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La Boda



En las escasas ocasiones en que Olivia y Edgar se habían cruzado nunca se habían fijado el uno en el otro.

Olivia era para Edgar una más de aquellas estiradas jóvenes señoritas a las que importaba más el estado de su peinado o de su carné de baile. Y Edgar era para Olivia otro más de aquellos arribistas secretarios con aspecto a la vez zafio y petulante que se afanaban en parecer caballeros.

Para ambos el otro era alguien totalmente fuera de su alcance, aunque por diferentes razones.

Sin embargo, iban a casarse.

La madre de Olivia no estimó oportuno que llevaran a cabo un falso ritual de cortejo ni siquiera permitió que se conociesen.

«No hay tiempo para tonterías», repuso de mal humor.

En realidad lo hizo para evitar que ninguno reconsiderase su postura en aquella apresurada unión.

Las condiciones del matrimonio se habían redactado en un complejo contrato que habían firmado el padre de la novia y el futuro novio, y la boda se organizó a una semana vista.

Olivia lloró toda la noche una vez fue informada del acontecimiento.

«El secretario de Hamlin, un secretario...», se repitió un incontables veces. Un hombre hecho a sí mismo y algo mayor, declararon, y se figuró que había aceptado el compromiso sin dudar, como cuando un ave rapaz se cierne sobre su presa.

Imaginó primero a un espécimen robusto y ordinario y su mente terminó dibujando la imagen de un hombrecillo delgado y de dedos largos, encorvado y de piel cetrina, con gruesos anteojos y entregado del todo a su trabajo de despacho.

Por ese motivo, Olivia se sorprendió al encontrar de pie en el altar a un hombre moreno de aspecto joven, apuesto, de facciones duras, pero a la vez amables, y mirada limpia.

Edgar por el contrario no se molestó en intentar imaginar a la novia. A pesar de ser un hombre pragmático su mente estuvo ocupada levantando infinidad de castillos en el aire ahora que por fin iba a ser poseedor de una gran fortuna y un lugar en la sociedad. Dio por hecho que la novia no sería de su agrado, aunque por razones poco decorosas le había resultado atractivo su comportamiento imprudente.

Se esforzaría en llevarse bien, se limitaría a cumplir con sus obligaciones maritales y escogería una amante hermosa y descocada como hacían los de su nueva adquirida clase.

Y por esos motivos, Edgar se sorprendió al encontrar a una joven agraciada, elegante y de mirada inteligente.

Durante la ceremonia tuvo lugar su primer contacto. Edgar tomó la mano derecha de Olivia y pronunció las palabras que le indicó el Ministro.

A Olivia su voz grave y profunda le hizo sentir un estremecimiento que apenas pudo contener.

Luego le llegó el turno a ella.

A Edgar su tono de voz le pareció a la vez firme y delicado, y de una hermosa sonoridad.

Una vez el Ministro finalizó la ceremonia y los bendijo, Edgar tomó de nuevo a Olivia de la mano, le besó el dorso y la colocó en su antebrazo para salir de la iglesia como marido y mujer. Una corriente de extraños sentimientos los recorrió a ambos al tocarse de nuevo, provocando rubor en Olivia y excitación en Edgar.

A solas en el carruaje que los trasladaba a su nueva residencia, Edgar se mantuvo serio mientras contemplaba el paisaje demasiado ocupado en sus pensamientos para conversar.

Olivia no podía disimular su inquietud y, cuando llegaron a su destino, estaba visiblemente nerviosa.

La nueva residencia agradó a Olivia, que se entretuvo en pasear por las estancias del piso de abajo seguida por Edgar hasta que la conminó con un gesto y accedieron al estudio donde le ofreció una copa de oporto que ella rechazó.

Ambos se miraron y las palabras aún por pronunciar pesaron en sus corazones como losas de piedra. Olivia fue la primera en aventurarse:

―No espero un matrimonio al uso, señor Montgomery. Entiendo que...

―¿Y qué es lo que espera usted, señora Montgomery?

Olivia se tomó un momento antes de responder:

―Si le soy sincera no espero nada en concreto ―murmuró.

―Supongo que lo dice porque ser la señora Montgomery no es nada extraordinario.

―No pretendía insinuar nada parecido, le ruego que no malinterprete mis palabras.

