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7. Nuevo Comienzo

☀️DALIAH☀️

Aún habiendo tomado mi capuchino, hecho por mí, antes de salir, el cansancio de la noche anterior gracias a verme The Office con Dylan hasta tarde aún me perseguía cuando salimos de la casa con Sebastián al volante.

Zara había dicho que iba a irse en el transmilenio, así que nos dirigimos de una al colegio. La mañana era nublada y parecía indicar lluvias en la tarde, a veces me cansaba de eso, por esa razón no vimos necesidad de prender el aire del carro y bajamos las ventanas.

Para mí fue como un parpadeo, pero noté que había pasado varios minutos apoyada en mi puño cerca de la ventana cuando escuché un maullido. Dirigí mi vista al parque por el que estábamos al instante.

Siempre había amado a los gatos. De pequeña había intentado secuestrar algunos, pero mi papá los descubría siempre y me decía que no podía quedarmelos hasta que me ponía a llorar, pero eso nunca hizo que un gato se conservara a mi lado.

Presté atención buscando al animal antes de que el semáforo cambie y dejemos el parque atrás.

Miau.

Miré una caja moverse en un cesto de basura. ¿O lo imaginé? Ese maullido sonaba más a un sollozo.

Miau.

Sí se movió.

Miau.

Miré al semáforo. Faltaban treinta segundos para que cambiara, treinta segundos que me valieron un comino.

–¿Da-? ¡Daliah!– Me gritó mi hermano al salir del carro, al igual que Sebastián.

Salí con mis cosas directo al cesto de basura maloliente y lleno de desperdicios, el sonido se hizo más fuerte y cuando sujeté la caja se movió con brusquedad. Un conjunto de rabia y pesar me invadió al pensar en la maldad del culpable y deseé que un día sintiera lo que es retorcerse en la basura y asfixiarse dentro, tal como el felino.

La puse en el piso con la mayor delicadeza que pude, estaba sellada con cinta sin huecos ni nada para que pudiera respirar. Abrí mi morral con esperanza de encontrar algo, podía usar tijeras, pero tenía miedo de lastimarle. ¿Y si le daba en un ojo?

No había logrado nada cuando ví a Sebastián y Dylan acercarse a mí.

–¡¿Qué le pasa a usted, pedazo de loca?!–  Exclamó mi hermano–. ¡¿Y si el carro hubiera arrancado?!

–Es que está atrapado– dije mostrándole la caja.

–¿Qué está atrapado?– Me preguntó Sebastián con más calma.

–Se estaba moviendo, el gato. Y maullando.–
Miré la caja, ¿Y si se ahogó?–. ¿Lo puede sacar?

–A ver, vente– cogió la caja.

Dylan se pasó una mano por el cabello, pero se acercó enseguida al notar un maullido débil. Tomó diez minutos, tal vez un poco más, lograr sacarla. Era una niña, una muy sucia en su propio orín y popó, era tan pequeña, apenas un poco más que mi mano y temblaba asustada.

Dylan hizo una mueca al verme sosteniéndola y cubriéndola con mi suéter, aunque una brisa fuerte y fría me hizo estremecer después.

–Hay que llevarla a un lugar seguro– les dije.

–Bueno, pero no será ahora– contestó Dylan y al verme agregó;–. Digo, si es de la calle se va a saber cuidar sola.

–No puede tener más de cinco meses.

–Usted no es veterinaria para saberlo. Mira, tenemos clases, tiene dos exámenes y yo una presentación, pero lo mío es a primera hora, y no podemos llegar tarde.

–Dylan, falta media hora para entrar. Apenas salió el sol.

–Apenas salió el sol, pero aún son quince minutos en carretera para llegar, sin contar el trancón que hace.

Suspiré y miré a la gata arropada con mi abrigo, ahora sucio, pero no me importó. Yo misma lo limpiaría, y a ella también.

–No se va a quedar con la gata– me advirtió enseguida Sebastián–, ya sabe cómo son Simón y Nick con los animales.

Si se enteraban.

–Bien– accedí–. ¿Me puedo despedir?

Dylan cogió mi morral enseguida.

–Solo para que no se te ocurra llevártela.

–Desconfiado.

Pero no tomó en cuenta que la gata cabía en mi lonchera. Ni en que yo había movido todo de la lonchera al morral antes de que ellos llegarán.

Me escondí en el baño de primaria para lavarla de forma superficial con pañitos húmedos, por suerte no era muy escandalosa e intenté disimular el olor con un poquito de colonia. Al salir y dirigirme a mi salón, con una mano acariciándola dentro de la lonchera, me encontré con Zara.

