VEINTIOCHO
La mafia estaba detrás de mí obligandóme a pagar una cantidad exhuberante de dinero, la policía federal de Alemania pensaba que tenía toneladas de cocaína escondida y tenía a uno de ellos secuestrado en una habitación, mi hermana estaba en manos de la mafia por culpa de aquellos huevones que me complicaron los problemas y mi mejor amigo estaba posiblemente enamorado de mí.
Todo estaba complicado, casi reventando mi cabeza, pero todo había desaparecido cuando sentí la excitación del hombre frente a mí. Y si, parecía egoísta, pero al parecer (reitero) mi cuerpo no sabía qué estaba bien y qué estaba mal; agregando que mi mente estaba tan inestable que no podía tener algún pensamiento coherente que me impidiera detener lo que estaba por hacer.
—¿Estás seguro?
Saint asintió a mi pregunta.
Con el corazón latiendo fuertemente en mi pecho, me acerqué y besé sus labios, él me correspondió, pero de forma más eufórica. Mi vagina estaba tensa mientras sentía su erección querer atravesar la tela de mi short; me sentía desesperada y asustada, desesperada por sentir placer y asustada porque Saint se podía arrepentir.
A pesar del miedo, moví mis caderas y un gruñido salió de sus labios al sentir el roce de su cuerpo con el mío. Él estaba excitadisímo y yo cagadisíma.
Me levanté de su regazo y lo miré, lo miré completo. Sus cara estaba roja y, en lugar de hacerlo ver enojado o asustado, lo hacía ver adorable, el chandal que tenía no le ocultaba la gran erección que había entre sus piernas, sus manos estaban hecha puños y su respiración era acelerada y profunda.
Tomé el dobladillo de la camisa que cubría mi torso y la levanté, sacándola por mi cabeza, luego bajé hasta el nudo que sujetaba el short y lo solté, haciendo que la tela cayera por si sola hasta el suelo acumulándose en mi tobillos.
Levanté un pie y luego el otro, sacando el short por completo de mi cuerpo y quedando desnuda frente a él; Saint se levantó de un salto y me miró atento, sus manos seguían en puños, pero su rostro había adquirido un color aún más rojizo que el anterior.
Caminé hasta él y empecé a desnudarlo. Saqué su camisa lentamente dejando ver su abdomen tenso y duro, luego sus pantalones, solté el cinturón de cuero, el botón y bajé la tela hasta sus tobillos, donde él mismo se los sacó y los apartó a un lado.
Su boxer blanco no favoreció a mi cordura, estaba limpio y traslucía la piel de su sexo haciéndome ansiar el momento de quitar la prenda.
Acorté la pequeña distancia entre nosotros y lo besé suavemente en los labios. Sin separarme deslicé mi mano izquierda por su torso y llegué hasta su pene, empecé a rozar mi mano por todo su contorno, sintiendo lo duro que estaba y lo grande que era.
La primera vez que vi a Saint y que metí su pene en mi boca había recalcado lo grande que se veía, ahora erecto y duro era descomunal. No era un pene de veinticinco centímetros donde al leve roce iba a romper toda mi entrada, o uno de diez centímetros, que era más común, pero que no me llenaba por completa, era uno grande y suficiente para mí, no sabía cuánto medía, pero sí sabía que lo iba a disfrutar.
Sin importar si parecía una desesperada, bajé sus bóxer y lo senté en la cama nuevamente.
—¿Tienes un...?
—Allí —Saint me indicó un estante así que caminé y lo abrí, encontré el condón fácilmente.
—Siéntate en el centro —le indiqué de forma suave, no quería asustarlo.
Él me hizo caso y yo me subí en la cama hasta estar a horcajadas sobre él, coloqué el condón y me incliné sobre él. Ambos soltamos un gemido cuando nuestras entradas se tocaron y, sin importarme nada más, hundí su longitud en mi entrada.
Cerré los ojos, sintiendo cómo mi humedad hacía que su pene se deslizara fácilmente dentro de mí, Saint enterró sus dedos en mis caderas, no acercándome más sino conteniendo lo que sentía en ese momento. Yo no sabía qué hacer, a pesar de que Saint me había dicho que no era virgen yo sentía que debía tratarlo como a uno, así que, haciendo amago de todo mi autocontrol, me acerqué a su boca y lo besé, lento, tratando de distraerlo de todo lo que no sea este momento.
Nuestro momento.
Moví mis caderas y él gimió a pesar de haber sido un leve movimiento. Saqué su sexo de mí y me senté nuevamente, buscando las maneras de hacer un movimiento constante sin lastimarlo; como Saint no se quejó sino que gimió, empecé a saltar lentamente, hundiendo y sacando su pene de mi orificio.
