Capítulo 1
Vivien rengueaba y avanzaba con lentitud. A uno de los tacones aguja se le había quebrado el taco. Poco le importaba, eran un par que había adquirido en una tienda de segunda mano por unos míseros dólares, pero era el único en ese tono rojo estridente que tanto le gustaba y que le resaltaba el color café de la piel. Aunque no eran los zapatos lo que la hacía parecer Quasimodo en el andar, sino el engaño y la agresión que había sufrido.
Al menos esos malditos no le habían roto otra parte del cuerpo, o quizás sí, sentía quemazón y temía que sangrara. Se miró entre los muslos, las caderas apenas cubiertas por la minifalda del vestido de lentejuelas doradas, pero no había trazos de sangre. Aunque no podía precisarlo, tenía la mirada borrosa y las luminarias de los negocios, los carteles publicitarios y los faros de vehículos le lastimaban la vista. Sí, se había percatado de que la tela estaba rasgada sobre el muslo derecho. Lágrimas le saltaron de los ojos ante el deshilachado. Gruñó por dentro frente a la pérdida de aquella prenda que tanto le había costado, sin embargo, prosiguió la peregrinación.
Los efluvios de los tantos restaurantes del barrio Curry Hill la azotaban y le estrujaban el vientre. La mezcla de aromas a cardamomo, pimienta, canela, cúrcuma, comino, jengibre y más la mareaban como una droga que el estómago sabía que le hacía falta, pero que no obtendría con facilidad.
A cada paso, notaba que disminuía la velocidad. Los tobillos le pesaban y la hacían cuestionarse si aún seguía sujeta, las muñecas le palpitaban y una angustia le calcinaba por dentro.
Las personas pasaban a su lado como si fuera un ser invisible o que estuviera en otro plano, uno fantasmagórico, y no la vieran con su dolor y sus heridas. Apenas sostenida en pie por una voluntad que pocos podían ostentar de poseer, pero Vivien no era dada a jactarse y a alzar el mentón. Con el transcurso de los años había aprendido a convertirse en fondo en un mundo en el que todos querían estar en primer plano.
Trató de aligerar el paso con las piernas trémulas y el cuerpo tembloroso por el sudor que la cubría; la ventisca que la aporreaba le agarrotaba cada músculo por congelamiento. Se frotaba los brazos e iba inclinada hacia delante con los cabellos negros pegados a la cara, como una cortina que evitaban que viera la oscuridad que la sumía.
Lo malo de ser una mujer trans en venta por cuenta propia sobre la avenida Lexington era que, cuando te subías a un automóvil, nunca sabías si regresarías.
Esa noche, Vivien se había metido al vehículo de un hombre que la condujo hasta un hotelucho, y dentro del cuarto se había encontrado con otros que se unieron a la fiesta, solo que ella prefería la monogamia en la prostitución: uno por servicio. Las manos la aferraron, sin tomarse la molestia por lo menos de desvestirla, la arrojaron sobre el colchón duro y la montaron, uno tras otro.
Odiaba que, además del ultraje, ni siquiera había cobrado el pago por un cliente, nada. Se había largado de allí apenas había tenido la oportunidad. ¿Para qué mentirse? Lo había hecho una vez que estuvieron satisfechos cada uno de ellos, por lo menos habían usado condón y no tenía semen chorreando entre los glúteos. Aborrecía el asqueroso olor ajeno que se le había impregnado, a alcohol, sudor y a quién sabía a qué más, y que emanaba de ella como si se hubiera revolcado en pescado podrido y descartado.
Una noche más de una shemale en la Manhattan nocturna, y encima de color. Detestaba el apelativo, pero así se llamaban a las transexuales prostitutas en las calles. Algunas colegas preferían el término T-girls. Para Vivien no era mejor ni una ni otra etiqueta, solo quería ser verdadera a sí misma.
Tal vez un día la hallaran flotando en el río Hudson, como a Marsha Johnson, aunque Vivien ni se comparaba con lo que había sido la mujer trans que tanto había logrado para el reconocimiento de la comunidad.