Supo que ocultaba algo, pero cambié el tema al preguntarle por un tema más importante: su universidad. Siempre se interesó por las ciencias humanas pero su mamá no solo destruyó su tarjeta de identidad, la tenía que renovar porque para fin de año ya sería mayor de edad e iba a necesitar para el icfes, matrícula, en fin. Todo.

Estaba a punto de decirle que sí podía lograrlo todo cuando me interrumpió.

–¡Buenos días, gente bella!– Saludó  al salon–. ¡¿Listos para perder ciencias políticas?!

Evan se lanzó a Zara tan rápido que tuve que apartarme para que no me cayeran encima. Había recibido hasta cien mil pesos nada más para que pasara copias, de parte de la mayoría del salón.

–¡Desgraciada, por poco y no llega!– Exclamó.

Saludé a mis compañeras hasta llegar a mi puesto, donde dejé la lonchera, y luego a Tiffany, a quién también le pedían que le pasaran copia.

–¿Qué hubo?– Me acerque para darle un abrazo corto–. ¿Y ustedes?

–¡Daliah!– A Camilo se le iluminaron los ojos–. ¿Verdad que usted no me vas a dejar perder la materia verdad?

–¡Daliah!– Dí un respingo en dirección al grito.

Este no era el mejor ambiente para Mina. O Gretel.

Mejor no la bautices tú.

–¿Señor?– Miré a Carlos.

–Tome– acercó una bolsa de regalo dorada de patrones azules–, se lo debía.

Era un uniforme de volleyball nuevo, y mucho mejor diseñado. Pero mi parte favorita el «Daliah Jebet» escrito en la parte de atrás con la misma letra que el título de Harry Potter, y abajo de este «Ravenclaw» en cursiva, luego el número 07 además de un líneas de azul más claro desde el cuello hasta las mangas cortas parecido al de los uniformes de quidditch.

Le dí un abrazo al instante, feliz y emocionada de que se acordara de mi fanatismo por la franquicia de J. K. Rowling y le dije;

–Para su información, mi casa es Hupplepuff.

–Por ahora, será Ravenclaw.

Bueno, era mi segunda casa.

–¡A ver todo el mundo!– Exclamó Evan–.¡Los quiero a todos y cada uno en sus puestos! ¡Zara, tú vas a la mitad! ¡Y si la situación se pone crítica quien tenga que llorar llora!

Miramos a Evan, alterado y reubicando a todo el mundo. Empezó a darnos señas.

–Miren, esta es A– empezó a hacer movimientos diferentes acorde a las opciones–, B, C, D. Este es verdadero, este es falso, este es más de una respuesta, este no lo sé, Y esta es la señal para que Raúl finja epilepsia. ¡Nadie le ponga alcohol en la cara porque se le cae el teatro!

–Evan– dijo Raúl–, yo no sé si pueda…

–¡Tendrá que poder porque si no quién no va a poder sobrevivir en la calle seré yo! ¡De usted dependerá que no me corran de la casa!

–¡Yo no tengo epilepsia!

–¡Si pudo fingir un ataque cuando Rachel lo encontró con Ivanna va a poder fingir para que nos libren del examen a todos!

–Es diferente.

–¡Yo confío en usted! ¡No me falle porque te espero a la salida! ¡¿Quién es el del asma?! ¡Daniela, quítase de ahí porque ahí va Daliah! ¡Tiene mucha letra de doctor como  para que alguien se pueda copiar de usted!

–¡Daliah tiene la letra del tamaño de su estatura!

–¡Óyeme!– Me ofendí–. ¡Mínimo se me entiende!

–¿Y con ciencias políticas qué vas a hacer?– Preguntó Marcos.

–Poner la fé en Dios, y en Zara, como último recurso– se dirigió a ella–. Mire, reina de mi corazón y de mi vida, usted es la última esperanza que yo tengo– se agachó frente a su puesto–. Donde usted vaya, yo la sigo hasta el fin del mundo, pero como me haga perder ese exámen hasta allá la voy a mandar.

–¿Y si resulta que no me sé la respuesta y yo también pierdo?

–Hacemos suicidio colectivo en todo el salón. Pero yo no le voy a llevar otro exámen de ese profesor a mi mamá.

–Buenos días– saludó la maestra de física–. ¿Cómo va todo?

Me acomodé en el puesto asignado por Evan, atenta de cualquier movimiento de mi nueva felina. Por suerte, pasó todas esas horas hasta el receso dormida y fue cuando aproveché para revisarla bien y comprar una botellita de agua para poder dársela.

