos diarrea. Así que la metimos en un baño lleno de mierda y le apareció una rata.

–Ay, Díos santo…– se llevó una mano a la boca.

–Pero eso ya no fue culpa nuestra.

–Pues no, pero tampoco fue mía como para andar aquí metida– se recostó contra la mesa–. Ya me cansé de estar sentada en el suelo, y peor aún, sin hacer nada y con una gata mordiéndome la mano.

Cogí al animal, y la acosté cerca de mí.

–¿No que amas los gatos?

–Sí, pero ahora falta que me la dejen quedar.

–¿Y por qué Hanna te hizo berrinche? ¿Fue por el regalo de Carlos?

–Sí, pero ella tiene que saber que Carlos es mi amigo desde tercero, y antes. Además de que siempre tiene un delirio nuevo sobre ella teniendo cachos, y fue por eso que llegamos a conocernos de la manera que lo hicimos. Y lo peor, es que a Carlos ni le interesa, y estoy segura de que puede que se haya visto con alguien, pero ya ha intentado dejar a Hanna mil veces y la loca todavía no reacciona.

–¿Y qué haremos cuándo sea la hora de la salida?– Acomodé a la gata. Me dolía el culo de andar ahí sentado y me acosté de una vez–. No creo que ella venga como la buena samaritana que es.

–No sé, pero lo peor es que hasta mi teléfono tiene– su expresión se volvió preocupada–. Mínimo tú sabes que Camilo te cuida el tuyo.

Ni siquiera para cuidar un objeto confiaba en Hanna.

–¿Y por qué te juntas con ellas si de igual no te gusta?– Se encogió de hombros–. Tienes a Zara y a Tiffany, ellas tampoco es que te dejen sola.

–Sí, pero… no sé.

El timbre de la salida se escuchó por todo el colegio.

–¿No le vas a decir nada cuándo salgamos?

–¿Y qué le digo?– Murmuró, más para sí misma, abrazándose las piernas–. ¿Que no me gustó y se vuelva a enojar? ¿O que voy a devolver el regalo o algo?

–En cualquier caso es desición tuya. Ya son cuatro horas aquí metidos.

–Y me muero de hambre– apoyó la frente en sus rodillas. Alcancé a ver una cicatriz pequeña en la rodilla izquierda, apenas tapada por el jumper café rojizo del uniforme y las medias blancas, que no le llegaban a la rodilla, parecida a un corte–. No almorcé nada más para que ella comiera.

La gata ronroneó y se acomodó a dormir a unos centímetros de mí. Ojalá yo tuviera esa tranquilidad.

–¿Cree que se den cuenta?– Preguntó levantando el rostro.

–Más bien, pensaran que nos fugamos.

–Mínimo Zara sabrá que hacer– me miró.

–Ajá– dije poco convencido–. ¿Y qué? ¿Es adivina?

–No, pero ojo de loca no se equivoca– me aseguró–, y desde sexto fue la primerita en venir a decirme que Hanna no era buena gente.

–Y luego está usted, que aparte de dejada, sorda.

–Sí, pero a ella no se le escapa una.– La miré incrédulo–. El punto es, confío en ella mi suficiente para saber que puede resolverlo todo como si nada.

–Ni que fuera el hada madrina– me incorporé.

–¿Cuánto quieres apostar?

–Veinte barras– acepté el reto.

–Pues veinte serán.

Tocaron la puerta.

–Daliah– me quedó la cara de bobo endeudado por veinte barras cuando ví a la hada madrina por la ventanilla.

Daliah se levantó enseguida hacia la puerta.

–¿Y ese gato?– Preguntó.

–Anda, y sí era verdad lo que usted decía– escuché otra voz femenina.

–¡Es mío!– Daliah respondió–. Es niña y me la voy a quedar.

–Si Simón la deja– puntualizaron Zara y Tiffany.

–Yo me encargo de eso.

–¿Cómo sabían ustedes dónde estábamos?– Pregunté parandome.

–Ya le explico– intentó abrir la puerta.

