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Capítulo 7

Aquí les traigo el capítulo semanal de #UNEES, el último antes de mi (más que merecido) descanso estival (también descanso de las actualizaciones). Volveré con más fuerzas y más capítulos que compartir.

Como siempre pueden leer el capítulo aquí o en mi blog (http://www.nayraginory.blogspot.com.es), o descargar desde 4Shared en Epub, Mobi o PDF (enlaces aquí http://nayraginory.blogspot.com.es/p/unees.html).

Espero vuestros comentarios en la página de ATDS (https://www.facebook.com/novela.atds) o en Twitter con el Hashtag #UNEES.

A partir del 21 de julio habrá nuevos adelantos del capítulo 8, que publicaré el 26 de Julio, hasta entonces... ¡Feliz Verano!

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Hacía años que Morgan no se permitía el sencillo, relativamente barato y sudoroso placer de ir a una discoteca, quizás porque de una manera u otra había llegado a pensar que esos días de juergas locas habían quedado atrás para él al ir cumpliendo años. A medida que se acercaba a la treintena había ido desplazando su ocio nocturno hacia elegantes y selectos bares after work, en cuyas barras, abarrotadas de todo tipo de profesionales que buscaban una vía de escape al salir de sus oficinas, podía encontrar una excelente copa, buen jazz y la posibilidad más que plausible de conocer mujeres hermosas y sofisticadas que colmaran sus noches. En los últimos tiempos, desde que compartía su vida con Kato y ya no estaba necesitado de vagar de bar en bar en busca de compañía, se había aficionado a ir con él a cenar por ahí, o a acompañarlo a la ópera. Sin embargo, a medida que se dejaba engullir por la multitud del Sodoma, no dejaba de repetirse a sí mismo una y otra vez que aún no era demasiado mayor para ese tipo de divertimentos.

­Su acompañante, por el contrario, no parecía tan convencido. El rostro de Karel había enrojecido nada más traspasar las puertas del local, cuando un joven con un bigote a lo Freddie Mercury y labios pintados de intenso carmín se había ofrecido, con una profundísima voz de barítono, a hacerle algunos favores a un precio especial, y no había recuperado su color hasta el momento. Morgan no era tan iluso como para esperar que Karel se sentiría a gusto en ese tipo de ambiente, pero sí que había esperado de él que mantuviera la compostura en un lugar al que de manera tan voluntariosa había acudido.

Había supuesto que convencer a Karel para que fuera con él al Sodoma sería lo más difícil, quizás que sería imposible después de que ni siquiera Noel consiguiera persuadirle de que fuera con él. Pero se había equivocado. Casi le parecía que Karel se había arrepentido de declinar la oferta de su pareja con tanta vehemencia, y que buscaba desesperadamente una excusa para remediar su error. Ni siquiera tuvo que usar el discursito que tan cuidadosamente había planeado para vencer las reticencias de su amigo: en cuanto le expuso su idea de ir juntos al local para darle una sorpresa a sus respectivas parejas, Karel se había limitado a asentir con cierta circunspección, a coger su chaqueta y a preguntarle mientras salían de la habitación del hotel si realmente creía que la sorpresa sería bien recibida por Kato-san.

Morgan meneó su trenzada cabeza, en un intento de desembarazarse de ese pensamiento. No había querido pararse a pensar en la reacción de Kato si lo descubría allí porque sabía a ciencia cierta que esta no sería favorable, pero eso no debía ser un inconveniente para él. No estaba allí por Kato, se recordó, no deseaba, como deseaba Noel, compartir aquella noche y aquel lugar con su amante. No era esa la razón por la que él quería ir al Sodoma, siendo bastante consciente de que se congelaría el infierno antes de que Kato se permitiera a sí mismo disfrutar de un sitio así. Estaba allí para satisfacer una curiosidad malsana y morbosa que había tenido desde el momento en el que besara a Kato por primera vez, una curiosidad que deseaba satisfacer aquella misma noche, y nadie, ni siquiera ese japonés de ojos de hielo y labios de fuego, tenía derecho a impedírselo.

—No deberíamos haber venido —oyó decir a Karel, que caminaba detrás de él agarrándose a su chaqueta para no perderse en medio de la multitud, de la misma manera en la que un niño llorón se agarraría a las faldas de su madre—. Esto es una locura —añadió, aparentemente escandalizado al mirar a su alrededor.