Iba tan ensimismada o perdida tal vez, entre pensamientos y los restos de lo que fuera que le habían metido por la vena, que ni vio la luz roja ni escuchó los bocinazos, solo sintió el frío helado cuando se elevó por el aire y el dolor inmenso al caer en el pavimento como un títere al que de pronto se le han cortado los hilos.
Alguien le hablaba. Una voz masculina, asustada.
—Llamo al 911. Tranquila.
Vivien aventó el brazo que pudo movilizar y posó la mano sobre el móvil del hombre arrodillado a su lado.
—Policía no —balbuceó con una voz tan ronca que casi no reconoció como propia, o tal vez lo habría sido si no se sometiera a un tratamiento hormonal que había detenido el engrosamiento del tono.
—¿Te arrojaste sobre el coche? ¿Quieres dinero? —La voz masculina había variado, era más brusca y grave.
—¿Qué? —La mente apenas procesaba lo que el hombre le preguntaba y ni siquiera lograba enfocar la vista para distinguirle los rasgos—. Vivo a pocas cuadras. —Arrastró las palabras como si volviera de una borrachera.
Ella intentó ponerse en pie, pero se derrumbó. No solo le habían cortado los hilos, sino que también le habían robado los huesos en la caída. Alguno le habían dejado, eso sí, quebrados, porque veía el brazo derecho que colgaba de manera antinatural.
Una palma se tendió frente a ella. Vivien se estremeció y trató de retroceder como si fuera un espejismo. La contempló largos segundos sin saber si tocarla para comprobar que no se esfumaría. Cuando tantas veces le enseñaron una palma para, una vez que la tocaba, voltearla y darle con el revés, ya no creía en que la generosidad no viniera con algo a cambio.
—Toma mi mano. Tenemos que salir de aquí.
Ella miró en rededor y se percató de que estaban sobre Lexington, pero no en la acera, sino en plena calle, con vehículos pasando a ambos lados sin preocuparse qué ocurría con una prostituta trans malherida. Ese hombre no había seguido de largo y no porque ella le hubiera impedido continuar el trayecto. Y esa palma permanecía extendida.
Aventuró los dedos y posó las yemas con resquemor. Una sonrisa se esbozó en el rostro masculino. Ella se quedó encandilada con la sinceridad que le bailaba en la expresión, una que le era tan poco habitual de contemplar y que hizo que sintiera que le exprimían el corazón.
—Vamos.
¿Debía creer? ¿Abusaría de ella? Se encogió de hombros en la mente. Ya lo habían hecho, era más, esa misma noche y por un grupo de seis. ¿La golpearía? Lo había pasado también. Tal vez la matara. Sería un fin a una historia que nunca llegó a comenzar.
¿Cómo se llamaría un libro sobre ella?
El extraño la ayudó a sentarse en la butaca con una delicadeza que la desconcertó, poco pudo detenerse a pensar en ello, pronto los ojos se le cerraron y la conciencia discurrió por otros lugares.
Su padre abrió la puerta de la habitación. ¿Qué edad tenía en aquel entonces? Catorce, sí, catorce. Podía verlo como si fuera una película y ella, la protagonista, ¿o era una pesadilla tal vez?
Los ojos se fijaron en la ropa que traía puesta, en la bijouterie barata que había sacado del joyero de su hermana, para finalizar en el maquillaje que le decoraba el rostro. Vio la explosión dentro de la cabeza de él. Las mandíbulas se tensionaron y, cuando surgió un gruñido, ella se sobresaltó. ¿Era la primera vez? No que tomaba prestada la vestimenta, pero sí que había sentido los puños de su padre en el cuerpo.
—¿Qué demonios haces? —gritó y la tomó por los cabellos, haciendo que las hebillas con florcitas se desprendieran y cayeran.
La arrastró hacia el baño, la inclinó sobre el lavabo, abrió el grifo y con la mano convertida en una esponja le borroneó los colores brillantes de los ojos, mejillas y labios.
