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TREINTA Y NUEVE

Leonardo permanecía en silencio mientras conducía, sabía que no tenía mucho tiempo para explicarle la situación, pero él tampoco se dignaba en romper el silencio. Lo escuché suspirar varias veces, inmerso en sus pensamientos, a veces me miraba de reojo y bruscamente volvía su mirada hacia el frente, al camino.

—Verás —rompí el silencio—, yo...

—Es que no entiendo porque no dijiste nada. Yo estaba feliz, orgulloso, no cabía en mi mismo de la felicidad... y tú... es que no entiendo...

—Lo siento.

—No es que lo sientas, Black —me interrumpió nuevamente—, porque no podemos pedir disculpas por nuestros sentimientos... es que... ¿Acaso pensabas casarte conmigo sin amarme? ¿Ves algo justo en eso?

—No, pero yo...

—Discúlpame, debo interrumpirte, porque estoy indignado, Black. Nos casamos, bien. ¿Luego qué? Seremos felices, por mi parte, claro está; y después de varios años ¿Qué? Pues nada, empezamos a pelear, a quejarnos, ¿En qué terminamos? —él me miró— Puedes responderme.

—¿Divorcio?

Leonardo asintió.

—¿De qué valdría habernos casado? —estaba por responder, pero él habló primero— De nada... ¿Y Saint? ¿En serio?

—¿Qué tiene Saint?

—¡Que es Saint! —sus hombros se alzaron al vociferar aquello.

Miré hacia la ventana y haciéndome la estúpida, dije:

—No entiendo.

—Vamos, Black. Saint es Saint... casi el presidente —hizo una pausa—, además está bueno.

Una carcajada escandalosa salió de mis labios, Leonardo se unió a mis carcajadas y de esa forma el ambiente tenso se fue volando por las ventanas.

—¡Leonardo! —reproché.

—¡Es verdad! Si te hubiese gustado alguien que no sea Saint, no me sintiera de ésta forma —su voz bajó hasta convertirse en un murmullo.

Moví mi mano hasta alcanzar la suya, allí la sostuve con fuerza.

—Eres el hombre que cualquier mujer querría tener... y estás bueno —él sonrió por mis palabras, pero la sonrisa no llegó a sus ojos—. Te quiero mucho, Leo. Y estoy tan agradecida contigo; has estado para mí siempre, no hay un momento en el que no me satisfagan tus acciones, y me refiero a todo.

—Pero no me amas...

Yo lo miré, en silencio. Su cabello marrón con toques rubios parecía negro en la oscuridad del auto y de la noche. Sus ojos azules eran profundos y había una malicia en ellos que solo se reflejaban a la hora de tener sexo, porque fuera de la cama, del momento, Leonardo era delicado y bueno. Su mandíbula cuadrada estaba tensa y la barba incipiente y bien cortada brillaba por los vellos rubios que la adornaban. Leonardo era hermoso, pero tenía razón... no lo amaba.

Y él, entre todas las personas, no merecía los desperdicios de cariño de alguien como yo.

—Te amo —dije suavemente—, pero no como quieres que lo haga. Y te pido perdón, con el corazón en la mano —mis ojos se empañaron por las lágrimas así que miré hacia arriba tratando de calmarme—, lo siento. Porque mereces que te ame, mereces todo de mí; carajo, Leonardo. Lo mereces todo y yo no puedo darte nada.

La mano de Leo apretó la mía.

—No seas patética, Black —lo miré confundida—. Podemos ser mejores amigos con derecho a roce.

El movimiento insinuante de sus cejas me hizo sonreír entre lágrimas.

—Por favor, no dejes de estar conmigo.

Él me miró por unos segundos y luego regresó la mirada al frente.

Sonrió.

—Contigo y para ti.

—Siempre.

—Y para siempre —su sonrisa era melancólica, pero no había odio ni resentimiento en ella, y pude respirar tranquila.

Pasamos el resto del camino en silencio, mientras recordaba todas las veces en las que Leonardo me conseguía clientes y me ayudaba en algún inconveniente. También recordé la vez que tuvimos sexo por segunda vez, él me atrajo hacia él y sonrió:

Podemos ser increíbles amigos.

Lo hubiese pasado por loco, pero su sonrisa adorable me hizo saber que lo decía en serio. Y que a partir de ese momento iba a tener un buen amigo con derecho a roce. Todo hasta que él me pidió matrimonio y huí tratando de no verlo más.

Leonardo respetó mi decisión, pero siempre estuvo allí, incluso cuando fui a pedirle dinero para el rescate de Yoce.

—Black —miré a Leo mientras él estacionaba el auto—, si amas a Saint, no te compliques y ve por él.

—No es tan fácil —él me miró esperando una respuesta, en cambio yo hice otra pregunta—. ¿Recuerdas cuando te pedí ayuda para cambiarme el nombre? —él asintió— ¿Me ayudas de nuevo?

—Estás loca. Cuando te vayas a dar cuenta ni siquiera vas a recordar tu nombre original

—No te apures, sé lo que hago.

—Entonces te llamo cuando arregle una cita.

—Eres el mejor, gracias —me acerqué y besé su mejilla.

Bajé del auto y caminé hasta mi edificio, Yoce, como siempre, me esperaba sentada viendo un programa de Televisión.

—¿Cómo te fue?

—Es una larga historia —me tiré abruptamente a su lado—, ¿Axel?

—Lo vinieron a visitar desde la tarde, ha venido varias veces a verme, pero luego regresa a su apartamento —Yoce se encogió de hombros—. Ahora sí, cuéntame.

Recosté mi cabeza de sus piernas y miré hacia el techo de cemento.

—Terminé mi compromiso con Leonardo y...

—¡Aleluya!

—No me interrumpas —regañé—, y confesé que me gusta Saint...

—¡Cristo resucitado! —chilló de nuevo, aplaudiendo como loca— ¡Yo sí sabía que los milagros existían, nunca dudé de ti Diosito!

Cerré los ojos con fuerza.

—No puedo estar con ninguno de los dos —cuando Yoce me escuchó hablar nuevamente, se calló.

—¿Por qué?

—No estoy lista, Yoce —ella me miró con los labios apretados, y sabía que ella sí entendía, al fin y al cabo era mi hermana, mi psicóloga y mi mejor amiga—. No puedo dar mis pedazos, no puedo. Y sabes que eso es lo que haré, porque estoy rota.

—No te castigues así, hermana.

Yoce empezó a acariciar mi cabello tratando de calmarme.

—No, Yoce, no hagas ver esto como algo que provoco yo misma, porque no es así —mis ojos se empañaron—. Si llego a tener una relación con Saint todo se irá a la mierda (perdóname por la mala palabra), porque mis miedos no me van a dejar entregar todo de mí, no le voy a poder decir que lo amo, no voy a poder salir con él a citas. No voy a poder.

—¿Por qué?

—Porque cuando estoy con alguien tan increíble como él, mi autoestima se hace inexistente.

—¿Qué necesitas?

Lo pensé unos segundos.

—Amarme a mí primero, para luego amarlo a él.

—Vámonos de vacaciones —sugirió mi hermana suavemente—. No hemos tenido una nunca. Podemos huir.

Yo asentí.

—Es una excelente idea. Lo es.

—Sí.

Ambas nos sonreímos.



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