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3. En el Callejón Diagon

La chimenea de Hagrid era demasiado estrecha para que el semigigante entrara en ella, por lo que tuvo que pedir a la profesora McGonagall que le prestara la suya para poder llegar al Callejón Diagon.

—Muchas gracias, profesora —le dijo antes de desaparecer entre las llamas verdes.

Y no se refería únicamente al préstamo de chimenea.

•  •  •

Hagrid apareció en el comedor del Caldero Chorreante, donde había varias familias desayunando antes de comenzar, al igual que él, las compras escolares.

El guardabosques era una manojo de nervios, por lo que pasó de comer algo; lo haría más tarde, cuando lograra tranquilizarse.

Saludó con la mano a Tom, el viejo tabernero, y fue hacia la parte trasera del local, pero antes de llegar alguien agitó el brazo para llamar su atención en una de las mesas del fondo. Cuando se volteó reconoció a Harry Potter.

Hagrid sonrió y se acercó a él.

—¡Harry! —exclamó alegremente cuando estuvo cerca—. ¿Qué haces aquí?

El muchacho sonrió y se encogió de hombros.

—Recibí tu carta. Y como fuiste tú el que me acompañó a comprar mis cosas la primera vez me pareció que debía regresarte el favor.

Los ojos ojos de Hagrid se empañaron por milésima vez en esa semana, pero no se permitió llorar enfrente de su amigo.

—Eres muy amable, Harry.

El chico sonrió aún más ampliamente y se levantó para abrazarlo. Esta vez Hagrid no pudo suprimir un sollozo.

—¿Vamos? —preguntó Harry después de unos segundos.

—Claro —el semigigante sacó su enorme pañuelo de uno de los bolsillos de su abrigo y se sonó la nariz intentando ser lo más discreto posible.

•  •  •

Los dos amigos se dirigieron a la puerta trasera del local, la cual daba a una pared de ladrillo aparentemente ordinaria. Harry sacó su su varita y contó los bloques necesarios con ella (tres horizontales y dos verticales). A continuación, la pared dio mágicamente paso al Callejón Diagon.

Faltaba un rato más para que fuera mediodía, por lo que la luz del sol iluminaba perfectamente todas las tiendas y locales de su alrededor. Había muchos magos y brujas yendo en ambas direcciones con los brazos cargados de sus compras, y Hagrid reconoció a varios de los chicos que estudiaban en Hogwarts, a pesar de que ya eran mayores de lo que él recordaba.

—¿Tienes el dinero? —preguntó Harry cuando empezaron a andar por la calle.

—Eh... sí, claro, por aquí lo debo de traer —Comenzó a palparse los bolsillos de su abrigo con las manos—. ¡Aquí está!

Sacó una bolsita de cuero lleno de knuts, sicles y galeones. Hacía años que no pisaba Gringotts si podía evitarlo, por lo que que guardaba su dinero en su cabaña: esos carritos del banco eran cosa del demonio.

—Lo primero en la lista es el uniforme —dijo Hagrid mirando la lista de su carta—, pero como no hacen rúnicas de mi talla McGonagall dijo que podía saltármelo, después viene...

Harry casi podía tocar el entusiasmo del semigigante.

Lo primero que hicieron fue comprar todos los libros en Flourish y Blotts, donde el encargado se mostró bastante confundido con la lista que le dieron (era una mezcla de pedidos de primer y tercer año), pero no hizo preguntas, en realidad le comentó que ese año muchos estudiantes iban a cursar un año menor al que les correspondía a su edad, sobretodo hijos de muggles y mestizos. Desde luego no se dio cuenta de que era Hagrid el que iba a regresar a la escuela.

Después de salir de la librería fueron a comprar un caldero de peltre, una balanza y un telescopio plegable de cobre, todo de un tamaño mayor al que la gente solía comprar, para que así Hagrid pudiera desenvolverse con la misma soltura que sus compañeros en el salón de clases.

También visitaron la droguería, que, como siempre, apestaba a una mezcla de entre huevos y repollo podridos. Ahí adquirieron (por insistencia de un Hagrid que alegaba ser demasiado torpe) dos surtidos de ingredientes para pociones de nivel intermedio.

Fuera del local, Harry echó un vistazo a la lista de materiales.

