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Casa en llamas

Alan no había vivido un día más frío que ese. En su ciudad nunca nevaba. Y ese día de invierno no era la excepción, y sin embargo, hacía un frío horrible. Alan había sacado la bufanda púrpura del rincón más sucio del armario e incluso se había puesto el abrigo largo que tanto le avergonzaba ponerse.

Estaba preparado para sobrevivir al día más helado de su corta vida (diecisiete años). Pero todo había cambiado de un segundo a otro. Ya no necesitaba de la bufanda ni del abrigo, porque ahora estaba a unos pocos metros de una hoguera enorme. Alan observaba, en un estado de trance, al ser de colores amarillentos y rojizos que se sacudía de un lado a otro. El ser se extendía varios metros hacia arriba, y volvía a caer. El ser escupía una nube negra que se encaminaba hasta el cielo. El calor que desprendía el ser quemaba la cara de Alan. Le dolía lo suficiente como para echarse varios pasos para atrás por movimiento involuntario.

Todos los vecinos de Alan, e incluso gente que sólo pasaba por la calle, se detuvo a mirar la misma hoguera. Pero a diferencia de Alan, todos ellos se pusieron a gritar histéricos, a dar vueltas en círculos, a sacar sus teléfonos y llamar a emergencias. Una mujer, ni muy vieja ni muy joven, fue la única que se acercó a Alan.

— ¡Dios mío! ¡Sal de aquí!

El muchacho se quedó mudo. Su mano se movió solo para quitarse la bufanda del cuello y dejarla caer. La mirada del joven se paseó por el primer piso de la casa, después subió por las escaleras hasta ver la planta alta. Ahí encontró la ventana con las persianas amarillas y estampado de estrellas. Esa, se dijo Alan, es mi persiana favorita. Esa era la persiana que adornaba la oficina de su padre. Alan podía ver a su yo de ocho años, dibujando aviones en hojas recicladas de papel, sentado sobre la silla giratoria del escritorio. Podía sentir el aroma a papel viejo de aquel entonces. Cuando Alan inhalo, con la intención de captar ese aroma que sólo existía en sus recuerdos, llenó sus pulmones de humo. La tos le invadió de tal forma que la mujer se desesperó aún más por sacarlo de la escena.

— ¡Sal de aquí!

Cuando él volvió la vista, la persiana fue tragada por las llamas hasta volverse un pájaro de colores que se sacudía. Ahora la atención de Alan fue llamada por el árbol de navidad de la sala de estar, que podía ver desde la ventana. Oh, Dios. Alan recordaba las navidades junto a su madre. En cada una de las navidades de su infancia, Alan fue feliz con las galletas de mantequilla de su madre. Ambos se abrazaban en el sillón, mientras sonaban las campanadas de la media noche. Año, tras años, tras año.

Cómo olvidarlo.

Se veía a sí mismo en el comedor, junto a sus padres. Riendo, jugando al Monopoly. Bebiendo jugo de naranja.

Un espantoso crujido resonó por toda la calle. La gente se alejó. La mujer tomó del brazo al muchacho y casi implorando, intentó que se alejara también. No hubo resultado. La mujer corrió para salvarse a sí misma. El segundo piso de la casa se vino abajo. Las cenizas se esparcieron como nieve. Alan tuvo tiempo suficiente como para observar la puerta de madera de su propia casa. Y recordó las noches en que tenía que salir a las escaleras de la entrada para dejar de escuchar los gritos de sus padres. Las noches, tardes y mañanas en las que tenía que salir y esperar a que la discusión se terminará. Alan siempre sabía que la discusión había terminado porque el olor a tabaco se hacía insoportable.

¡Pero Alan no quería recordar nada de eso! Intentó volver a recordar los dibujos en la oficina de su padre, pero al hacerlo ya no había ningún aroma a papel, sino que sólo percibía aroma a cigarro. Entonces intentó irse a las navidades. Pero ahora sólo escuchaba el llanto de su madre fundirse con las campanas. "Oh, Alan" le decía su madre "de verdad odio esta casa".

Ahora estaba lleno de ceniza. Ceniza. Ceniza. Se estremeció y creyó que iba a comenzar a llorar enfrente de todo ese montón de espectadores y del recién llegado equipo de bomberos. No ocurrió nada. Supo que no había nada a lo que llorarle.

— ¡Niño! ¿Esta es tu casa? — le gritó un bombero mientras lo tomaba del brazo.

— No, señor— se aclaró la garganta porque su voz sonaba ahogada —. Yo solo pasaba por esta calle...

— ¡Qué idiota! ¡Lárgate!

Asintió y se encaminó para irse. Se abrió paso entre la multitud y las personas solo se le quedaron viendo sin disimular, más que nada porque sabían que mentía. Cuando ya llevaba varios metros de caminata, vio a un auto rojo detenerse imprudentemente. De ese auto bajó, tal y como esperaba, su padre.

Alan entonces recordó algo importante, se dio la media vuelta y levantó los brazos:

— Creo que había una mujer dentro. 









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En esta historia intenté escribir una alegoría sobre la infancia y como en ocasiones la romantizamos (la recordamos mejor de lo que fue) y, en consecuencia, nos atamos a ella. Yo fui víctima de esta romanización, así que puedo decir que este escrito es una carta de disculpas para mí. 





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