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Capítulo 2

Ante la desesperación de haber atropellado a alguien que, apenas la acomodó sobre el asiento, perdió la conciencia, Saturnino se sacó el móvil del bolsillo interno de la chaqueta y marcó el número de su hermana. Giovanna era médica residente del Servicio de cirugía del Hospital Presbiterano de Nueva York, ella sabría qué hacer con la joven.

Condujo lo más rápido que le permitía el límite de velocidad establecido e ingresó al estacionamiento del nosocomio sin elevar el pie del acelerador casi presionado a fondo. Aparcó con un chirrido y, enseguida, avisó a su hermana que ya había llegado.

—¿Qué mierda, Nino? —exclamó la mujer de guardapolvo blanco en cuanto vio a la muchacha desmayada dentro de la camioneta.

—Necesito que la revises, Anna —suplicó con el apremio que le otorgaba el temor de haber herido a alguien.

Como hijos de inmigrantes italianos nacidos en Estados Unidos, a ambos hermanos se los apodaba con la parte final del nombre.

Anna se sacó una pequeña linterna del bolsillo delantero del guardapolvo. Le abrió un párpado y enfocó la diminuta luz en el ojo marrón oscuro. La pupila respondió en el acto al estímulo lumínico.

La joven despertó y aventó un brazo hacia su hermana como si intentara espantar una mosca, pero estuviera demasiado borracha para divisarla bien.

—¡Hey!

Él se interpuso entre ambas y le explicó la situación, aunque no sabía si ella llegaba a entender algo, parecía bastante confusa. Al menos les había dado su nombre como una respuesta automática a la pregunta de Anna: Vivien. Nino lo repitió en voz baja.

Los observaba, en parte, ida y, en parte, aterrorizada. Tenía el maquillaje de los ojos y la boca corrido, por lo que traía en el rostro un manchón entre el dorado de los párpados y el rojo de los labios.

—Deberé hacerte unas pruebas, Vivien. —La muchacha negó con la cabeza a Anna con tanta efusividad que se desestabilizó hacia un costado. Se aferró del tablero del vehículo para mantenerse erguida en el asiento—. Puedo hacerte entrar sin que quedes registrada.

Las dos mujeres conectaron mirada y allí Nino entendió que se producía un intercambio que lo dejaba a él fuera. Giovanna tenía un pasado fuerte y que la había marcado desde la adolescencia. Y, aquella chica, vestida con un atuendo que evidenciaba a lo que se dedicaba, poseería un historial igual de intenso.

Así que la transportaron en una silla de ruedas desde el estacionamiento hasta el ala de estudios por imágenes, y su hermana la convenció de someterse a radiografías de tórax y del brazo y resonancia de cerebro. Luego se dirigieron al área de laboratorio, donde Anna habló con un compañero para que le realizaran una extracción de sangre.

Más tarde, esperaban en un box de atención donde Giovanna había examinado a la paciente con anterioridad. Vivien se hallaba sentada sobre una camilla con la espalda contra la pared y Nino estaba repantigado en una silla en una esquina. Aguardaban a que apareciera la médica con los resultados.

La expresión que le dirigió Anna en cuanto finalizó con los exámenes, Nino no supo cómo interpretarla. Tal vez pensaba iniciarse en la telepatía, él solo alzó las cejas, no obstante, la médica se aproximó hacia Vivien. Le habló en voz baja, por lo que él no pudo dilucidar ni una palabra.

Giovanna se acercó a él con aquel manto de seriedad que tenían los doctores cuando las noticias no eran favorables.

—Nino, no voy a contarte mucho, sabes que mi profesión me lo impide, solo que tiene signos de abuso sexual y su estado general no es óptimo. Debe ser monitoreada.

Se quedó atónito. Sabía que Vivien no estaba en buenas condiciones, no solo por ser embestida con el coche, sino que era como una bolsa de huesos a la que le habían robado unos cuantos kilos. La observó con atención y notó las marcas que le oscurecían las muñecas y los tobillos, como si la hubieran sujetado con fuerza. Otras magulladuras se esparcían por sus brazos y piernas.

—Giovanna, ¿qué esperas que haga? —susurró a su vez para que la paciente permaneciera ajena al intercambio entre los hermanos Moratti.

—Tú eres el que tiende a juntar gatitos callejeros.

—Eso era cuando niños, y ella no es un gatito.

—No podemos desentendernos, Nino. No me refiero por el accidente, sino porque no creo que tenga alguien a su lado.

Nino se supo derrotado.

Estuvieron en el hospital por varias horas en las que a Vivien le enyesaron el brazo derecho que estaba fracturado y le vendaron el tobillo izquierdo en el que había sufrido un esguince.

Antes de marcharse, Anna le entregó unas cuantas prescripciones para analgésicos y ungüentos.

