Parte I
No debí confiar en Guillermo. No debí creer que para él sería una broma tanto como para mí. ¡Es que todos estos años de amistad no me habían enseñado que él siempre se toma en serio mis babosadas!
Suelto un gruñido mientras camino hacia donde se supone que está mi compinche de estupideces. Sin embargo, un crujido me hace dar la vuelta, apunto la linterna de mi celular, pero una gran sombra se abalanza sobre mí antes de poder verla por completo. Caemos al suelo y trato de golpearla y patearla; me sujeta de los brazos para impedirlo, inmovilizándome. Estoy a nada de gritar por ayuda cuando escucho las risas provenir del extraño.
—¡Cálmate, tonto! —me dice.
Reconozco la voz y dejo de luchar. Entrecierro los ojos y observo mejor a quien tengo encima. No es otro que el idiota de Guillermo. Aprieto los dientes y lo aparto para tomar mi celular y levantarme.
—¡Idiota!
Él se ríe.
Debí suponer que era él. Siempre haciendo sus estúpidas bromas. ¡Es tan insufrible! Pero al verlo ahí, abrazando sus piernas, con su cabello castaño alborotado, sus mejillas sonrojadas y sus ojos cafés llenos de alegría, no puedo continuar estando enojado. Dejo caer mis hombros en derrota. Lo miro y su sonrisa sigue presente en un bonito gesto.
—Dime, ¿a qué hemos venido aquí? —le pregunto, apartando la vista de él.
—Pues dime tú. —Se levanta, sacudiéndose la tierra de los pantalones—. Fue tu idea venir.
—No, no fue mi idea. Solo fue sarcasmo.
Enarca una ceja y yo aprieto los labios. No mentía. Lo que en realidad le había dicho fue, irónicamente, que sería genial ir a un cementerio, pasar la noche para ver espectros inexistentes, enfermarnos de neumonía y morir. No sé qué diablos escuchó. Y si vine aquí fue por mera presión social. Me había agregado a un grupo, junto con otros colegas, de dizque «fanáticos del terror», solo para ponernos de acuerdo en venir a pescar fantasmitas. Claro que, cuando llegué, por privado me dio instrucciones muy detalladas de por dónde pasar para evitar al velador, y un «¡Será divertido!». Eso me debió dar una pista de la malísima idea que era esto. Ahora en cualquier momento podemos ser atrapados o confundidos por saqueadores de tumbas.
—¿Y los otros locos fanáticos del terror? —indago, viendo que somos los únicos presentes.
—Se arrepintieron —responde con un encogimiento de hombros, como si no le importara—. Además, castigaron a los hermanos Ramírez. —Prosigue a rascarse la nuca y se le ve nervioso— Oye, por cierto, te... te quería decir algo, aprovechando que los demás no están...
—Guillermo, vámonos —fastidiado, lo detengo en lo que fuera a decirme—. No pienso quedarme aquí hasta que se te dé la regalada gana de irnos —le advierto mientras observo a nuestro alrededor con algo de inquietud de que nos escuche el velador.
—No me digas que tienes miedo, Nicky. —Su sonrisa se expande.
—No me llames Nicky, y no, no tengo miedo. —Me cruzo de brazos.
—Entonces, pruébamelo.
Empezamos a andar sin un rumbo fijo, buscando nada en particular. No sé con qué demonios quiere cruzarse. ¿Un borracho? ¿Un vagabundo? ¿Zombies? ¿Fantasmas? Está loco, eso lo tengo muy claro. Pero si él está loco, yo estoy de remate, porque, pese a saber las consecuencias de estar en este lugar, aún así lo sigo sin rechistar más de la cuenta.
Recorremos el cementerio como si fuera un día muy normal y casual. Guillermo se pasea como un niño en una juguetería, y termina consiguiendo mi atención más que el camino. ¿Por qué está tan feliz?
—Nic, ¿cuántas veces te vas a caer? —indaga.
—Cuantas veces quiera, Guízar.
Suelta una risita.
Mis mejillas se calientan a pesar del viento frío; aquella sensación ardiente que vengo sintiendo desde hace tiempo, aparece una vez más contra mi voluntad. Algo que maldigo para que desaparezca ya.
Pasamos por más tumbas, importunando a los muertos y gusanos. Estoy cansado y tengo sueño. El reloj de mi celular marca las doce de la madrugada, y la linterna está acabando con la batería. Guillermo no deja de llevarme de un lado a otro, inspeccionando hasta los árboles. Está claro que no estamos en la misma sintonía. Por fin me detengo, derrotado ante su actitud.
—Bien, Guillermo, me largo —le digo.
