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Una tajada de amor.


La diligente esposa vistió su mejor sonrisa y con un melodioso "Buenos días, amor" inició lo que para ella era la más placentera rutina. Seleccionó la combinación del traje tratando de combinar de manera impecable las tonalidades de las prendas de vestir con el atuendo climatológico del día. Era un amanecer soleado, los rayos del sol irradiaban un inclemente calor que aún a tempranas horas empezaba a percibirse, por lo que decidió suaves colores para la ropa. Tendió en la cama cada pieza y salió de la habitación a preparar el café. El humeante aroma pronto invadió la casa. Su mente, puesta en cuidar cada detalle del trato y la atención hacia su esposo, soñaba con la preparación de un delicado y exquisito plato para la hora del almuerzo. Quería mostrar su destreza en el arte culinario fino y derrochar elegancia al servir un distinguido banquete. Al regresar a la habitación con una taza del aromático café ya su marido vestía el sencillo pero cautivador atuendo. El toque final de importado perfume puso el sello de elegancia. Con un beso en el umbral lo despidió hasta el medio día.


En la soledad de su casa, pensó en la forma de distribuir las faenas de limpieza que correspondían para el día, de modo que pudiera gozar del tiempo necesario para la preparación de la comida. Quería cuidar cada punto de sazón y de cocción y para eso necesitaba estar en completa concentración. Luego de arreglar la casa, tomó un buen baño y en la comodidad de una ropa ligera se dispuso a entregarse al ritual culinario.


Dispuso en el mesón todos los ingredientes. Las relucientes ollas esperaban ansiosas abrigar los suculentos alimentos y ella esmerada seguía al pie de la letra su receta de amor. Presentía que él, al probar su inimitable sazón estaría irresistiblemente más prendado de ella. Cortó en trozos delicadamente geométricos los aderezos para el guiso, separó en idénticas hebras el trozo de carne previamente hervida, escogió y lavó el arroz, en contraste con otros granos de inquieta textura azabache, y finalmente, cortó en tajadas el toque sin igual de aquel plato.


Comenzó el rito de cocción: el sazonado, el ablandado y por último la fritada. En el sartén el aceite en burbujeante danza esperaba con golosa impaciencia dorar los delicados cuerpos. Ella con suma delicadeza vertió las gráciles tajadas de plátano y el chispeante aceite las recibió en calcinante abrazo. La última tajada era diferente a las demás, tenía una elegante distinción; el grosor exacto y la delicada forma del corte hicieron que la mujer pensara en ella como la tajada ideal. Sería aquella y no otra que acompañaría aquel suculento plato. Presentía que su amor, al observarla y degustarla entendería cuánto había cuidado cada detalle. Observó como resbaló por el borde del sartén hasta hundirse en la caldeante caricia; su tez pronto comenzó a cambiar tras la apariencia de un bronceado perfecto, su punto de cocción se aceleraba y cuando ya estaba a punto de ser trasladada a otro recipiente un fatídico accidente cambió las circunstancias.


Sin percatarse, tras un movimiento de inesperada torpeza, el aceite se derramó cubriendo el pie derecho de la mujer. La tajada voló por el aire y justamente fue a adherirse en el dorso del ya lesionado pie. El dolor era espantosamente desgarrador, pero pensar en que aquella tajada ya no estaría en el plato de su amado, era enloquecedor. Intento quitarla con sumo cuidado pero estaba demasiado adherida a la piel. Miró el reloj: aún le quedaba tiempo para servir el almuerzo. El dolor socavaba sus entrañas pero no quiso aplicar ninguna sustancia o medicamento que pudiera alterar la consistencia o textura de la dorada tajada.


Fue entonces cuando decidió llamar a un servicio de ambulancia. Haciendo esfuerzos por caminar en un pie, con impresionante cuidado se dirigió al teléfono. Antes de lo que esperaba los paramédicos se presentaron. La trasladaron a bordo de la unidad asistencial y cuando iban a proceder con la rutina de primeros auxilios en caso de quemaduras, la mujer con resuelta decisión paralizó el intento:


- ¡Nooo! No deben aplicarme nada. Esa tajada debe recuperarse intacta. No se preocupen por mí.