Morgan sonrió. Él también estaba sorprendido por el ambiente que se respiraba allí, pero no escandalizado; no era tan fácilmente impresionable como su amigo y, en todo caso, era eso más o menos lo que había esperado encontrar. El Sodoma no era mucho más salvaje que algunas discotecas que había visitado en Nueva York en sus años universitarios, donde las drogas y el alcohol campaban a sus anchas y donde la gente perdía el control con facilidad. La diferencia aquí era la testosterona que se respiraba, por supuesto, y el hecho de que los hombres que veía por doquier estaban más que dispuestos a dejarse llevar. A pesar de que el Sodoma disponía de un enorme y célebre cuarto oscuro, y que algunos carteles que había visto recordaban a sus clientes la obligatoriedad de ir allí para mantener encuentros sexuales, ya había visto suficientes pajaritos fuera de su jaula como para suponer que la clientela del Sodoma se pasaba esa obligatoriedad por el forro de los cojones.

—Sí, es una locura... —suspiró con cierto deje de placer en su voz—. Espera a que Noel te vea aquí y... ¡Ay!

Una tromba dorada había chocado contra él y Morgan apenas tuvo tiempo de percatarse antes de sentir un doloroso golpe en el hombro. Al levantar la mirada, se encontró con una melena rubia, y durante una décima de segundo le pareció muy divertido haberse topado con Noel a la misma vez que lo mentaba, pero un segundo vistazo le convenció de que no era con el modelo con quien había tropezado. Este hombre también era alto, y asombrosamente atractivo, pero no era Noel. Tenía la mirada perdida y se aferraba al brazo de Morgan como si temiera caerse sin su apoyo.

—¿Estás bien? —le preguntó.

El hombre volvió hacia él unos ojos increíblemente claros y sin contestarle si quiera, se apartó de él y siguió su camino.

—¿Crees que estará borracho? —le preguntó Karel.

—O algo peor. Vamos, consigámonos una copa para nosotros mismos —dijo, guiando a Karel hacia la primera barra que pudo atisbar—. Con suerte, atisbaré algo interesante antes de que Kato me vea y me eche a patadas de aquí.

Karel se apoyó a su lado en la barra y le lanzó una mirada que pudo interpretar como un «y bien merecido te lo tendrías», pero la ignoró olímpicamente.

—Vamos —dijo—, no me digas que nunca has querido hacer turismo gay.

—¿Turismo gay? —dijo Karel, y a causa de lo alto de la música y el barullo que había a su alrededor, Morgan no pudo dilucidar si aquello había sido una pregunta o un bufido de desaprobación. Conociendo a Karel como lo conocía, lo más seguro era que se tratara de lo segundo.

—Sí —insistió—, ir a sitios de ambiente, hospedarte en hoteles gay friendly, tener amigos gays...

—Gracias a ti y a tu incomprensible enamoramiento de Kato, ya tengo amigos gays —bromeó Karel justo antes de pedir dos whiskys con hielo.

Morgan cogió el vaso que el camarero le ofrecía, agitó su contenido brevemente y dio un sorbo mientras miraba a su alrededor. El local estaba en su apogeo, y en medio de la maraña de gente que había, apenas podía entender nada de lo que estaba ocurriendo, lo cual era a la vez perturbador y tremendamente estimulante. A su izquierda, Karel parecía repentinamente interesado en su copa y nada más que su copa, así que Morgan miró hacia su derecha.

Allí vio a otro hombre, apoyando en la barra con languidez y agitando el contenido de un vaso de tubo con un largo y elegante dedo. Era mucho más bajo que él, delgado, moreno e increíblemente guapo. Al saberse observado, el hombre le miró, posando en su rostro unos ojos enormes y de un indescifrable color grisáceo.

—Perdona —dijo Morgan, mientras una indefinida sensación de reconocimiento le sacudía el ver esos ojos—. ¿Te conozco de algo?

El otro esbozó una insufrible sonrisita ladeada.

—Y aquí está. La frase más manida y menos original del mundo para ligar.

—Que no, que lo digo en serio —replicó azorado, sintiéndose como una hormiga aplastada por el ego demostrado por aquellos sardónicos labios—. Yo te conozco de algo.

—Ya, claro... ¿Y de qué, si puede saberse?

De repente, Morgan deseó, más que nada en el mundo, borrar aquella odiosa sonrisa de aquel rostro tan pagado de sí mismo, y quizás las ganas de revancha estimularon su memoria, porque de repente, lo recordó.

—Tú eres uno de esos alemanes de apellido impronunciable —dijo, y la sonrisa se desvaneció de golpe. "¡Bingo!", pensó—. Los de la empresa de suministros médicos y servicios farmacéuticos —continuó, habiendo ya recordado plenamente de qué lo conocía—. Hicimos una campaña publicitaria para ustedes hace unos años.

—Vaya, ahora parece ser que te debo una disculpa. David Van Kerckhoven —dijo, a la vez que extendía su mano derecha.