Además de tardar unos minutos en convencer a Juana de que me diera café. Siempre era lo mismo con ella; hablamos un poco de la vida, luego le pedía café y me recordaba que era solamente para los profesores, le prometía que sería la última vez y ella me recordaba los efectos negativos de la cafeína. Por último accedía diciendo que sería la última vez, pero yo regresaba siempre por un poquito más.

No maulló ni se quejó, a los primeros minutos de mis clases estaba dormida y luego solo volví a esconderme cerca de la biblioteca, un piso más arriba, dónde solo los de mantenimiento iban.

–Daliah– dí un respingo ocultando a la gata enseguida–. ¿Qué hubo? Te estaba buscando.

–¿Para?

Hanna sonrió.

–El profe Edgar me mandó a recoger unos exámenes de noveno y quería que me acompañaras– mi gata me devolvió la mirada desde la lonchera un momento y luego miré a Hanna y suspiré.

–¿No está cerrado?

–Pues no, ya no. Pero mañana sí lo estará. Ven.

Estaba rara. Tranquila.

–Okey.

No recordaba haberla visto tan tranquila desde antes que los del salón fueron casi envenenados por ella con laxantes. Me lo contaron después de que ella se fuera del cumpleaños de Saúl y a ella le hubiera aparecido una rata en un baño sucio donde la encerraron.

–¿Te gusta Harry Potter?– Me preguntó.

–Sí.

–¿Tanto como para emocionarte con un uniforme de Harry Potter dado por un hombre ajeno?

Ay, por Dios. Ese era un tema en el que no quería meterme, llevaba más años siendo amiga de Carlos como para que una relación falsa y esquizofrénica me quisiera alejar.

–Así cualquiera pensaría que soy una moza– le dije–. Él me lo regaló por los uniformes que daño.

–A mi no me dió nada.

–Entonces pregúntale a él– le respondí. Aunque me sentí culpable de echarle el diablo a Carlos.

–¿Por qué si la que debió rechazar el regalo eres tú?

–¿Por qué?– Le pregunté–. Tampoco es como que mi papá tenga que comprarme otro uniforme.

A decir verdad, me había costado un poco admitir lo que pasó, aunque omití ciertos detalles como lo de mi cabello. Pero mi papá llegó a la conclusión de que podía solo usar una blusa color azul y ya, de todos modos, era entre salones, no era buena en el deporte como para participar fuera.

–Hoy es el exámen de biología y sociales– otro nombre para llamar a ciencias políticas–, ¿Verdad?

–Sí.

–¿Sí sabes que no permiten faltas sin excusas médicas, verdad?

Llegamos al laboratorio de química. Era imposible abrirla desde dentro, tenía que ser desde fuera, pues adentro solo tenía un mango para empujar la puerta, en cambio afuera estaba la cerradura.

–Ven, vamos a recoger lo que le dije– abrió la puerta, la cual tenía una pequeña ventana que dejaba ver el interior, con una de las llaves del llavero con el escudo de Millonarios y un pequeño empujón–. Adelante.

–¿Qué vamos a hacer aquí?– Le pregunté.

El salón tenía millones de objetos en estantes, repisas y vidrieras en las paredes, un tablero grande en la pared del fondo, dónde un reproductor apagado apuntaba al momento de las clases y tres mesas grandes con capacidad de hasta quince personas y gavetas por debajo.

–Recoger unas cosas– me dijo viendo unos papeles en una de las mesas– de noveno, octavo… Oye, mira, esto es de tu hermano.

Me acerqué hasta ella, dejando la lonchera en el piso detrás de una mesa, ahí estaban algunos ensayos y exámenes de séptimo y octavo. No era difícil saber quién era mi hermano, no con nuestro apellido poco común. Eran carpetas de archivo, dónde con abrir el alambre de metal podías meter o quitar carpetas más pequeñas.

Sentí orgullo al ver la de Dylan, cuyos trabajos tenían una caligrafía en cursiva delicada y todo tenía una nota superior. A diferencia de mí, no le costaba mucho esfuerzo tener buenos resultados académicos, había sido el mejor desde siempre y, como hermana mayor, siempre me provocaba presumirlo.

–Disculpe, ¿Me presta un minuto?– Me preguntó Hanna–. Se me acabó el saldo y no tengo para comprar, pensaba en llamar a mis papás para que me transfieran al nequi.

–Claro– fuí a buscar el teléfono.