–Está  con llave– dijo Daliah–. Hanna nos dejó aquí y como no tenemos llave…

–Bueno, entonces voy por un cuchillo a la cafetería– le dió a Tiffany un objeto que no alcancé a ver-. Usted vaya contando la historia.

Daliah y yo cruzamos miradas.

–¿De verdad va por un cuchillo?– Cuestione.

Tiffany miró el camino donde había ido Zara, luego a nosotros. Hizo lo mismo, tan perdida como yo, un par de veces más.

–Creo que lo decía en serio– admitió–. ¿Cómo terminaron aquí?

–Cuenta tú primero– le dijo Daliah llendo por sus cosas.

La gata maulló cuando estuvo en sus brazos, y Daliah la acarició con cariño mientras volvía cerca a la puerta para escuchar a Tiffany.

–Usted sabe cómo es Zara– le dijo–, actuó por instinto y le arrancó su teléfono a Hanna cuando la vió con el– mostró el aparato con funda clara–, lo desbloqueó y rastreo tus audífonos hasta aquí.

La expresión Daliah parecía como si se le hubiera encendido un bombillo en la cabeza. Me miró con una sonrisa orgullosa, conciente de que tenía una deuda con ella.

–¿Y ustedes?

–Nos dijo que nos habían llamado, bueno, a Marc, a mí solo me pidió que la acompañara a hacer algo y, como tenía las llaves, aprovechó y cerró enseguida– hizo una pausa–. ¿Cómo fueron las clases?

–Hice tu exámen– admitió Tiffany. Quedé helado con esa declaración, ¿Cómo que hizo el exámen?–. Zara me convenció– se dirigió a mí– y ella hizo el tuyo.

Mierda, le debía la vida, casi.

–Cogimos hojas extra, pero yo no estoy muy segura– su tono bajó.

–No te preocupes– Daliah también bajo el tono de voz a uno más tranquilo, y le dió una sonrisa amable y cálida–. No tenías porqué, Tiff, pero gracias.

–Agradece que no pasaron lista, pueda ser que no diga nada el profesor, ni que lo noté.

Me quedé en silencio, aún asimilando la noticia. ¿Cómo podía agradecerle a Zara? No solo por el exámen, también por ingeniarselas como si nada. Tiffany miró a su izquierda y su expresión se volvió de espanto. Me pregunté qué vería de su lado de la puerta hasta que exclamó:

–¡¿Qué hace corriendo con eso?!– Quedé más mudo todavía al ver el machete de Zara–. ¡Se va a sacar un ojo!

–Casi me cuesta un ojo hacer que Juana me lo diera– dijo poniendo el machete en la abertura de la puerta.

–¡Zara Cecilia!

Pero ella estaba concentrada mientras Tiffany hablaba. Miré a Daliah, quien no parecía preocuparse. ¿Estaría acostumbrada a eso?

–Listo– Zara abrió la puerta minuto y medio después–. Son libres.

–Devuelve ese machete– le dijo Tiffany enseguida.

A Daliah se le pudo clavar el machete en el vientre, que no lo habría notado. Abrazó a Zara sin importarle los nervios de Tiffany al ver su falta de cuidado.

–¡Daliah, con cuidado! ¡Por amor a Dios, me van a matar!

Zara le respondió a Daliah rodeándola con su brazo libre.

–Ven, vamos a devolverlo– la soltó y cogió el morral de ella, a unos centímetros de la puerta, y se lo entregó. Luego se dirigió a mí–. ¿Vienes?

–Va– contesté avanzando cerca de ellas–. ¿Has visto a Camilo?

–Le entregó su celular a Carlos– respondió Zara, con Daliah y Tiffany agarradas de los brazos tras nosotros–, pero creo que se está escondiendo de Hanna en no sé dónde. Evan es quien tiene tu morral y dijo que estarían en casa de Daniel.

–¿Cómo la vas a llamar?– Escuché que preguntó Tiffany cuando me adelanté.

–Bueno, hasta mañana– me despedí.

–Hasta mañana– dijeron las tres.

–Cuídate– dijo Daliah con una sonrisa.

–Igualmente.

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