Capítulo 1.2: La Banda de los Mamba.
No puedo seguir cruzando los campos calados sin mencionar a la Banda de los Mamba. Antes se llamaban la Banda de los Caramba, pero sonaba demasiado idiota. Con ese nombre, nadie iba a tomarlos en serio. Luego pasaron a ser la Banda de los Mamba, y no nos costó mucho tomarlos en serio. La verdad es que en el arrabal mandan ellos, o más bien su jefe, Johnny Mamba; aunque él casi nunca se deja ver, no como los otros, que se dejan ver demasiado: pasan arrasando con sus motos, con las camisetas interiores viejas, los vaqueros destrozados y unas cazadoras de cuero que tienen atravesada por una franja blanca y, en la espalda, la mamba negra.
Se dice que han matado gente, pero yo de eso no sé nada. Se dedican sobre todo a romper cristales, robar cerveza de las tiendas y destrozar todos los retretes del instituto. O a veces simplemente se están quietos, jugueteando con sus navajas, bebiendo cerveza y arrojando las botellas a los pies de amas de casas aterrorizadas. ¿La policía? A veces se los llevan arrestados. Pero luego Johnny Mamba o su madre se pasan por la comisaría y, antes de que el sol alcance a asomar su hocico por detrás de la nube, el detenido está otra vez en la calle. Así es Johnny Mamba. Y así es la policía.
¿Que si de verdad han matado a alguien? Bueno, al menos pegan unas palizas que durante mucho tiempo no reconoces a la gente. Es a los tenderos que protestan o a la gente que se engalla o a una víctima cualquiera, depende del humor de Johnny Mamba.
A mi solían acosarme los Mamba. Tampoco es de extrañar. Yo estaba flaco y tenía las rodillas torcidas, no me peinaba nunca y por lo general iba a mi aire.
Solían estarme esperando cuando iba o venía del colegio: se ponían a dar vueltas a mi alrededor, pisando el acelerador y riéndose, y sabían que era presa fácil. Al final siempre llegaba un momento en que me arrojaban al barro y me abrían la cartera, luego me esparcían los libros por encima y seguían su camino, para ir a beber cerveza y amenazar a la gente con navajas.
No sé que tendrían contra mí, probablemente nada de nada. Simplemente era presa fácil.
Luego vino el giro. Fue un día que nos tenían a mí y a mis libros tirados en el barro, por lo común se hubieran conformado con eso, pero aquel debía ser un día especial porque fue como si no les bastara. Se bajaron de las motos y miraron al tipo que estaba tirado en el barro con los ojos medio cerrados (o sea, yo), y luego se miraron entre ellos. No, les faltaba algo. Puede que tuviera que ver con el día. Quizás fuera el cumpleaños de Johnny Mamba, o de su anciana madre, qué sé yo.
--Vamos a atarlo--apunta uno.
Y eso hicieron, me ataron al único árbol que había en muchos kilómetros a la redonda y en lo que solo había una urraca solitaria que no tardé en comprender que no pensaba mover un dedo para ayudarme.
--Le prendemos fuego-- dice uno.
Lo oí perfectamente.
--Eso, lo chamuscamos un poco y así aprende la lección.
¿Que si tenía miedo? Estaba acojonado. Solo veía a un tipo flaco y pálido que se me acercaba con el mechero.
Y entonces grité:
--¡Se lo pienso decir a mi hermano!
Y entonces pasó lo inexplicable. El tipo del mechero se paró en seco. La llama se apagó. Se miraron. Uno de ellos le dijo algo a otro en voz baja, y un tercero asintió con la cabeza.
Luego me miraron. El tipo del mechero vino otra vez hacía mí, esta vez sin mechero, y me desató. A continuación me dio una patada en el trasero, antes de que se montaran en sus motos y se largaran entre alaridos y vítores.
Fue la última vez que tuve un verdadero encontronazo con la Banda de los Mamba. Ha pasado ya más de un año. De vez en cuando los veo, y sé que ellos me ven a mí, pero nadie se me acerca ni me hace nada. Una vez entreví a Johnny Mamba detrás de los cristales teñidos de su Mercedes. Su mirada se cruzó con la mía durante un segundo y fue casi como si sonriera. No era una sonrisa para nada buena.
Así fue como me acordé de que tuve un hermano.
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