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CUATRO

Capítulo 4.

Al llegar al lugar del encuentro sexual, me sorprendí de encontrarme en una casa. La fachada era pintoresca y parecía claramente para alguien soltero.

—Abajo, muñeca —pidió Miguel Ángel.

Yo bajé del auto lentamente y medité la situación.

Miguel Ángel parecía, a simple vista, un hombre hiperactivo y soltero. Tenía espíritu joven en el cuerpo de un adulto, además que parecía un artista con el montón de bufandas de tela ligera y el camisón de varios colores.

Ya sabía qué hacer para quitarle todo el dinero.

¿Tienes reproductor de música? —le pregunté, mientras que él abría la puerta.

—Para ti todo, muñeca.

Cuando la puerta estuvo abierta, que pasamos, confirmé su inclinación a las artes, todo estaba rodeado de lienzos sin terminar y pinturas, acrílicas y de aceite, de muchos colores. Lo único que esperaba era no tener que desnudarme encima de alguna de esas cosas, no quería tener que llegar a casa y luchar por quitar la pintura de mi cuerpo.

Coloqué mi bolso en un mueble forrado de cuerina negra, y caminé hasta Miguel Ángel, que me veía expectante.

—Coloca una música de tu preferencia —le pedí mientras sacaba el vestido de mi cuerpo. Él asintió, luciendo nervioso, y caminó hasta un reproductor de música.

Scum of the neigborhood [Batmobile] Empezó a sonar por toda la estancia.

Con la ropa interior puesta, empecé a mover mi cuerpo de acuerdo al ritmo. Cualquier persona en mi lugar estaría asqueada, pero yo me estaba divirtiendo, el ritmo de la música era realmente diferente y bailarlo era para personas creativas, y yo era muy creativa, y más si era referente al sexo.

La erección de Miguel Ángel se notaba a simple vista, y por mi mente pasó Saint y su poca respuesta a mis servicios. Me acerqué al hombre, y con brusquedad levanté su camisón y se lo quité, ésta vez sería rudo y lo follaría como cavernícola.

Él reía por todos mis movimientos, y se mostraba ansioso por lo que haría luego. La música se reprodujo nuevamente, y yo seguí bailando mientras le quitaba los pantalones de mezclilla.

Con una de sus bufandas lo jalé hasta mí, guiándolo hasta sentarlo en el sillón forrado, él quedó quieto, mirándome; me separé un poco y empecé a bailar con la bufanda en mis manos, le di la espalda y me incliné hacia delante para darle una excelente vista de mi culo, lo moví de forma divertida y me enderecé.

Me arrodillé ante él, bajando su bóxer en el proceso y dejándolo en el suelo. Luego me levanté, quité mi ropa interior y se la tendí, sabiendo lo que vendría. Miguel Ángel la tomó y se la llevó a la nariz, olfateando la tela asquerosamente como si fuese la mejor droga del mundo.

Para acortar la imagen tan extraña que tenía ante mí, caminé hasta mi bolso y saqué un condón masculino, me acerqué y me subí a horcajadas sobre él. Lentamente metí las manos entre nuestros cuerpos y se lo coloqué.

Él me veía expectante, y un suspiro entrecortado salió de sus labios cuando me lancé bruscamente sobre su pene. No me había dolido, porque su tamaño rondaba por lo pequeño, aproximadamente unos ocho centímetros, y ya estaba erecto.

Me olvidé de la música, y empecé a saltar, el gemía demasiado fuerte, haciéndome reprimir un bufido hastiado.

«Dios mío, haz que acabe rápido». Esa era, quizás, una de las plegarias más constantes que tenía en momentos como estos.

Empecé a saltar más rápido.

—¡Eres un Dios! —gemí, y había escogido las palabras correctas para un artista no reconocido. Su nivel de éxtasis dependía de qué tanto reconocieran su trabajo.

—¡Sí, muñeca, sí! —gruñía él, sus ojos estaban cerrados y su boca entreabierta.

En un arrebato de hastío, saqué mi lengua y le hice una mueca demasiado infantil para mi edad.