En medio de su dolor la mujer pudo guiar las acciones de los paramédicos a fin de que la tajada no sufriera ninguna lesión. Intentaron anestesiarla, aplicarle cremas, etc., pero nada de eso permitió. Más bien les indicó como debían mantener la inmovilidad del pie hasta llegar a la clínica.


Los paramédicos respetaron la decisión de la paciente y colaboraron con ella para que se sintiera mejor. Al llegar a la clínica los doctores de guardia iban a proceder a la cura respectiva y nuevamente la mujer se negó. Con un contundente verbo explicó que debían, por sobre todas las cosas, devolverle sin daño alguno esa tajada. El reloj avanzaba en su continuo recorrido y con cada lento tic-tac, la mujer sentía la imperante necesidad de regresar a su casa; pero obviamente, con su respectiva tajada.


Los galenos decidieron, tras haber consultado entre ellos, que lo más pertinente era trasladar a la mujer a la Sala de Cirugía menor y allí proceder al raspado de piel que correspondía. Ella accedió pero con la condición de que la tajada no sufriera ningún daño. Con vehemente posición expresó que si fuese necesario sacrificar su pie a través de la amputación, estaría dispuesta si con eso logra recuperar indemne la tajada. El reloj adelantaba el tiempo y la mujer apresuraba la intervención médica.


De inmediato todo se dispuso y ella fue trasladada al lugar de la cirugía. Al intento de aplicarle anestesia la mujer se rehusó. Quería estar totalmente consiente a fin de cuidar cada detalle. Todo un instrumental fue utilizado para la intervención. Las más finas pinzas intentaron el levantamiento de la tajada. Los médicos conteniendo la respiración y con la frente perlada de sudor intentaron el ritual de rescate más extraordinario que habían hecho en toda su carrera. La mujer olvidándose del dolor que le producía la quemadura, también daba acertadas indicaciones. Después de una ardua labor, los doctores pudieron recuperar la tajada y la colocaron en un recipiente completamente aséptico. Luego el pie fue curado y vendado. Había transcurrido dos horas desde que ocurrió el accidente; así que estaba en el tiempo exacto para regresar a la casa.


Los médicos ordenaron su traslado a una pequeña sala de recuperación a fin de observarla por un tiempo más. La mujer aceptó a fin de no complicar las cosas pero aprovechando un descuido de las enfermeras de guardia, tomó su tajada y huyó apresuradamente. Su Seguro de Vida respondería por los gastos ocasionados.


En pocos minutos estaba de regreso en su casa. Dispuso la mantelería y otros detalles, extrajo su vajilla de preciosa loza china y comenzó a servir. El suculento plato esperaba. El sonido de la puerta no se hizo esperar. Salió al encuentro de su esposo quien la saludó como siempre sin percatarse de su pie lesionado.


El hombre, después de lavarse las manos, pasó directamente al comedor y comenzó a disfrutar su almuerzo. La mujer lo observaba con deleite esperando ansiosa el momento en que con suave movimiento de mandíbula pudiera masticar la seductora tajada. Para sorpresa de la mujer esto no sucedió. El hombre comió todo menos aquella odisíaca tajada.


Impertérrita, sus ojos no daban crédito a lo que veían: en el amplio plato aquella tajada estaba huérfana, indigente, relegada; a su alrededor solo quedaban los destrozos de moros y cristianos mezclados con las desperdiciadas hebras de carne mechada. Sin otra opción la mujer se atrevió a decir:


- Amor, no has probado la tajada.


- No quiero. Como nunca hoy has escogido el plátano que no debías. La tajada está muy madura para mi gusto.


Dicho esto, el hombre retiró su plato y se levantó de la mesa. Aquellas palabras sonaron como latigazos. La mujer sólo pensó: él había recibido la más grande tajada de amor y no pudo darse cuenta.

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