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Jane


Miles abrió la llave de agua y por sexta ocasión, se lavó las manos. Presionó el dispensador de jabón con la suficiente fuerza como para sacar una cantidad indeseable. Miles continuó frotándose las manos, intercambiando miradas con el espejo. Pasados diez minutos, se secó las manos en la camiseta azul que llevaba puesta. Acercó la cara más al espejo, y sin parpadear se analizó a sí mismo.

— Estará bien. Todo saldrá bien— le dijo a su reflejo.

Miles se ajustó las gafas, se quitó el cabello de la frente y sin darse cuenta sacó una pequeña caja oscura del bolsillo de su pantalón. Miles sostuvo la cajita con las dos manos, la abrió y miró el anillo. La cerró. La volvió a abrir. La cerró. Hizo lo mismo varias veces con la ansiedad de que ya no volviera a aparecer. Al terminar, se acercó la cajita al pecho y la presionó contra sí, como un niño que se aferra a su juguete favorito.

Guardó la caja en el bolsillo. Salió del baño y se encontró con la sala de estar de su propio apartamento. La mesa de té estaba llena de latas vacías de refresco, y de pizza a medio comer. Miles tomó una bocanada de aire y miró la puerta de la habitación principal, que estaba cerrada. Ahí adentro estaba su novia. Miles fue al sofá y dudó un segundo sobre si debía de limpiar un poco, pero rechazó la idea. Movió a golpes un par de latas, se sentó en el sofá y subió los pies a la mesa de té, ocupando el espacio que había despejado.

Miles miró la televisión apagada. Después miró con ansiedad la puerta que permanecía cerrada. Miles esperaba que se abriera, pero eso no pasaba. La idea de que su novia no saliera le inundó el cuerpo de pánico. Miles notó la cantidad de silencio que había. El reloj de pared era lo único que emitía algún sonido. El hombre se levantó y encendió el reproductor de música. Mientras empezaba la canción, Miles tomó el portarretrato que yacía sobre el reproductor: era la fotografía de Miles y su novia, sentados en un muelle, con las piernas entrelazadas, sonriendo y cervezas en las manos. Miles se movió por la sala de estar con el retrato en mano.

— Ella es la correcta.

Miró a su novia en la fotografía: lentes de sol, sombrero de playa, cabello rojizo y pecas por los hombros. Miles se volvió a dejar caer al sillón. Dejó el retrato a un lado suyo. Buscó entre el desastre de la mesa de té y sacó una cajetilla de cigarros. Encendió uno y se lo llevó a la boca.

— Oh, te amo, Jane. Te amo. Te amo.

Dejó caer la cabeza hacía atrás, mirando directamente al techo. Dejó que el tabaco lo relajará, pero eso no duró mucho porque ladeó la cabeza para ver a la puerta.

En ese instante, unos golpes vinieron de la puerta principal. Miles corrió a abrir la puerta. Era su amigo, Dylan.

— Joder. ¿Te das cuenta de la hora que es? ¿Para qué me llamaste, Miles? Más vale que sea bueno.

Miles no dijo nada y dejó que Dylan entrara. Dylan se desesperó aún más. Parecía que quería golpear a Miles. Miles cerró la puerta y puso el pestillo.

— Lo que sucede es... — Miles no supo explicarse, por lo que sólo se dio la vuelta lentamente mostrando el anillo.

— ¿Qué es eso...?

— Para Jane. Estaba de oferta.

— ¿Te das cuenta de que tienen veintidós? Oh, dios santo. No hagas esto. No puedes pagarte la maldita universidad y mucho menos una boda. Y no., no estás listo para ese nivel de compromiso.

Miles miró a la puerta de la habitación distraídamente.

— Ven— dijo Miles y sin ofrecer explicación, se dirigió a la habitación principal.

Miles abrió la puerta y entró. La luz estaba apagada. Lo único que podía distinguirse era a Jane sobre la cama.

— No, diablos. Esto no es apropiado— dijo Dylan desde afuera — ¿Estás drogado acaso?

Hubo silencio.

— ¿Miles?

La curiosidad hizo que Dylan entrara lentamente, pero con algo de ansias en su andar. Se detuvo a un lado de Miles, frente a la cama y frente a Jane cubierta de pies a cabeza por un pesado edredón. Aunque el cabello rojizo se asomaba sobre la almohada.

— Ayúdame con esto— susurró Miles y Dylan no entendió a qué se refería.

Miles quitó de un tirón el edredón completo y lo tiró al suelo. Jane no se despertó. Dylan vio que Jane estaba en una posición extraña..., como si solo hubiera sido lanzada ahí. Sintió un escalofrío y se acercó un poco. La luz del cuarto fue encendida por Miles. Dylan comprobó que Jane tenía los ojos abiertos..., muy abiertos. Y, sin embargo, ella no veía.

— Miles— tartamudeó Dylan. Notó la mancha roja sobre la almohada, que se clamuflajeaba con el cabello.

Dylan no se pudo mover. Miles estaba de nuevo a un lado suyo, con la cajita entre las manos.

— Jane dijo que no.

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