Sentí el cambio de su cuerpo cuando se tensó.
Cuando empezó a convulsionar, tomé impulso y me restregué más fuerte contra él.

—¡Ah! ¡Ah! —gemí alto.

Sus convulsiones casi calmadas, se avivaron nuevamente en un segundo orgasmo. Miguel Ángel abrió sus ojos como platos y me miró sorprendido por las reacciones inconscientes de su cuerpo.

Me tomó de las caderas y presionó sus dedos tratando de calmarse. Cuando lo consiguió, me soltó y logré bajarme de su regazo, sintiéndome agotada e inconforme.

—¡Dios! ¡Eso fue…!

—Maravilloso —completé por él, intentando infringirle una felicidad que quizás no sentía, pero que después del sexo era fácil implantar.

—De nuevo —pidió como niño chiquito.


×××

A las tres y media de la madrugada llegué a casa, pasé a la habitación y me acosté junto a Yoce, había tenido cuatro clientes en toda la noche, y había ganado treinta y cinco mil. Mañana llevaría a mi hermana de compras y conseguiríamos un nuevo uniforme para su colegio.

Ni siquiera me di cuenta cuando me quedé dormida, y de verdad empiezo a creer que ni siquiera dormí, porque cuando cerré los ojos y los volví a abrir, ya eran las cinco de la mañana y la alarma fastidiaba con su sonido.

Me levanté, con cuidado de no despertar a Yoce, y fui a la cocina a preparar el desayuno y dos tazas de café. Tenía que ir a la universidad a las ocho, pero mis planes se vieron interrumpidos cuando recibí una llamada del vigilante del edificio.

—¿Señorita Black? —su voz sonaba nerviosa y eso hizo que me pusiera en alerta.

—¿Qué pasa? ¿Por qué llamas a esta hora?

—Hay alguien que requiere su presencia con urgencia —me informó.

—¿Quién?

—No me quiere decir su nombre —respondió, casi apenado.

—Sin nombre nadie sube ¿Entendido? —siseé.

—Sí, señorita.

Colgué el teléfono, pero no me dio tiempo a pensar en nada porque inmediatamente llamaron de nuevo.

—¿Qué es lo que pasa, Augusto? —le pregunté exasperada al vigilante, pero no fue él quien respondió.

—¡Soy José, soy José! —dijo otra voz rápidamente, sonaba agitado— ¡Te extraño, Black!

—Dame el celular —escuché a Augusto exigirle—. No me haga usar la fuerza.

—¡Black! ¡Te pago lo que quieras! —insistió José, y yo no estaba para escenas, así que colgué el teléfono.

Y no solo fue eso, sino que también, cuando Yoce y yo estábamos listas para irnos, no pudimos salir del edificio porque nos vimos interrumpidas por José, quién no dejaba de gritar mi nombre frente a las puertas de vidrio.

Y no fue eso lo que alteró a mi hermana, al portero, a los inquilinos del edificio, y a las personas que pasaban por la vía peatonal, lo que alteró al gentío fue el arma que José llevaba en su mano y que no tenía lugar fijo donde apuntar.

—¡José! —le grité— ¡Deja de hacer escándalos, esto es absurdo!

Él me miró con los ojos empañados de lágrimas.

—Te extraño mucho, Black —dijo, casi llorando.

Yo negué.

—Deja de hacer esto —supliqué—. Ya no estamos juntos.

José había sido mi “Cliente estrella” hace dos meses, pero al ver que mis orgasmos con él no eran fingidos, dejó de pagarme. Y sinceramente yo no tenía sexo con nadie gratis. Pudiendo ganar dinero además de placer, no era de desaprovechar oportunidades.

—¡Te vuelvo a pagar! ¡Lo juro! —gritó.

Cuando recibió una negativa de mi parte, llevó el arma hasta su sien. Vi sus manos temblar en torno a ella.

—¡Ya basta! —le grité.

—Vuelve —susurró, pero ni siquiera me dejó responder.

El arma ya había sido disparada.

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