—Morgan Rollins —respondió, estrechándosela. Luego, para terminar de rematarlo, soltó—: Lo que no sabía era que perdieras aceite.

David palideció durante un segundo y Morgan experimentó ese subidón de testosterona que sentía cada vez que superaba a un rival, pero de repente, aquella odiosa sonrisita volvió a aparecer, cuando los ojos de David se posaron en un punto detrás de él.

—Y usted debe de ser el célebre Karel Berenson —dijo, con un tono de malicia en su voz que hizo que a Morgan se le erizara el vello de la nuca.

Karel, que había estado ajeno al resto de la conversación, se adelantó para estrechar la mano que David le ofrecía, sintiéndose, aparentemente, muy halagado.

—¿Conoce mi trabajo? —preguntó.

—En realidad, le conozco por su escandalosa salida del armario en la última ceremonia de los AME Awards —respondió David—. Felicidades por el galardón, por cierto.

Karel enrojeció hasta las orejas y Morgan no pudo otra cosa más que estallar en carcajadas.

—¿Y usted? —preguntó David, apoyándose de nuevo en la barra y deslizando una perezosa mirada por su cuerpo—. ¿También pierde aceite, señor Rollins?

—¿Le gustaría que así fuera?

David sonrió, como si todo aquello no fuera más que una broma para él.

—¿Le gustaría que me gustara que así fuera?

Morgan se acercó mucho a él.

—Lo que me gustaría es que me dijera qué pueden hacer aquí dos novatos en el Sodoma.

—Aficionados... —bufó David, fingiendo desprecio, para luego añadir con una sonrisa, algo más cordial—: ¿Qué le gustaría saber?

—No lo sé... ¿Una guía turística por el local?

—No pretenderá que le acompañe, señor Rollins —ronroneó David, que parecía divertirse ahora en fingir un candor que ambos sabían que no poseía.

—Con que me digas dónde están los rincones más interesantes, me sentiré más que satisfecho.

Si David se sintió rechazado, no hizo nada por demostrarlo.

—Pues la verdad es que hay muchos. La pista de baile central es aquella —dijo señalando hacia un punto en el centro del local—, pero a efectos prácticos, la gente baila en todas partes. Hay cuatro barras de copas, y por allí hay otra barra —señaló hacia una estructura de madera que Morgan podía apenas intuir—, especializada en cócteles tropicales, atendida por un mexicano guapísimo. Cerca de esa barra, al fondo de local, junto a las columnas, hay unos sillones de lo más cómodo. Los aseos están bajando por allí, y si mira a su derecha verá que...

De repente su expresión cambió, y sus ojos quedaron fijos en un punto determinado. Por puro instinto, Morgan siguió su mirada. A pocos metros de ellos un nutrido grupo de hombres bailaban y bebían, pero nada le pareció tan reseñable como para justificar el súbito cambio de actitud de aquel altivo hombre. Volvió a mirar a David, y luego de nuevo a aquel grupo. Y entonces supo qué era lo que estaba mirando con tanta fijación.

En el centro de aquel grupo había un chico. Y no un chico cualquiera. Morgan tenía que admitir que el muchacho tenía una especial y floreciente belleza, siempre y cuando, se dijo para sí, te gustaran los jovencitos. El chico meneaba con encanto su dorada cabecita a la vez que agitaba sus caderas en un baile lúbrico y explícitamente sensual, y comprendió con facilidad por qué había tantos hombres arremolinados a su alrededor.

—¿Qué edad crees que tendrá? —oyó bufar a Karel a su espalda, quien aparentemente miraba con profunda desaprobación lo mismo que él.

—Supongo que la suficiente para estar aquí —comentó como si nada. De nuevo volvió a mirar a David, para hacerle un comentario jocoso acerca de su aparente preferencia por los adolescentes, pero se lo guardó al ver su rostro. A diferencia de los demás, él no miraba a aquel chico para recrearse en un cuerpo bonito y en la posibilidad de pasar una noche de sexo con él, sino con la expresión herida de alguien que ha perdido algo muy querido. En ese mismo momento, Morgan descubrió dos cosas: que su actitud arrogante no era más que una máscara tras la que ese hombre ocultaba su profunda vulnerabilidad, y que él haría bien en no aprovecharse de ello—. ¿Le conoce? —preguntó al final, con voz suave.

David agitó la cabeza, como si se desperezara de un sueño.

—¿Cómo dice?

—Le preguntaba que si conoce a ese chico.

Los enormes ojos de David se volvieron hacia él con reticencia, endureciéndose en algún lugar del camino.

—No —dijo.