—¡No! —Vivien trató de detenerlo cuando comenzó a rasgarle las prendas para quitárselas a la fuerza.
—¿Acaso te crees una niña? ¿No viste lo que tienes entre las piernas?
El primer golpe le dio en el pómulo; el otro, en el contrario. ¿Se detuvo allí? Claro que no. ¿Fue la única vez? Tampoco.
La encerraron y le quitaron el acceso al mundo: no escuela, redes sociales ni móvil. ¿Su madre? Estuvo de acuerdo con el aprisionamiento. Cuando había cumplido los trece escuchó hablar de lo que significaba la palabra transgénero y, feliz, corrió a ella para contarle que ya sabía a qué se debía la frustración y tristeza que sentía. Desde muy temprana edad se había percatado de que identificarse como varón no era para ella.
La bofetada aún debía resonar en todo el estado de lo fuerte que su madre la había golpeado. Los ojos echaban una ferocidad y un asco que aún dolía en lo más profundo del alma. Nunca más vio amor en aquella mirada.
Vivien odiaba los recuerdos que, en ese momento, eran tan vívidos como si hubiera retrocedido en el tiempo. En aquel entonces su nombre no era tal, su verdadero ser lo tenía bien escondido dentro, era una chica atrapada en un envase erróneo. En Vivien se había convertido un tiempo después, al iniciarse en las calles y tenía que llamarse de alguna manera.
No era que se identificase con Julia Roberts en Mujer bonita y esperase un Richard Gere en limosina y con un ramo de flores para ella. Sino que quería vivir y su nuevo nombre significaba eso: estar viva.
Tantas veces pensó en finalizar como Leelah Alcorn, quien no había sido aceptada por sus padres y había terminado quitándose la vida. Lo había meditado, sí, en muchas ocasiones cuando la frustración había sido casi ingobernable. No obstante, con cada pisotón que recibía parecía que la fuerza interior le crecía hasta desarrollar tallos gruesos y altos y raíces con un intenso anclaje. Así, Vivien se volvió terca y tenaz y resolvió que sería quien sentía ser.
Aquel evento con su padre no había impedido que volviera a ponerse vestidos de color rosa, pendientes de esos que se colocan a presión, collares y pulseras que tintineaban cuando se movía y tacones que le quedaban varios números más grandes.
No podía dejar de transformarse en mujer, porque solo entonces, solo allí era ella.
Odiaba verse al espejo y descubrir el pecho chato, las caderas estrechas y la parte más baja del cuerpo. La pubertad había sido su peor enemiga, ver la masculinización de los rasgos, los huesos gruesos y el aumento de los músculos, lo que la apartaba de su esencia.
Unos años después, cuando ya había cumplido los dieciséis, al regreso de una fiesta, se topó con su padre cuando caminaba por el corredor hacia la escalera que daba a las habitaciones. Él traía un vaso con agua que quedó a medio camino a la boca. Fijó la vista en su ropa femenina y sensual y explotó de nuevo. Golpes y gritos despertaron a su madre y a su hermana que bajaron corriendo los escalones de dos en dos para evitar que la matara. Lo consiguieron, no así que fuera exiliada para siempre de la casa familiar y nunca mantuviera contacto con ellos. No era que su madre no sintiera las mismas ansias de marchitarla, sino que la religión no le permitía el filicidio. Tampoco la habían buscado y eso debía indicar algo, ¿no? Ya habían transcurrido ocho años.
Pero no todo era malo, ¿cierto? Había ganado la libertad de ser Vivien. Solo que muchas veces no distinguía la libertad que tanto había anhelado alguna vez, sino que sospechaba que había cambiado una opresión por otra.
Unas manos la manipularon y la desprendieron de aquel recuerdo o, mejor dicho, pesadilla. La transportaban en brazos a alguna parte. ¿La violarían? ¿La golpearían? ¿La matarían? Ya no le importaba. Ansiaba tanto la oscura tranquilidad y, aunque la mente y el corazón se rebelaban, un manto negro la envolvió.
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