Él se voltea con cara de confundido. ¿Podría creerse que me estoy divirtiendo?
—¿Por qué, Nic?
Ay no, sí se lo estaba creyendo el muy desgraciado.
—¿Por qué? —repito, incrédulo. Levanto mis brazos y respondo—: No sé, ¿por qué será? Quizá sea porque estamos en medio de un cementerio y de madrugada. ¿Tú qué crees?
—Que eres un exagerado —lo dice con total certeza y serenidad en su voz.
Suelto un bufido mientras me paso una mano por la cara.
—Me voy. Tú quédate y cágate en los calzones, yo no.
—Ah. —Alza su dedo índice—. Así que sí admites que hay fantasmas que me puedan asustar.
—Sí, como el loco de la esquina que revolotea sus pestañas cada vez que ve a tu prima.
Justo cuando me doy la vuelta, dispuesto a irme, un grito rasposo y tormentoso nos alerta. Nos ponemos espalda contra espalda y revisamos a todas direcciones. Mi linterna apenas alumbra algo. Una vez más maldigo a Guillermo. No me asusta la idea de que sea un fantasma, sino una mujer de verdad a la que le estén haciendo algo. Físicamente, tal vez podríamos ayudarla. El problema, en sí, es algo llamado... arma.
Al no escuchar más gritos, me coloco al lado de Guillermo. Los dos comenzamos a temblar, y ya no solo porque la temperatura se tiró un subidón, sino por la nueva voz que surge de entre los árboles.
—¿Qué será? —pregunta mi amigo.
—¿Quieres ir y averiguarlo tú? Yo feliz de que lo hagas. —Le doy un empujón a su hombro.
—Claro, claro. —Se hace para atrás y ahora es él quien me empuja—. Aquí somos un equipo, un dúo, una pare...
—Sí, sí. Ya entendí —le interrumpo antes de que diga esa palabra que me viene incomodando desde que la usó la primera vez en medio de la clase y, que desde ahí, la gente piensa que somos algo más—. Eso me saco por quedarme en base a tus berrinches.
—Berrinches. —Resopla—. Yo no te obligo, Nicolás. Si has venido es porque quieres estar conmigo, aunque sea en estas condiciones. De lo contrario, nadie te podría sacar de la casa.
—Ni el chango —murmuro en voz baja, evitando que vea mi cara que debe de estar como un tómate.
—Vamos. —Me toma de la mano y, ahora sí, me obliga a seguirlo a donde cree que han provenido los gritos.
Llegamos a un claro entre todos los árboles y tumbas. Desde aquí se ve la iglesia de la inmaculada (o una copia maltrecha) y la escuela primaria a donde antes íbamos. Recuerdo que los mayores contaban historias de terror sobre este lugar. Curiosamente, era sobre una mujer...
Estoy atento a todos lados por si veo algo, pero termino chocando contra la espalda de Guillermo, que se ha detenido. Frunzo al ceño al no comprender qué le pasa, hasta que sigo su mirada al otro lado del claro. Mi corazón late al verla. Al frente hay una figura esbelta, lleva consigo un largo vestido blanco y un velo negro que le tapa el rostro; no obstante, puedo distinguir debajo de este unos ojos grandes; cejas oscuras pobladas; cabello negro, largo y ondulado. Es hermosa. No puedo describir qué me parece hermoso de ella, solo que así la percibo... Camino no sé cuántos pasos hasta que alguien me agarra del brazo y me obliga a girarme. Guillermo niega con la cabeza. Intento deshacerme del agarre, pero él me lo impide con un fuerte apretón que me lastima.
—¡Suéltame! —le exijo, subiendo el tono de mi voz.
—Piensa bien, Nic. —Su mirada es intensa.
Yo soy quien usa la lógica aquí, así que no entiendo por qué no lo hago y es él quien se lo piensa más. Una mujer en medio de la nada, que no dice ni hace nada y que no se ve que esté malherida o que alguien la esté persiguiendo. No voy a jurar que es un fantasma. Puede que sea una nueva táctica para robar y ella sea la distracción. Por si acaso, retrocedo. La mujer lo nota y no parece muy feliz.
—Creo que... mejor nos hubiéramos quedado a hacer un maratón de Coraje, el perro cobarde —admito.
—Sí, estoy de acuerdo —asiente Guillermo en un hilillo de voz.
Los tres estamos preparados, esperando a que el otro dé el primer paso. Y, tal parece, es la mujer extraña la primera en desesperarse y atacar sin esperar más. Salimos corriendo a tropel, cayéndonos sobre el suelo y sobre el otro, gritando, maldiciendo, rezando y cagándonos encima porque de verdad que da miedo.
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