Capítulo 10
Caminó tan rápido que, sin percatarse, se encontró corriendo por Lexington para refugiarse en el edificio que era su amparo. Traspasó la puerta de hierro con lágrimas que se le deslizaban por las mejillas y terminaban por anidarle en los senos.
Antes de llegar a la escalera, unas manos la sujetaron por el brazo. Jadeó al estremecerse por lo inesperado. Por un momento creyó que Nino había ido tras ella, pero no. La mujer corpulenta de cabello rubio la contemplaba con el ceño fruncido.
—¿Qué ocurrió? ¿Tu novio?
—No es mi novio, Mamma Joe.
Le hubiera gustado lanzarse contra la mujer y dejarse abrazar, pero no tenían esa clase de relación y tanto Mamma como ella no eran dadas a las muestras de cariño.
—Estás hecha una piltrafa con el rímel corrido. —Con esas palabras duras y dichas bruscamente, pero que por detrás evidenciaban una resquebradura, la mujer le demostraba el amor que le profesaba—. ¿Quieres contarme?
El pecho se le oprimió por las ansias de sollozar y soltar la angustia que llevaba dentro, pero no le quedaron lágrimas que derramar.
—Me llevó a conocer a su familia —comentó con la respiración agitada por la maratón en la que había participado hasta llegar allí, sin contar el huracán emocional en medio del que se había encontrado—. No pertenezco allí con ellos.
Mamma Joe suspiró y le brindó una sonrisa, una de esas que evidenciaban el conocimiento que otorgaba, no solo los años, sino el largo camino transitado.
—Es difícil mezclar el agua y el aceite, Vivien. Pero no es imposible.
La rubia la soltó y comenzó a subir la escalera bamboleando las caderas prominentes de un lado al otro. La doblaba en edad, pero aún perduraba en ella esa feminidad que había vuelto loco a más de un hombre, en los movimientos, el andar y los gestos.
Vivien también emprendió la subida. Cada paso, una tonelada de tierra que se le echaba encima. Llegó a la puerta y metió la llave en la cerradura. En cuanto entró, una mano, por detrás de ella, apartó la placa de madera gastada para abrirla del todo.
—¿Por qué huiste? —rezongó Nino, pero esa vez no la asustó.
Ya no era tan sencillo atemorizarla como cuando tenía catorce años, Vivien era una luchadora, una guerrera que podía dar frente con uñas y dientes. Aunque debía admitir que no era eso lo que la hacía no temer, sino que no percibía una amenaza provenir de él. Nunca lo había hecho.
—¡No entiendes! —exclamó y se alejó, no obstante, una mano la tomó del brazo y la detuvo.
—¡No, no lo hago! —vociferó con una expresión de impotencia y desesperación.
—Claro que no. Tú..., yo...
—Estoy tan enfadado, no por lo que soltaste antes de volar, sino porque no confiaste en mí. Y tan confundido, es como si hubieras puesto mi mundo de cabeza.
Lo que ella no mencionaba y se guardaba para sí era que cómo contarle si, cada vez que había confiado, había recibido un golpe por respuesta. Las personas que más debieron amarla le habían dado la espalda. Pero, además, creyó que él ya conocía que era trans, algo que la espantó al enterarse de que no era así. Porque, hasta el momento, el impedimento para estar con Nino era que provenían de dos mundos diversos y, en ese instante, se agregaba un ingrediente aun más grande al asunto.
—Creí que lo sabías, que lo aceptabas —se le quebró la voz— cada vez que me besabas. —Tomó aire antes de continuar—. No es fácil de contar y nunca tuve a alguien...
Se calló, nunca había tenido a una persona como Saturnino. Los únicos hombres con los que se había relacionado eran clientes y la mayoría se percataba o la buscaban por ser transexual.