Nino ayudó a la joven a pasarse de la silla de ruedas al asiento delantero del vehículo. Se detuvo frente a una farmacia para comprar lo indicado y prosiguieron camino hasta la calle Treinta y cinco este y la del Túnel Approach, frente al parque San Vartan. No intercambiaron ni una palabra durante el viaje. Vivien apoyó la cabeza contra la ventanilla y fijó la mirada en el paisaje que le ofrecía la Manhattan nocturna.

Estacionó y Vivien le señaló un edificio de cinco plantas, con ladrillo a la vista y balcones de hierro negro que, en realidad, eran la salida de emergencia en caso de incendio. Se notaba la falta de mantenimiento, tal vez con una buena mano de pintura bastaría.

Le llamaron la atención las mujeres de cabellos espesos y de colores vivos y ropas brillantes que estaban paradas a la entrada, como si se tratase de una reunión de consorcio. Tomó a Vivien del brazo sano para asistirla en el descenso y la escoltó a paso lento. Ella apoyaba el peso en su costado y Nino percibía tanto la fuerza como la fragilidad en la joven.

Vivien saludó a cada una del grupo con un beso en la mejilla e hizo caso omiso de las preguntas sobre el brazo, los moretones y la renguera. Las voces gruesas y agudas, los movimientos amplios y los gestos dramáticos hicieron parpadear a Nino al sentirse dentro de una obra de teatro. La accidentada asemejaba a una diva que, con mano en alto, dijera: «sin comentarios». Claro que de Vivien no salió tal frase, tan solo pasó entre sus amigas.

Nino no lograba sacudirse esas miradas que se fijaban en él como si fuera algo extraño y que no encajara en aquel sitio. Sentía el impulso de escudarse tras la prostituta ante la atención que él recaudaba de las gallinas que no dejaban de cacarear. Tenía los vellos de la nuca erizados y le hormigueaba la espalda ante la sensación de los ojos clavados en esta.

Una de «ellas», porque Nino se percataba de que algunas no eran mujeres, le cortó el paso a Vivien antes de que llegara a las escaleras que daban a los pisos superiores. Era morena, de un tono más profundo que Vivien, de ojos grandes y oscuros y cabello rojizo con ondas enormes. Infirió que se trataba de una peluca, pero no podía asegurarlo. Era más alta que él y con una figura de curvas desproporcionadas. Demasiado estrecha en la cintura y voluminosa al pecho y caderas. No obstante, se la veía con musculatura sólida y con una expresión un tanto amenazadora.

—Vivien, sabes bien que no debes traer hombres —comentó la recién llegada con un acento que le pareció latino—. Mamma Joe se enfadará.

—No es un cliente, Camelia.

Nino se detuvo a meditar un par de segundos lo que anunció Vivien. ¿Acaso todas ellas creían que él estaba allí para pagar por sexo? Parpadeó un par de veces y abrió la boca, pero no aclaró nada.

La mastodonte, al mejor estilo Wesley Snipes en Reinas o reyes, se apartó y les permitió proseguir. Él no sabía por qué continuaba el andar tras Vivien, pero no sentía dejar a la raquítica gatita callejera sola todavía. Además, debía ayudarla a subir las escaleras. ¿O era que temía estar rodeado de esos seres que lo contemplaban con ojos ávidos? ¿O serían de advertencia? Quizás cuidaban de las suyas y temían que lastimara a la joven. Miró hacia atrás, ellas continuaban con la vista enfocada en él, como punteros láser de un profesor de física. Se estremeció. Tal vez pensaran que él había sido el que la había dañado. Comprendía la necesidad de protegerla, él había sentido algo similar o en mayor magnitud cuando su hermana había sido violentada.

Al dar unos pasos pareció que había entrado en un mundo que nunca había notado que existía. Aparecían mujeres con amplias cabelleras, maquillaje estridente y ropa llamativa que apenas las cubrían, medias de red y tacones estilo rascacielos, como otras de aspecto más austero por las escaleras que subían o bajaban. Salían de los apartamentos de los pisos o se reunían a conversar en los pasillos. Las había con semblante masculino a pesar de la vestimenta femenina y otras que no lograba discernir de qué género eran.

—¿Quién es Mamma Joe? —preguntó al subir los escalones poco iluminados.

Había pensado en pasarle el brazo por la cintura para sostenerla mejor, pero se había contenido, por lo que ella se apoyaba en su costado derecho.

—La mujer que dirige este sitio —contestó casi sin aire.

—¿Ella te inició en la prostitución?

Vivien rio, pero era una risa amarga, sin gracia.

—No, ese fue otro. Mamma Joe acoge personas, más que nada adolescentes que huimos o fuimos echados de nuestras casas. Los encuentra en las calles y los trae aquí, así fue conmigo.

Ella hablaba con una naturalidad y con un tono monótono que Nino sentía hasta más escalofríos recorrerle la columna vertebral, como si la apatía agregara condimentos espeluznantes a la escena.