Y Morgan supo una tercera cosa: que mentía.

—Mira a todos esos babosos —escupió Karel, aún observando la escena, y totalmente ajeno a cómo esta afectaba al alemán—, algunos tienen edad de ser su padre, por lo menos. Y dónde estarán los padres de ese jovencito, me pregunto yo, cómo pueden permitir algo así.

La perorata de Karel siguió largo rato, divagando en lo que él haría si fuera el padre de ese joven, cómo le impediría ir a sitios así y cómo le partiría la cara a todos los hombres que miraran a su hipotético hijo de aquella manera. Pero Morgan ya no le hacía ningún caso. El rostro de David se había ido endureciendo a medida que escuchaba el discurso de su amigo, y creyó más que conveniente acabar con aquella situación.

—¿Y dónde se encuentra la zona VIP? —preguntó, retomando su conversación anterior como si esta no hubiera sido nunca interrumpida.

—En el piso superior —contestó el otro con voz aún ausente—, pero es necesario reservarlo de antemano.

—¿Algún otro lugar que deba conocer?

—Oh, por supuesto, qué cabeza la mía —contestó David con voz ladina, habiendo recuperado ya gran parte de su aplomo—. Aquel de allí es el cuarto oscuro —dijo, señalando con su mirada una ominosa puerta negra a la izquierda del local—. No dejen de visitarlo.

La expresión de David, lasciva de repente, sacó nuevos colores al rostro de Karel, que no se había perdido ni un detalle de lo que dijera.

—¿Qué, Karel? ¿Nos damos una vuelta por ese famoso cuarto oscuro? —preguntó Morgan, dándole un codazo en las costillas.

—Ni muerto.

—Vaya, pero qué tímido es tu novio —soltó David.

—Perdone, señor —Karel parecía haber superado su nivel de vergüenza para alcanzar el del enfado—, pero no se equivoque. Morgan y yo sólo somos amigos.

—Ya, claro, amigos... —le concedió David, pero la expresión de su rostro dejaba traslucir perfectamente qué clase de amigos creía que eran—. De todas formas, señor Berenson, quizás no debería negarse a sí mismo ciertos placeres de manera tan vehemente.

—¿Por qué no?

—Oh, ya sabe lo que dicen —dijo con un leve encogimiento de hombros—. Carpe Diem.

Y un guiño, se perdió entre la multitud.

—Pero qué tío tan... —empezó Morgan.

—Arrogante —terminó Karel por él.

Sexy —dijo Morgan casi al mismo tiempo. Se miraron a los ojos y sonrieron—. Creo que tienes razón, es un capullo.

—¿Un capullo sexy? —tanteó Karel.

—Venga, hombre, no seas hipócrita —espetó Morgan—. No me digas que no lo encontraste atractivo.

—Demasiado bajito para mi gusto —bufó Karel.

—Ya, claro, a ti sólo te gustan altos, rubios y con una abultada cuenta bancaria —dejó caer Morgan como si nada—. Aunque estoy seguro de que en eso último, el alemán del apellido impronunciable sería más que satisfactorio.

—¿Estás valorando si es un buen partido? —preguntó Karel, medio en broma—. No te habrás cansado ya del bueno de Kato, ¿verdad?

—No es eso, y no creas que he venido aquí para ponerle los cuernos a Kato.

—¿Entonces, para qué has venido?

Morgan sintió que en ese momento debía mostrar ineludiblemente sus cartas, como si aquel fuera su particular punto de quiebre.

—Joder, Karel, ¿tú nunca sientes curiosidad?

—¿Curiosidad de qué?

—De esto —dijo moviendo su brazo, en un intento de abarcar al local y a los hombres que allí había—. Nunca te has parado a pensar que tú y yo hemos descubierto el sexo con hombres con un solo hombre. ¿No hubieras deseado haberlo descubierto antes de conocer a Noel? ¿Haber experimentado un poco antes de decidirte por alguien?

—¿De la misma manera en la que tú experimentaste durante años con mujeres sin haberte decidido nunca por ninguna? —preguntó Karel, como un profesor aleccionado a un alumno desaplicado—. Noel me da estabilidad, amor, cariño, y para mí eso es más importante que el sexo con mil mujeres... o con mil hombres. ¿No sientes tú lo mismo con Kato? —preguntó casi con pena.

—Por supuesto que sí —espetó—, y como ya he dicho, no quiero ni deseo estar con otros hombres. Pero eso no quiere decir que no tenga curiosidad.

—Venga, vamos a ver si encontramos a Noel. Puede que consigas saciar tu curiosidad por el camino.

Y sin una palabra más, se perdieron en la sinuosa oscuridad del Sodoma.

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