Sus labios se abrieron y aproveché para meter mi lengua en su boca.
Luego de varias estocadas, Saint agarró confianza, levantó sus brazos y los rodeó por mi espalda, apegándome a él de forma posesiva. Empezó a mover sus caderas, subiendo hasta encontrarse con mis muslos y hundirse en mis pliegues.
Separé mi boca de sus labios y lo miré, él también lo hizo.
—Me gusta lo mucho que brillan tus ojos —susurró ahogado.
—Están dilatados —le informé por si acaso no lo sabía—. Los tuyos también brillan mucho.
—Lo sé —susurró sonriendo, haciéndome sonreir a mí también.
Me acerqué nuevamente y lo besé, fue solo un roce, pero me hinchó el corazón de una alegría inexplicable.
En ese momento me di cuenta de una cosa: no estaba incómoda.
No había algo de su cuerpo que no encajara con el mío, todo estaba perfecto, en su lugar. No me estaba lastimando y tampoco me daba algún calambre por la posición de mis rodillas, y era porque estaba cómoda.
Cómoda saltando sobre él, encontrando mis muslos con los pliegues de los suyos, cómoda en todos los sentidos.
Cuando Saint se tensó y dejó de moverse unos segundos, me di cuenta de otra cosa: no había tenido un orgasmo.
A pesar de ser consiente de eso, sonreí. Estaba que estallaba de felicidad, me había encantando la calidez de su cuerpo combinado con el mío, sus labios me habían hecho adictas a ellos y su forma de moverse me había llenado por completo.
Él se sacó el condón, lo ató y botó en una papelera cercana sin levantarse.
—Sé que debí haber tardado más —susurró avergonzado, sus mejillas estaban rojas y su cara estaba triste, pero sus ojos brillaban mucho.
Llevé mi mano hasta su mejilla y lo acaricié.
—Para ser virgen has tardado —bromeé.
—¡No soy virgen! —no gritó, exclamó— Estuve casado.
Enmudecí ante su confesión y me sentí incómoda al saber aquello.
Yo asentí y lo miré con los ojos muy abiertos, pero era un expresión involuntaria, no sabía por qué no podía ponerlos normal. Y me sentí avergonzada.
—Ok.
—Cuando tenía veintiocho años me casé con una chica cristiana —me explicó y yo tenía ganas de decirle que no me importaba, pero callé—. Era conveniente para mí porque ella quería ser virgen hasta el matrimonio, pero cuando nos casamos, que estuvimos juntos, hice una mueca de asco al verla desnuda.
»Ella pensó que era a causa de su cuerpo así que empezó a hacer ejercicio. Yo no podía verla de forma sexual, ni siquiera podía pensar en sexo, así que decidí no hacerle daño y le pedí el divorcio. Nunca le dije que tenía Erotofobia.
—Eso no es perder la virginidad...
—Cuando estaba en la universidad me acosté con una chica mayor que yo —me interrumpió—, pero no llegué y ella tampoco. El punto es... que no soy virgen y que tampoco soy inocente en el tema, me he leído muchos libros.
—Bueno...
Realmente me había quedado muda, me sentía incómoda de decir cualquier cosa.
—Gracias, Black —murmuró, y sentí una de sus manos acariciar mi nalga.
Sonreí. Su toque había sido muy inocente, y cogí valor y autoestima.
—Te he dado tu primer orgasmo.
Él asintió sin titubear.
—Lo has hecho.
En ese momento me di cuenta de algo más: Saint no me había dicho guarradas.
En realidad, lo único que había dicho mientras teníamos sexo fue «me gusta lo mucho que brillan tus ojos», y puedo jurar que había sido lo más lindo y único que me han dicho en un encuentro sexual.
La mayoría decía frases como: eres hermosa, me encanta cómo te mueves, me gusta lo cerrada que eres, lubricas de maravilla, eres increíble, y entre muchas cosas más que eran repetitivas en cada encuentro; pero Saint casi ni habló y lo que dijo fue único y hermoso.
Lo besé nuevamente y me acosté mirando hacia el techo, Saint me miró desde su lugar, sentando a mi lado.
—Ven —susurré, estiré mis manos en su dirección, como si de un niño se tratase.
Él sonrió y se acostó poniendo su cabeza en mi pecho.
Sus brazos rodearon mi cintura y los míos sus hombros, abrazándolo.
Quedamos en silencio, yo acaricié su cabello por mucho tiempo hasta que mis pensamientos me jugaron en contra y recordé algo que ni siquiera me pasó por un segundo en la mente.
Yo estaba comprometida, y lo que había hecho se llamaba infidelidad.
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