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1: Nuestras cicatrices

Su piel relataba una historia que fue escrita con sangre. No solo en las marcas de los tatuajes que adornaban su cuerpo entero, sino también en las cicatrices que nos recordaban el camino recorrido para llegar a dónde estábamos.

Esa noche, como tantas, tenerlo a mi lado me resultaba irreal, más en aquella tranquilidad y en el silencio absoluto que nos rodeaba.

¿Por qué me parecía casi utópico encontrarme de esta manera, compartiendo el lecho en paz con el hombre que amaba?

Para una mujer en una relación cualquiera, puede ser algo completamente normal estar con el padre de su hija descansando a su lado.

Pero mi pareja no resultaba ser un hombre como otros, se trataba del wakagashira Okawa del clan Kurokami, una de las familias de la mafia yakuza más grandes en la actualidad.

No lo podía negar, desde la niñez, cuando era acompañada solo por la televisión, vivía en la espera de encontrar un príncipe azul, de esos que salvan a su damisela en peligro y se la llevan para ser felices para siempre.

Mi versión de felices para siempre era distinta. Mi héroe no venía de azul, sino que más bien traía consigo las manos teñidas de sangre. Y aunque a pesar de que cualquier otra podría sentirse intimidada, el toque de sus dedos recorriendo mi piel me daba cierto estado de paz.

—Jigoku... —susurró muy cerca de mi oído, haciendo que mi cuerpo entero se estremeciera con el sonido de su voz.

—Daichi —respondí en un suspiro cuando él deslizó mi cabello hasta dejar mi cuello expuesto, para depositar un lento y dócil beso sobre mi piel, antes de apretar su cuerpo por completo contra el mío y quedarse en silencio.

Separados por solo nuestra ropa interior podía palpar su deseo que se manifestaba en una dura erección que se chocaba con mis nalgas. Sin embargo, sus manos no buscaban mis partes más sensibles ni se empeñaban en otra cosa que no fuera aferrarme a él. Más que de sexo, mi japonés parecía estar deseoso de algo más

Su respiración profunda lo delataba. Lo conocía lo suficiente como para saber que algo le preocupaba.

Desconcierto que me contagió al yo notar en un extremo de la habitación la muda de ropa que se había quitado al llegar.

—La ropa...

—Lo siento mucho. No quería ensuciar el suelo de camino al baño. No pretendía dejar la ropa tirada —se excusó.

—Está bien, pero la ropa tiene sangre —señalé—. Daichi, ¿qué pasó? —insistí.

—Gajes del oficio —respondió, tocando mi hombro para hacer que me girara hacia él, colocando su robusto cuerpo sobre el mío. Apoyó los brazos sobre la cama, con la distancia suficiente para notar sus pequeños ojos observarme fijamente, con la intensidad asesina de siempre.

Sabía lo que significaba estar con un hombre como él y lo que eso acarreaba. Pero no podía mandar al corazón, porque las mismas cicatrices que distorsionaban los bellos artes de colores que lo constituían, eran un complemento más para las heridas internas que solo juntos éramos capaces de sanar.

—Esa sangre... ¿Hay algún problema? ¿estás preocupado? —indagué.

Sus labios dieron un movimiento frágil que tomé como una afirmación. Él se mantuvo silente, y llegó hasta una de las pequeñas mangas de mi blusa de seda, la que bajó con la intención de buscar mi pecho.

—Te necesito —musitó.

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