—Explícame, Vivien. —Le pasó las yemas de una mano por la mejilla y le retiró el cabello que se la ocultaba—. Soy terco como hijo de italianos, pero no obtuso —prosiguió con una voz suave como la melodía del flautista de Hamelin que encantaba a los ratones.
—Soy mujer —dijo después de recuperar el valor que le brotaba de adentro, eran unas llamaradas que no recordaba que estaban vivas, porque por mucho tiempo les habían arrojado agua.
—Bien —contestó Nino, despacio, como si temiera dar un paso en falso o no supiera qué debía hacer.
—Trans —finalizó.
—Entiendo, creo. Naciste hombre, pero eres mujer —confirmó él—. Tú me gustas, ¿eso me pone en una categoría diferente?
—¿Importa? —Él sacudió la cabeza en respuesta y ella lanzó un suspiro con frustración—. No, Nino, ese es el asunto, sigues siendo el mismo que antes, eres tú. Un hombre al que le atrae una mujer, porque te atrae lo que está aquí, ¿cierto? —Ella se señaló el pecho.
Él asintió.
—Crees que no vales la pena. —Le pasó el revés de la mano por debajo de la barbilla en una breve caricia—. Cuéntame qué sientes, confía en mí.
—Ay, Nino, duele tanto como si inhalara vidrio molido en vez de aire. Estoy en una incubación permanente, como si estuviera capturada dentro de la crisálida y nunca fuera mi turno.
—Ahí es donde te equivocas. Ya eres una mariposa, solo que no te has dado cuenta de que tienes alas. Habla conmigo y dame una oportunidad de comprender.
—Soy una mujer. Pero allí fuera, lejos de estas cuatro paredes que me dan refugio, es como si anduviera con zapatos de la talla errónea.
La envolvió en los brazos. No la comprendía aún, pero quizás, si ella conseguía abrirse con él, pudiera hacerlo alguna vez.
—Vivien..., me atraes. Tú me atraes, tú. ¿Me entiendes?
Se separó un tanto de ella, le acunó el rostro y se lo alzó. Los labios rozaron los femeninos en un pedido de permiso, y ella se lo concedió al abrir la boca para ser invadida, conquistada.
No fue un beso arrebatado, no hubo una subida instantánea de excitación ni la urgencia de arrancarse la ropa, no, esa vez no fue así. En cambio, inició lento, con suavidad y pereza, degustándose, sintiéndose.
Ella se separó para recuperar el aliento que él siempre lograba robarle.
—¿Has visto El juego de las lágrimas? —preguntó en un susurro.
—¿Qué? ¿La película? Sí, hace muchos años.
—¿Recuerdas la escena en la que el protagonista vomita?
Él frunció el ceño.
—¿En la que vom...? —Nino amplió los ojos, la tomó por los brazos y le apoyó la frente sobre el hombro.
En ese film, Fergus vomitaba después de descubrir que Dil, la mujer a la que amaba, poseía genitales masculinos.
Vivien quería llorar, él la despreciaría. Estaba acostumbrada al rechazo, pero nunca le había importado recibirlo como hasta ese instante. Dio un paso para atrás y Nino la apresó entre los brazos sin mover el rostro de la curvatura de su cuello.
—Dame un momento —suplicó en un murmullo.
—Es solo un exterior, yo no soy así —aseguró con voz temblorosa.
Nino se irguió para enfrentarla.
—Lo sé —le posó una palma sobre la mejilla—, me voy percatando. No me importa lo que aún continúe allí, es solo que nunca me he topado con uno de cerca ni tocado otro más que el mío.
—No tienes que tocarlo —susurró.
Él le elevó el mentón con dos dedos.
—Amaré todo de ti. Nada va a espantarme, ¿bien? Deja de intentarlo. Comunícate conmigo, dime que sí y que no, porque exploro aguas extrañas y no soy muy buen marinero.
—Yo... no estoy preparada para tener sexo contigo aún.