Cuando entraron en la habitación, porque eso era, más que un apartamento, lo recibió un sitio pulcro y ordenado. A un costado había un perchero de barra doble típico de las tiendas, con ropas estridentes, y una cama de una plaza; al lado, una mesa de noche y, en la pared opuesta, un escritorio ocupado por una computadora y una torre de libros, con una silla vieja por delante. Una ventana pequeña dejaba entrar la luminosidad de los carteles publicitarios del edificio de enfrente y teñía las paredes con el empapelado despegado de un rojo y azul parpadeante. Eso era todo. Diminuto y austero.

—Ya puedes dejar de ser niñero por hoy —anunció Vivien al tiempo que se sentaba sobre el lecho con cierta dificultad—. No te preocupes, no te haré ninguna denuncia y, aunque lo hiciera, nunca nos tienen en cuenta.

Él permaneció callado por unos segundos en los que se dedicó a observarla sin saber cómo conducirse con ella.

—Anna mencionó las lesiones que tienes, que no son solo del accidente. ¿Irás a la policía?

—Es algo normal.

—¿Qué hay de normal en una violación? —exclamó en una inflexión que hizo que ella se tensara, pero de solo pensar en lo que su hermana había tenido que transitar tantos años atrás, lo enfadaba hasta lo indecible el que esa joven se lo tomara tan a la ligera.

¿Cómo podía naturalizar un hecho tan atroz? Sin embargo, al mismo tiempo, lo hacía preguntarse las eventualidades que habría sufrido para que el tema prescindiera de gravedad ante sus ojos.

—Lo bueno es no terminar muerta —susurró Vivien, y él cerró las manos en puños ante lo que ella enfrentaba noche tras noche—. Un gran porcentaje de mujeres como yo son víctimas de crímenes de odio. Además, ¿para qué denunciar? ¿Para qué se me rían en la cara? Parece que hubiéramos avanzado años con los derechos que tenemos, ¿no? Aunque seguimos lejos de una equidad, hasta dentro de la misma comunidad somos dejadas de lado en muchas ocasiones. La transfobia es moneda corriente en nuestra vida.

Nino entendía cada vez menos. ¿Con mujeres como ella se refería a prostitutas? ¿De qué comunidad hablaba? ¿A la de las prostitutas como una especie de sindicato? ¿Qué mierda era transfobia? Ya le dolía la cabeza a esa hora de la madrugada y prefería finalizar la conversación.

Cansado de la velada surrealista que experimentaba, se frotó el cuello para liberar la tensión y ganar la energía perdida, pero poco resultó.

—¿Esperas alguna clase de pago? Mi cuerpo no está en condiciones esta noche —soltó ella con un desprecio que lo laceró por dentro.

Gruñó como animal herido.

—¡Vete a la mierda! Solo trato de hacer lo correcto contigo.

Ella no se amedrentó, sino que le mostró los dientes como la fiera en la que habría tenido que convertirse para sobrevivir.

—Soy lo que soy, no tienes que cuidar las formas. Puedes marcharte.

Nino dejó escapar un suspiro prolongado y, de pronto, se sintió desinflado. Vivien no lo quería allí y él tampoco deseaba permanecer por más tiempo en un sitio en el que no era bienvenido.

—¿Estarás bien por tu cuenta?

—Siempre lo estoy —argumentó ella, y Nino lo percibió como una especie de desafío a que dijera lo contrario. Los segundos pasaron sin que ninguno pronunciara palabra o se moviera, hasta que ella susurró—: Antes de marcharte, ¿me bajas el cierre?

La súplica, breve, casi imperceptible, pero que evidenciaba la vulnerabilidad debajo de aquella piel de cocodrilo curtido que se asemejaba más a un disfraz para defenderse en un mundo hostil.

Vivien elevó un tanto el cabestrillo para dejar a la vista el lateral del vestido. Él bajó el pequeño pestillo. Los dedos se deslizaron por la piel oscura y tersa. Acariciaron el borde de un seno para continuar hasta la cintura. Ese tacto, superfluo y hasta casto, lo hechizó de tal forma que tuvo que apartarse de inmediato para no proseguir con la exploración y no dejarse en evidencia en la parte baja de su anatomía.

—Aquí está la medicación —comentó de forma brusca. Soltó la bolsa de papel madera sobre la mesa de noche—, y dentro encuentras las indicaciones.

—Gracias.

Había palabras que tenían mayor carga cuando se las pronunciaba: gracias, por favor y perdón eran algunas de ellas. Nino comprendía que no muchas personas debían haberle tendido una mano, y allí, en ese instante, sentada en la cama con el cierre bajo, un brazo enyesado, un pie vendado, la cabeza gacha y los huesos como queriendo salírsele del cuerpo, allí la descubrió como el gatito callejero que había mencionado Anna.

—Mañana vendré, Vivien. Cerca del mediodía.

La cabeza de cabellera encrespada y oscura se alzó de golpe.

—¿Para qué?

Nino se encogió de hombros antes de marcharse. Ni él mismo sabía cómo contestar esa pregunta. 

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