🌼Áster🌼
"Si necesitas algo, no dudes en decírmelo", fueron las últimas palabras de Ewart antes de que yo bajara del auto. Con esa promesa resonando en mi mente, los últimos metros bajo la lluvia se impregnaron de una persistente melancolía.
No era la respuesta que esperaba, pero sí la que necesitaba: que era yo quien debía de formar mi propia conclusión de él.
Me detuve junto a la valla de madera donde terminaba el jardín y le miré por encima del hombro, capturando su sonrisa cálida.
«Tal vez no nos volvamos a ver» pensé con desazón y entré en la sala.
A pesar de mis esfuerzos, no podía recordar cómo me hice amigo de Ewart, ni qué fue lo que nos distanció. No quería volver a alejarme de él, ni tampoco deseaba que lo mismo sucediera con Asher.
Los nuevos sentimientos me embargaban, trayendo consigo una alegría que, paradójicamente, me fatigaba. No sabía con certeza por qué dolía, pero culpaba a la esperanza que había mantenido hasta entonces.
No esperar nada debía ser tan liberador.
De repente, sacado de mis pensamientos, escuché unos pasos acercándose. En el momento en que me giré, noté a mi abuelo recargado en el pilar de la entrada.
—Llegas muy tarde para haber tomado un taxi y demasiado temprano para haber caminado. ¿Descubriste una función turbo en tu bastón?
Me reí ante su ocurrencia.
—Un compañero me acercó, aunque igual estoy hecho un desastre.
—Es porque insistes en no llevar paraguas —dijo mi abuelo, con sus ojos brillando de diversión.
Caminó hasta mí y me extendió una toalla, la cual no dudé en tomar para secar mi cabello.
—Es que ya llevo una mano ocupada con el bastón. La otra con un paraguas es demasiado para mí. A menos que inventen un bastón-paraguas, no me quedan opciones.
Esta vez fue él quien rio. Me gustaba verlo reír porque siempre era él quien hacía un esfuerzo por sacarme una sonrisa.
—Anda, ve a tomar un baño caliente antes de que te resfríes. Después seguimos charlando.
Le agradecí y me dirigí a mi habitación con cuidado de no resbalar. Cerré la puerta suavemente y me recargué contra ella, dejando que mi cuerpo se deslizara hasta quedar sentado en el suelo. Revisé el mensaje en mi teléfono y suspiré amargamente al llamar sin recibir respuesta.
Intenté tranquilizarme diciendo que solo intentaban molestarme, pero las preguntas persistían: ¿por qué Ewart no reveló más? ¿Era tan grave lo que no sabía, independientemente de su veracidad?
A pesar de mi curiosidad por Asher, concluí que Ewart tenía razón: las opiniones de los demás eran importantes, pero debía formar mi propia opinión.
Permanecí unos momentos más en el suelo hasta que las dudas se aquietaron. Luego, con esfuerzo, me levanté y fui al baño. La ducha caliente me ayudó a relajarme y a despejar un poco mis pensamientos.
Más tarde, una vez que terminé, me sentí renovado. Bajé de nuevo a la sala y encontré al abuelo tarareando la misma canción que Asher me había mostrado, mientras limpiaba sus figuras de porcelana.
—¿Dónde aprendiste esa canción? —pregunté mientras me acomodaba en el sofá.
—¿Esta? No sé, parece que la música coreana está de moda.
—Supongo que sí, es linda —respondí, tratando de sonar casual mientras la memoria de Asher cantando esa canción inundaba mi mente.
—De esas canciones que solo dedicas a alguien especial, ¿no crees?
—Sí, supongo que sí —balbuceé, sintiendo un leve rubor en mis mejillas.
Él se detuvo y me observó con una sonrisa.
—Pero bueno, no era precisamente de música de lo que quería hablar contigo.
—¿De qué entonces? —pregunté, curioso.
—Solo charlas de un viejo —rió mientras seguía limpiando sus figuras—. Vi en las noticias que el matrimonio homosexual ahora es legal.
El corazón me dio un salto e intenté ordenar mis pensamientos.
—Sí, algo escuché —pronuncié tan tranquilo como pude.
Hubo un silencio tenso y, aunque no lo miraba directamente, sentí su mirada fija en mí.
—Lo he estado pensando mucho y quiero pedirte un favor.
—¿Un favor? —repetí, con un nudo en el estómago—. Claro, dime, abue.
—¿Me explicas las diferentes orientaciones? —preguntó con una sinceridad que me desarmó.
—¿Qué? —solté, sorprendido.
Él se recostó en el sillón y, tras un momento, volvió a mirarme.
—Sí, es que no sé cómo dirigirme a las personas que les gustan los hombres, las mujeres, o ambos.
La angustia que sentía comenzó a desvanecerse y una sonrisa apareció en mi rostro.
—Bueno, siempre queda la opción de dirigirse a ellos por su nombre —sugerí, mientras mis ojos se desviaban hacia el ventanal que mostraba una vista parcial del jardín delantero.