—Sólo falta la varita, Hagrid —dijo el muchacho.

La varita. Eso era lo que el semigigante más había estado esperando desde que esa mañana salió de su cabaña.

Cargando con todos los otros materiales, llegaron a Ollivander's. Cuando el dueño había regresado a trabajar después de haber sido secuestrado por los mortífagos, se vio obligado a remodelar la tienda (todos los vidrios estaban rotos, las mesas y sillas volcados, cajas de varitas por todo el suelo, evidencias de hechizos aturdidores y explosivos), por lo que ahora se veía bastante más pintoresco que antes, con la pintura brillante, ventanas pulidas y las nuevas letras doradas que ponían el nombre del lugar sobre la puerta.

—Aún no te he buscado un regalo para felicitarte —recordó Harry.

—Oye, en serio no tienes que...

—Ya sé que no debo, pero quiero hacerlo. Eres mi amigo. —Hagrid sonrió—. Vuelvo en quince minutos.

Harry le regresó la sonrisa y volvió sobre sus pasos sobre el Callejón. Hagrid lo miró hasta que se perdió en la multitud y después se giró para ver la puerta de frente. Levantó la vista para leer una vez más el nombre del local y suspiró. Cuando se dispuso a empujar la puerta, ésta se abrió haciendo sonar una campanilla para dar paso a una bruja acompañada por la que supuso que era su hija, que llevaba una paquete alargado bajo el brazo. Las dejó pasar y luego entró él. El espacio era pequeño y no había muebles, a excepción de una silla junto a la puerta y un viejo escritorio, tras el que se encontraba el señor Ollivander guardando las varitas que le habían probado a la niña hacía unos minutos. Cuando escuchó que la puerta se cerraba levantó la vista y sonrió.

—Rubeus Hagrid —saludó alegremente—. Minerva me dijo que vendrías.

—Sí, bueno... esto... —Hagrid no sabía si estaba emocionado o nervioso, aunque probablamente eran las dos cosas.

—Roble, cuarenta centímetros y medio, flexible... Supongo que viene a cambiarla.

—Así es.

—Perfecto. Comencemos entonces —sacó de su bolsillo una cinta métrica con marcas plateadas—. Diestro, ¿verdad?

—Eh... sí.

—Extiende tu brazo, pues.

La cinta métrica comenzó a medirlo por todas partes (del hombro al suelo, de la rodilla a la axila, alrededor de la cabeza, entre las fosas nasales) por sí sola mientras el señor Ollivander se paseaba entre los estantes guardando las cajas que ya tenía fuera y sacando otras. La cinta métrica se enrolló en el suelo.

—¿No traerá las piezas de su anterior varita por casualidad? —le preguntó.

Hagrid notó que miraba hacia su paraguas rosado, apoyado junto a la puerta. Hagrid lo tomó, un poco cabizbajo, y se lo tendió al señor Ollivander, quien lo recibió y lo dejó con cuidado bajo el escritorio.

—Pruebe esta. Madera de caoba y nervios de corazón de dragón. Treinta y nueve centímetros.

Hagrid estaba temblando cuando tomó la varita, pero apenas levantó el brazo el señor Ollivander dijo:

—No, no, no. Prueba esta. Fresno y pluma de fénix, cuarenta y dos centímetros.

Tampoco era esa. Probó otras dos antes de que Ollivander desapareciera entre los estantes y regresara con más varitas. La tercera que probó de ese nuevo montón fue la que tuvo éxito:

    —Carpe y pluma de fénix. Cuarenta y un centímetros.

En cuanto la tomó sintió un agradable calor en los dedos que no sentía desde hacía décadas. Agitó la varita y de la punta salieron pequeñas chispas rojas y verdes como fuegos artificiales.

    Una sola lágrima de alegría rodó por la mejilla de Hagrid hasta perderse en su barba. El señor Olivander dio un salto de emoción.

Cuando Hagrid quiso pagar su nueva varita, el señor Ollivander insistió que con el paraguas rosa sería suficiente. Con la caja de su nueva varita en el bolsillo y más que feliz, el semigigante salió a la acera, donde se encontraba Harry sosteniendo una jaula en la que había una hermosa lechuza marrón claro.

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