Edgar respiró hondo y tras un corto silencio repuso:

―Está bien, supongo que debemos limitarnos a ser civilizados, no a exponer las razones por las que hemos acabado juntos ofendiéndonos con ello. Solo le ofrezco y le pido lo mismo: sinceridad.

Pasado el rato Olivia se atrevió a hablar de nuevo.

―Me veo en la obligación de prevenirle de algo. No ocurrió lo que... ―Olivia enrojeció― Me refiero a que... yo no... hice lo que...

―Entiendo...

Olivia asintió con desilusión. En el fondo esperaba que su esposo se alegrase de contar con una esposa virtuosa y su rostro expresó por ella sus inquietudes.

―¿Se encuentra usted bien? —preguntó Edgar.

―Me desconcierta su reacción, esperaba cierto... alivio por su parte.

―Lo cierto es que no. Esperaba que su falta de virtud fuera compensada por... otras cualidades ―replicó sonriendo.

Olivia se escandalizó por su afirmación, pero se recompuso al recordar que su esposo no era un caballero.

―Pues siento desilusionarle ―respondió en tono irónico.

―Créame, me desilusiona usted de veras, señora mía, albergaba esperanzas en ese sentido.

Aunque notó su tono jocoso, Olivia rio de manera amarga.

―¿Está diciendo que se alegraba de que mi pasión fuera más fuerte que mi virtud?

―Me he casado con usted suponiéndola una perdida, así que para mí como si su pasión la ha arrastrado por todas las cuadras de la ciudad.

Olivia reprimió un grito.

―No puede reprocharme tal cosa, señor mío, puesto que ahora ya sabe que no hubo ninguna pasión y aún menos en detrimento de mi virtud. Y no crea que me importa si me cree o no, no es un caballero, no tiene por qué comportarse como tal.

―Es cierto, no lo soy, y si estamos casados es porque usted tampoco es una dama, al menos a los ojos de Boston y del mundo, de modo que lo que yo crea no tiene importancia. Tomémonos esto como lo que es para ambos.

―¿Y qué es lo que, según usted, es?

―Una unión ventajosa.

Olivia sintió como una daga invisible le atravesaba el pecho, pero se dijo que debía ser racional y pragmática como la señorita Hurst le había señalado. Edgar se arrepintió de sus duras palabras, pero se dijo que le debía al menos el ser sincero.

―Tenga, lo necesita tanto como yo ―ofreció Edgar acercándole la copa de oporto―. Lamento haber sido tan..., no pretendía ofenderla con mis palabras, solo trasmitirle que su pasado me importa un comino. Pero parece que es importante para usted.

―Solo en lo que a las cuestiones prácticas se refiere. Quería que lo supiera antes de... esta noche... ya me entiende.

Edgar se atragantó.

―Hace un momento me ofreció sinceridad a cambio de lo mismo ―afirmó Olivia alzando la copa en un silencioso brindis.

Aquello lo hizo sonreír, alzó la suya e inclinó la cabeza.

―Bien, señora Montgomery, por la sinceridad entonces.

Más tarde cenaron en silencio, uno frente al otro en la gran mesa de caoba que presidía el comedor. El momento que ambos habían temido y anhelado a partes iguales llegó inexorable.

Subieron a sus dormitorios y se cambiaron, ella asistida por una doncella, él por su ayuda de cámara.

Edgar fue a su encuentro sin demora, le tendió la mano y Olivia puso la suya en ella. Temblaba.

―No tiene por qué temer nada, señora Montgomery.

Se acercó a ella despacio, temiendo asustarla aún más y enredó con cuidado sus dedos en el cabello, deshaciendo el recogido.

―Es usted preciosa.

Olivia enrojeció.

La intimidad surgió sola. Él fue delicado, cuidadoso e incluso afectuoso. Ella se dejó llevar por una pasión inusitada.

«Oh, me ha mentido, sí que se comporta como un caballero».

«Me ha mentido. Sí que es apasionada».

Apenas necesitaron hablar para entenderse y al terminar, Olivia apoyó su mejilla en el torso masculino mientras Edgar acariciaba su espalda dibujando enrevesadas figuras.

El encuentro había tirado por tierra los planes de ambos.

―Creo que después de todo me va a gustar usted, señor Montgomery.

―Querida mía, en algo estamos de acuerdo.

Y ambos estallaron en ruidosas carcajadas.

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