La puerta, que habíamos dejado semi-abierta con la llave, terminó de abrirse cuando apareció Marcos.

–¿Y el profe Edgar?– Preguntó–. ¿Saben dónde está?

–Ah, sí– dijo Hanna–. Lo suyo está en la gaveta de allá– señaló un mesón marrón. Vente.

Fruncí el ceño y los dejé aparte para coger mi lonchera, donde una dormilona me esperaba. Qué lindo sería vivir la vida así, nada más durmiendo y comiendo.

Había humedecido con agua mi almuerzo para que resultara suave para ella, aunque me moría del hambre.

–¿Me dan un momento para salir?– Preguntó Hanna con mi teléfono en la mano. Fruncí el ceño con un mal presentimiento–. Voy a hacer una llamada.

Salió, pero Marcos se dió cuenta de lo que planeaba cuando salió rápido y cerró la puerta. Intentó jalarla para evitarlo, pero Hanna tenía las llaves ahí mismo y cerró enseguida.

–¡Hanna!– Le grité.

–¡Hanna, care’ monda! ¡Abre la hijueputa puerta!

–¿Para qué?– nos miró por la ventanilla–. ¿Para que libren el exámen?

Marcos y yo nos miramos un momento y entendimos. Mierda, el exámen. Ninguno tenía excusa y él como becado no podía darse el lujo de no hacerlo.

–¡Hanna, por Dios, abre porque te mato!– Le grité–. ¡Hanna!

–¿Va a devolver el uniforme o no?

¿Cómo? ¿Todo por un maldito uniforme?

¿Después de que la cubrí incluso cuando me acusó de vandalismo? ¿Después de todas las estupideces que le he aguantado?

–Malparida de mierda– soltó Marcos golpeando la puerta–, ¡Ábrenos, hijueputa!

–¡Hanna, imbécil!– Se largó–. ¡Desgraciada de mierda!

Intenté pensar algo, cualquier cosa, pero había sido muy bruta y no podía llamar a nadie porque Hanna tenía mi teléfono.

–¿Tienes tu teléfono a la mano?– Le pregunté.

–Lo tiene Camilo– suspiró.

Miau.

No era momento, corazón. No era momento. Todo el día calladita y a buena hora decide maullar.

–¿Y eso qué fue?– Preguntó.

–No sé, creo que nada. Debe ser un gato de allá afuera que es escandaloso– arqueó una ceja–. ¿No tienes…?– Miré la puerta.

Maldita sea la hora en que fui hasta ahí.

Miau.

Miró por encima de mi hombro. Recé para que decidiera quedarse quieta, pero cuando me volteé a ver había volteado mi lonchera para salir.

Miau.

–No joda… ¿Eso es un gato?

–No, un tigre con enanismo– me acerqué a ella y la tomé en mis manos.

–¿Por qué trajiste un gato al colegio?

Miau.

Puede que eso signifique un «porque se le dió la gana» en gatuno.

–No es un gato, es una gata. La encontré y no podía dejarla en la calle.

–¿De la calle?– Arqueé una ceja. Era justo lo que le acababa de decir–. ¿Y tú qué haces trayendo animales de la calle?

–Bueno perdón. Ni modo que la dejara sola.

–Es callejera, sobrevive mejor que tú siendo el triple de pequeña.

–Lo hecho hecho está, no hay nada que hacerle.

–¿Y qué? ¿Nos quedamos aquí y ya?

–¿Tienes llave? ¿Tienes cómo abrir? No se te ocurrió traer ni el teléfono.

–Ay, perdóname– dramatizó–, debí consultar con mi adivino; Oye, Adivino, ¿Será que hoy será el día que me encierren y pierda un exámen?

Puse los ojos en blanco.

–¿Y crees que yo quiero perder?

–Con lo tranquila que te ves, parece que ni te importa.

–¿No me importa?– Sentí rabia solo de escucharlo–. ¿No me importa? ¡Discúlpame por no hacer escándalo y llorar! ¡Yo tampoco quiero estar aquí! Menos con una nota mínima por un maldito uniforme.

–Mínimo tú podrás recuperar– espetó enfadado–. ¿Qué será de mí si a tu amiguita no se le da por aparecer por su elfo que a cualquier bobo sigue?

Fruncí el ceño, ofendida y molesta. ¿Qué necesidad había de llamarme elfo?

–No sé, no se le debe hacer raro perder si ya perdió el año. Lo que me sorprende es que te hayan aceptado habiendo perdido lo más sencillo del mundo.

–Quizá vieron mucho lento y hueco barato barato y sin oficio por acá, que a la mínima bobada cree que descubrió el mundo.

