Narcisos
1)
Ahí mismo estaba la abuela Anna, la tía Diane, el tío Michael, el primo London... ahí mismo estaban todos los parientes cercanos y no tan cercanos de Walter. Todos en círculo alrededor de la caja. Los más viejos y arrugados eran los que más lloraban. En especial la abuela. Ella sollozaba y buscaba con desesperación un hombro en el cual apoyarse. La tía Diane tenía un ramo de vivos narcisos amarillos. Cada cierto tiempo, conforme la caja se llenaba más de tierra, Diane arrojaba uno de los narcisos al fondo del pozo, sobre la caja. A mamá no le gustaría eso, pensó Walter, ella hubiese puesto los narcisos en un jarrón con agua.
Walter tenía las manos cruzadas por delante. Él no sabía si mirar a la caja, mirar a alguno de sus parientes llorosos, o mirar al cielo. Al final decidió mirar al cielo. El aleteo de las aves le hizo perder la noción de los sollozos y lamentos. Incluso se olvidó de dónde estaba y de lo que estaba haciendo. El ave que seguía con la vista se posó sobre una rama, y en ese preciso instante Walter sintió que lo tomaban del hombro. Miró hacía atrás y se encontró con la cara de su padre, muy cercana a la suya propia.
— Se fuerte — le dijo su padre casi como si no tuviera voz—. A tu mamá no le hubiese gustado verte llorar. A ella no le..., sé fuerte. Walter. Ella te amaba muchísimo. Y..., ¡Dios santo!
Su padre se alejó, se llevó las manos a la cara y fue incapaz de dejar de llorar. Algunos presentes tuvieron que alejarlo de la caja porque pensaron que se moriría ahí mismo si no lo hacían. Walter parpadeó varias veces. Estaba incrédulo. O cansado. Diane ya se había terminado el ramo de narcisos, así que fue a observar el final del entierro a un lado de Walter. El chico estuvo ahí, inmóvil. Las manos de Dione y Walter estaban entrelazadas, aunque Walter no podía sentir ningún tipo de conexión.
— Ella era muy buena, ¿verdad?
— Sí. Lo era. — respondió Walter casi en automático.
— Ella tiene un lugar en el cielo, junto al Señor. Será feliz hasta la eternidad, ¿lo sabes Walter?
Walter no comprendía. ¿Por qué no pudo ser feliz aquí, junto a él? ¿Por qué sólo podía ser feliz allá, en un lugar en el que nunca podría comunicarse? Walter dudaba mucho. Sintió frío y se acercó más a su tía, cosa que ella interpretó como busca de consuelo.
— ¿Y sabes qué más? — continuó Diane — a partir de ahora tú y tu padre serán bendecidos. Dios no quita sin recompensar.
El niño se confundió todavía más. Ya no sabía si Dios era el bueno o el malo. No sabía si tenía que estar agradecido o enfurecido. Miró a los ojos jóvenes y brillantes de su tía. Decidió callar sus dudas y voltear a ver a la caja.
Unos últimos movimientos de pala y su madre había sido tragada por la tierra.
2)
Transcurrieron tres días en los que la pequeña casa de Walter olió a café, incienso y lágrimas. La casa había estado a reventar de personas que entraban y salían de las habitaciones sin pedir permiso. Y en todo ese tiempo, Walter nunca vio a su padre. Su padre había estado encerrado en su habitación, y cualquier persona podía entrar excepto él. Walter no sabía qué hacer en esos largos ratos sin libertad.
Los parientes pensaron que Walter cargaba con algún tipo de tristeza silenciosa, pues no lloraba ni hablaba con nadie sobre el duelo. Pero la realidad era que el niño se sentía extraño. No era tristeza. Ni ninguna otra cosa etiquetable.
De hecho, Walter pudo despedirse de su madre con toda la tranquilidad del mundo. Se dieron el adiós en la habitación del hospital, cuando a ella ya no le quedaba cabello en la cabeza ni fuerzas en las manos. " Te amo mucho. Te cuidaré, pero esta vez desde el otro lado". Y Walter, entonces, lo sentía todo como un hasta pronto. Un hasta pronto.
Pasados los días permitidos, Walter tuvo que volver a la escuela. Los demás niños lo trataban con delicadeza: le hablaban suave, le realizaban favores e incluso lo acompañaban durante el almuerzo. La maestra por su parte prestaba más cuidado a Walter hasta el punto de atrasar a la clase entera. Walter de nuevo no sabía cómo sentirse.
Por la tarde, en la última clase, Johana se dirigió a la mesa de Walter y dijo en voz alta:
— Lo siento mucho..., lo de tu madre.
Todos los presentes guardaron el aliento, pues esperaban que el niño se rompiera por fin delante de todos. Algunos incluso miraron con acusación a Johana, porque ese era el tema intocable. Era como pinchar carne viva. Veían el desastre llegar. Y, sin embargo:
— Está bien. No te preocupes. — respondió Walter.
3)
Walter iba de regreso a casa, pensaba en el puñado de tareas que tendría que hacer durante la tarde.
Al llegar a la casa abrió la puerta con sus propias llaves. Al instante de dar un paso dentro, sintió que algo estaba mal. Se estremeció como si tuviera frío o como si tuviera mucho dolor. La sangre se le fue de la cara hasta que sus labios se pusieron morados. Walter dio otro paso. Y luego otro. Ninguna voz dulce. Dejó caer la mochila al suelo con violencia. Se abrazó a sí mismo y corrió histéricamente a la cocina. No había nada. Inhalo y no percibió el aroma de ningún almuerzo.
Corrió a la sala de estar y verificó que el reproductor de música estaba apagado. Corrió a la lavadora y no vio a nadie lavando la ropa. Walter sintió un pellizco en el pecho. Era como un dolor agudo. Subió las escaleras tan rápido que casi se tropieza. El corazón se le salía del cuerpo.
Abrió la puerta de la habitación de un azote. Su padre no había vuelto a casa. Walter saltó a la cama y se envolvió en la vieja manta. Tentó con la palma de la mano uno de los lados de la cama. La sábana estaba helada, porque ahí no estaba. Ahí no estaba. Ella había sido tragada por la tierra.
Walter se echó a llorar tan intensamente que creyó que se iba a quedar sin aire. Intentó recordar todo lo que le habían dicho: que ella estaba del otro lado, junto al Señor y esas cosas. ¡Pero Walter no lo quería así!
Se lamentó, gritó y siguió llorando hasta que le dolió el pecho y se sintió agotado. Pero no ocurrió nada. Nadie se compadeció de su situación.
Supo entonces que no había ningún hasta luego.
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