Matar a un ciervo
El sol no había salido siquiera, todo estaba semioscuro y sin embargo, Ryan y su padre estaban sumidos en el bosque. El cuerpo de Ryan resentía el frío, pues lo único que llevaba puesto era un pantalón de mezclilla, una camisa de manga larga rojiza y un chaleco negro. Ryan tenía los labios morados y los dientes le castañeaban, pero de cualquier forma no se quejaba. Avanzaban a paso sigiloso y lento por el sendero, el hombre por detrás de Ryan. Ryan rompió una ramita con las pesadas botas de montaña, y eso causó que se estremeciera y cerrara los ojos.
— Por cosas como esa deje de traer a tu hermano — murmuró el padre de Ryan, en un tono indiferente —. Has espantado a cualquier animal en un kilómetro a la redonda. Bien hecho.
Ryan bajó la mirada, molesto consigo mismo. Ahora tendrían que caminar más. El hombre sacó del bolsillo de su camisa un cigarrillo y un encendedor. Se lo llevó a los labios y después empujó un poco a su hijo. De nuevo siguieron caminando. Ryan no podía sentirse tranquilo, no podía después de aquel error tan estúpido. El hombre mantenía la mirada alerta, pero al mismo tiempo amenazante.
Siguieron así hasta que detrás de unas altas raíces distinguieron a un pequeño conejo. Sin decir nada, Ryan cerró uno de los ojos e intentó acomodar la punta de la escopeta, pero sus manos temblaban tanto que le fue difícil. También sentía la mirada de su padre, expectante cuál halcón.
— ¡Dispara, dispara! — le gritó su padre sin gritar.
Esas sencillas palabras funcionaron como un golpe para Ryan que le hizo reaccionar. Sujetó el arma con mucha firmeza, por encima de su sudor frío. Apuntó en una décima de segundo y sin embargo, fue tarde. El conejo percibió el peligro inminente y entró de nuevo a su madriguera. Ryan se quedó quieto con el rifle preparado, se quedó con los ojos muy abiertos y la boca entreabierta. Su padre pasó por delante de él e ignorando el hecho de que el arma estaba cargada, se puso delante.
— Tengo a un idiota por hijo — dijo con sencillez —Tenías la oportunidad perfecta y la dejaste ir, ¿te das cuenta?
Le sopló todo el humo en la cara. Ryan asintió y accidentalmente inhaló el humo. Se puso a toser. El hombre rodó los ojos y se giró como para intentar buscar a algún animal.
Entonces, ahí estaba Ryan, con la escopeta perfectamente alineada para dispararle a la espalda del hombre. Perfectamente lista para matarlo en el escondite del bosque. Ryan lo imaginó y se deleitó ante sus propias ilusiones. Pero lo cierto es que no era más que un niño, un niño que le temía a su padre.
— Bien, ya me harté de caminar.
El hombre se sentó en la raíz de un árbol y se dedicó a fumar. Ryan abrazó la escopeta y fue a sentarse a un lado, pero el hombre se lo impidió con un sencillo gesto.
— Tú sigue buscando. No nos iremos de aquí hasta que le dispares a algo. Ve.
Ryan asintió y comenzó a alejarse. Cada cuanto volvía la mirada para intentar memorizar el camino de regreso. Para este punto el frío le desgarraba la piel y el cansancio le comenzaba a cobrar factura, pero hizo caso omiso. Todo lo que quería era dispararle a algo.
Pasó a través de arroyos, a través de centenares de troncos. No supo qué tanto se había alejado, pero sabía que no podía regresar con las manos vacías. No había forma de volver a ver a su padre con las manos vacías.
Se dispuso entonces a pensar. Ryan volvió a considerar la existencia de Dios. Odiaba a Dios, pero odiarlo no era lo mismo que negar su existencia. Odiaba la forma en la que aquel dios le permitía estar en búsqueda de un animal para asesinar, odiaba la forma en la que le dejaba sólo en el bosque, odiaba que lo dejara morirse de frío y cansancio. Odiaba eso. Y varias veces se puso a insultar su nombre en voz alta, pero recordaba que no podía hacer ruido y se callaba.