—Sí, pero si me hago un perfil en Tinder, ¿cómo voy a saber con cuáles señoritas tengo oportunidad y con cuáles no?
Nos echamos a reír juntos, y por un momento, todas las preocupaciones desaparecieron, reemplazadas por la calidez de ese instante. Una vez que las risas se calmaron, ambos nos quedamos en silencio, recuperando el aliento. La sonrisa permaneció en mi rostro mientras asentía.
—Está bien, abue, te lo explicaré —dije, aún con una chispa de diversión en mis ojos.
Comencé a explicarle las diferentes orientaciones de una manera sencilla. Mi abuelo escuchaba atentamente, asintiendo de vez en cuando. Nuestras voces se entrelazaron en historias, preguntas y respuestas. Aunque mostraba entusiasmo al descubrir algo nuevo, se tomaba su tiempo para asimilarlo.
Una vez que el fervor de la conversación fue atenuándose, él desvió su mirada hacia afuera, visiblemente más relajado.
—Y pensar que todo este tiempo fui demisexual y ni siquiera lo sabía.
—¿En serio? —pregunté sorprendido.
—De verdad, tu abuela también lo dudó muchas veces, pero era la única persona que despertaba interés en mí.
—Seguro que lo sabía —comenté, intentando aligerar la atmósfera—. Siempre fuiste un gran esposo con ella.
Su mirada se tiñó de nostalgia y sus ojos se volvieron hacia una de las fotos familiares. Pareció perderse en algún recuerdo lejano, uno lleno de amor y momentos agradables.
—Claro que lo fui —contestó con orgullo al cabo de un rato—. ¿Y qué hay de ti? Con todo lo que sabes, imagino que tienes algunas ideas sobre lo que te hace feliz.
Encogí los hombros. Nunca le dije a él o a mi tío sobre Reynold. No podía contarles todo, pero confiaba en que ellos lo entenderían.
En ese instante me di cuenta de algo: en realidad, jamás me interesaron los temas amorosos, toda mi vida se resumía en querer ser normal como los otros.
Cuando Reynold me confesó sus sentimientos, no me interesaba que fuera hombre o mujer, estaba tan desesperado por cualquier tipo de atención o afecto que terminé por aceptarlo ante la mínima muestra de cariño y palabras bonitas.
—Mira, sé que hay cosas de las que no puedes hablar con un anciano anticuado, solo quiero que sepas algo: nunca debes de tener miedo de lo que otros puedan pensar, incluso yo.
Negué con rapidez tras advertir el cambio en su expresión. La idea de ser el causante de su preocupación me afligía.
—No es eso —me apresuré a explicar—. Es solo que no he encontrado a alguien especial, así como lo era la abuela para ti. Ni hombre ni mujer.
Él soltó un audible suspiro y dejó la última de sus figuras de porcelana en la mesita.
—Todavía eres muy joven, Dom. Prométeme que, cuando encuentres a esa persona, escucharás a tu corazón y no a las opiniones de las personas.
Una sonrisa cálida iluminó su rostro y me sentí conmovido por saber que él me apoyaba incondicionalmente.
—Prometido, abue. Eres el mejor.
—Tú también eres un nieto maravilloso.
Fuera, la lluvia había cesado y el crepúsculo dio paso a la oscura noche. Un sonido casi imperceptible se produjo en el charco de la entrada y fue secundado por el pomo de la puerta.
—Parece que ya llegó Jonathan —dijo mi abuelo, levantando la mirada con una sonrisa anticipada.
La puerta se abrió y tío Jonathan entró, sacudiéndose el agua de los hombros.
—¡Buenas noches! —saludó con su típica alegría, dejando que su voz llenara la casa—. ¿De qué hablaban que se ven tan animados?
—De que el matrimonio gay ya es legal y ahora no tienes excusas para seguir soltero —respondió mi abuelo con una sonrisa pícara.
—Papá, ya te dije que no soy gay —respondió mi tío, riendo mientras dejaba las bolsas en la mesa y se quitaba el abrigo.
—Patrañas, lo que pasa es que no sabes cómo dejar el clóset.
Las risas resonaron en la habitación, y me sentí envuelto en la familiaridad de sus bromas. Mi tío sacudió la cabeza y se dejó caer en el sillón junto a nosotros.
De repente, el cielo nocturno se iluminó con destellos de colores y el estruendo lejano de fuegos artificiales. Nos asomamos por la ventana para contemplar el espectáculo, y el resplandor de las luces reflejó el brillo de sus rostros.
La calidez de ese momento me hizo ver cuánto habían cambiado las cosas en los últimos días. Antes me sentía apartado, pero ahora, me daba cuenta de que realmente pertenecía aquí. Cada risa compartida, cada gesto de afecto, resonaba en mi corazón, creando recuerdos que sabía que atesoraría por siempre.
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