—No lo espero tampoco de inmediato. No soy un hombre apresurado... Me gustaría ir lento porque sospecho que cualquier movimiento rápido te asustará, conocernos aun más, también hablar y escoger un ritmo adecuado para ambos. Cortejarte, ¿qué te parece? —Sonrió con picardía—. Me gusta cómo suena esa palabra tan anticuada. —Ella no pudo menos que corresponder a su sonrisa con una más comedida, pero con una al fin—. Cometeré uno y mil errores, Vivien, diré la palabra equivocada en el momento menos indicado, tenme paciencia, ¿sí? —Ella asintió con una calidez recorriéndole cada tramo del interior—. Ah, mis padres quieren saber si tomarás el empleo hasta que te acepten en el otro.
—¿Sigue en pie la oferta?
—Claro que sí y, aunque no lo creas, fueron más rápidos para percatarse de qué sucedía que yo. Tienes que comprender algo de los Moratti, Vivien, solo nos importa la felicidad de las personas a las que queremos.
Ese orgullo de nuevo, uno que le había envidiado, pero que había aprendido a apreciar y, quizás, ella pudiera hablar de esa familia de igual forma algún día.
Se mantuvieron en silencio por unos cuantos segundos. Él le deslizó una mano por el brazo sano hasta llegar a la suya y le enlazó los dedos con los propios.
Con aquella frase suelta sin más sobre la clase de personas que eran él, su hermana y sus padres, decía tanto que Vivien percibió como se le empañaba la vista, a ella, que no había derramado ni una lágrima en esos años de ostracismo, humillaciones y maltrato.
Había aprendido a reconocer a otras como ella con tan solo mirarse y a formar una manada, mantenerse juntas contra la adversidad. Vivien anhelaba algo más que el amor de hermanas, ansiaba esa pertenencia que había apenas rozado con la punta de los dedos en ese almuerzo de domingo.
—Quiero ser abrazada, Nino. Quiero que seas el que me abrace por primera vez.
Suplicaba por un gesto tan simple, pero que a Vivien se le había negado a lo largo de la vida.
Nino alejó los brazos del cuerpo y ella se zambulló contra él con cierta vacilación porque también, como él, se aventuraba en un terreno desconocido. Cuando la atrapó como si fuera donde debía estar, con fuerza, hundiéndola aun más en su pecho, allí ella comprendió que también merecía ser amada y encontrar el amor como cualquier otro ser sobre la faz de la tierra. Y que ya era tiempo de que comenzara a vivir.
De pronto, un «¡ping!» los hizo girarse hacia la pantalla de la computadora y descubrieron una notificación de que un nuevo correo había ingresado a la bandeja de entrada.
Vivien se soltó y se aproximó al escritorio. No era de las que recibieran mensajes y esa casilla solo la utilizaba para los estudios. Leyó y, con los ojos bien abiertos, se giró hacia Nino.
—Deberás disculparme con tus padres, pero no aceptaré su oferta. Me han dado el puesto por el proyecto que me ayudaste a tipear —comentó tan asombrada que ni siquiera transmitió una pizca de emoción en el tono—. Comienzo en una semana.
La sonrisa radiante que él le obsequió fue todo lo que jamás había llegado a imaginar que obtendría, algo con lo que ni siquiera se había dado el lujo de soñar porque nunca había concebido que ella fuera merecedora.
Elevó las comisuras en una expresión de felicidad tal que sabía que le dolerían los músculos de la cara por la falta de ejercicio. Se arrojó contra él y Nino la atrapó sin más, sin dudarlo y sin cuestionarlo.
Giró con ella bien sujeta hasta que cayeron sobre la cama como dos chiquilines muertos de risa.
El amor es complicado, con recovecos y como un ovillo de lana después de que jugueteara con este un gato, pero, al mismo tiempo, simple, porque jamás pide ni exige nada, no viene con condiciones ni pasos a seguir para mantenerlo. Y si no es así, entonces eso que se tiene delante no es amor.
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