Cuando Ryan percibió que estaba llegando a su propio límite, disminuyó el paso para recuperar el aliento. De entre algunos árboles escuchó una serie de pasos. Ryan tomó el arma de vuelta (asustado, más que en alerta) y buscó lo que se avecinaba. Pasados unos instantes vio a un hermoso ciervo de grandes cuernos frente a él. Un ciervo que observaba con curiosidad tímida.
Ryan se quedó sin palabras. Lo que tenía delante de él era majestuoso. Había visto ciervos antes en el zoológico, por supuesto, pero nunca de tan de cerca. El ciervo desde esa distancia era otra cosa; era como contemplar lo precioso de la naturaleza y la inocencia de la misma. Era ver la sencillez y la complejidad, era ver la fuerza y la fragilidad, todo ello encarnado en un solo ser.
El ciervo dio otro paso en frente. Ryan observó el pelaje café, las patas alargadas y delgadas, los cuernos que parecían las ramas de un árbol. Ryan sonrió y pensó: ¿Pero por qué no me tienes miedo? ¿Eres estúpido? ¿Quieres morir? Tengo una escopeta... ¿O será que nunca has visto una antes? ¿Nunca has visto un cazador? La curiosidad no es buena.
Ryan retrocedió un paso y subió la punta del arma. Ahora tendré que matarte, pensó, tendré que matarte solo porque te cruzaste en mi camino, así funcionan las cosas. Cerró uno de los ojos. El animal observó a Ryan. Era una mirada de fe ciega, como la de un niño a un adulto.
No me mires así. Cuando me miras así, me haces darme cuenta de que voy a matarte...Ryan bajó el arma y se rindió. Pero entonces una voz surgió:
— ¡Ryan!
Era su padre. El animal se sobresaltó. Ryan volvió a retomar el arma y está vez tiró del gatillo sin pensar. Ryan vio una mirada de terror absoluto en el animal, quién no comprendía el origen del agonizante dolor que le venía de la cabeza. Ríos de sangre corrieron por toda su cabeza, por entre los ojos, cuello y el hocico, a la vez que marchaban al suelo. Cayó a la tierra haciendo un ruido sordo.
Ryan estaba incrédulo de sus propias acciones. ¿Cómo es que el animal que estaba sin vida era el mismo que el de hace unos minutos? Imposible. Parpadeo varias veces y sin darse cuenta arrojó la escopeta y se arrodilló a un lado del ciervo. Le levantó la cabeza y se ensució las manos. Ryan sintió una tristeza espantosa. Él había matado a una de las maravillas de la naturaleza. Había matado a una de las creaciones de Dios.
— ¡Ryan! — exclamó su padre tan feliz que parecía irreconocible — ¡Ese es mi muchacho!
Le agitó el cabello y lo levantó de un tirón para abrazarlo.
— ¿Sabes cuánto nos darán por este ejemplar? Te daré el treinta, cuarenta, ¡La mitad! Sabía que eras hombre de verdad.
Lo soltó y se dispuso a analizar al ciervo desde todos los ángulos posibles. Ryan estaba estúpidamente feliz, satisfecho. Se sentía poderoso y que podía disparar a cincuenta ciervos más. La sangre que tenía por las manos se convirtió en un trofeo preciado y que procuró esparcirse por la cara.
— Será difícil cargarlo de vuelta, pero..., ¡qué importa! Con dos hombres a cargo, seguro podremos— arrojó el cigarrillo lejos.
Ryan asintió.
Comprendió entonces que el ser humano había matado lentamente y con satisfacción a Dios, y que por ello estaban solos.
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Aquí se me salió lo filosófico, una disculpa :( es que vengo influenciada de Demian, de Herman Hesse.
Basado en: Un fan-comic corto sobre la infancia de William Afton (FNAF)
Radical
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