–Entonces devuélvete a primaria– me acerqué a él–, insípido recochero, a ver si hay están los de su nivel, y si con ellos si consigues graduarte.

–Ni que fuera difícil pasar aquí, dónde cualquier bruto entra.

Él también me sostuvo su mirada, casi la bajé cuando noté la diferencia de estatura y la seriedad con la que se dirigía a mí.

–¿Lo dices por experiencia?

Miau.

Nos miró a ambos, atenta de cualquier palabra u otra acción. Él levantó la mano para señalarme y empezó a hablar tan rápido que casi perdí la noción de las palabras.

–Lo digo por tu amiguita estúpida que no sabe lo que es que la corrijan, menos va a saber lo que es ganarse las cosas, más con gente tan alcahueta– me recorrió de arriba a abajo con la mirada al tiempo que resaltaba cada sílaba con rencor– y tan sonsa como para no tener ovarios de decir ni mierda de sus mil y un burradas aunque se joda por bruta.– Espetó la última palabra.

–¿Bruta? Pues muy bruta y todo lo que quieras que yo no soy ninguna alcahueta ni sonsa– las palabras salían rápido también, aunque no tanto como las de él–. Y usted tampoco eres nadie para hablarme cuando tienes a la gente juntada contigo por lástima y porque les pasas las cosas.

Un golpe bajo. No todo era cierto, pero no era mentira que Carlos se le acercó primero por un trabajo y tuvo que decirle a los demás que lo metieran en los grupos del salón y en actividades porque él no hablaba, ni parecía con la intención de hacerlo en ningún momento.

Claro que, a esas alturas, eso había cambiado. Él mismo me había dicho que le disgustaba ver a alguien apartado, pero que después de tres meses no se arrepentía de ello.

–¿Más lástima que la esclava de todas?– Alzó las cejas–. Ubíquese, porque de usted es de quien más se aprovechan para hacer las maldades que hacen y es usted a la que primero sapean por boba y usted– hizo un gesto de silencio con la mano– calladita como si fuera moza suya.

–¡Pues para mozo va usted de tanto andar tras de medio mundo como un perro!

–¿Perro? ¡Perra serás tú de arrastrada desesperada!

–¡No soy yo quién empezó a gritar! ¡No nos va a dejar aquí toda la vida! ¡Tranquilízate!

–¿Tranquilizarme?– Me miró tal cual lo haría a una loca–. ¡¿Tranquilizarme?! ¡Tú no tienes ningún derecho a decirme que me cargo, perra egoísta! ¡No cuando tú eres la principal por la que empezó está ridiculez!

–Yo no empecé nada– le espeté–. Se acabó nuestra escena por allá en la comisaría y más nada he vuelto a saber de usted. Solo me metí cuando destrozaron los uniformes.

–¡Porque tú y la hijueputa esa destruyeron el morral que yo tenía!

–¡Yo no le he tocado nada! ¡Ni sé qué es lo suyo!

–¿No? ¡¿No?! ¡Tú y Hanna…!– Solté un bufido al escuchar su nombre.

–¡Me harté ya de ese nombre, solo estaba ahí porque ella me había convencido de seguir a Carlos a cambio de mi libreta, imbécil! ¡Ella me quitó mis cosas para que la ayudara a creerse Indiana Jones! ¡¿Por qué carajos le haría yo algo a usted si ni conozco?!

–Entonces eres aún más bruta, ¿De donde mierda saca ella que te puede quitar lo tuyo?

–¡Del culo! ¡Porque tiene razón y soy una boba dejada!– Le grité a todo pulmón.

Guardó silencio, decidiendo si quería continuar con la discusión o cortar con todo. Sostuvimos las miradas, ambos tensos y con la respiración entrecortada, cansados de igual manera.

Escuché un gemido. Miré en dirección a él y ví a mi pobre minina asustada, mirándonos con sus ojos grandes y café verdoso.

Café. Necesitaba una tasa de café.

Liberé el aire que había estado conteniendo. Marcos me imitó y miró en otra dirección. Cogí a la gata en mis manos al tiempo que le daba la espalda, encontraría cómo solucionar… todo.

Me volteé un momento para mirarlo. No sé había sentado en las sillas, prefirió hacerlo en el suelo. Pasaron los minutos y, a pesar de intentar jugar con la gata, a veces mis manos temblaban al recordar cómo era estar encerrada.

Yo misma me había encerrado en un armario durante meses cuando las peleas en mi familia se volvían… intensas.

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