El ruido de la moto en la noche. Está ahí otra vez, todavía lejos. Luego se acerca un poco, y al final desaparece del todo. Un ruido seco se va estirando y estirando, hasta que no queda nada.

Un ruido completamente solo.
A continuación se apacigua todo, y por lo general, consigo volverme a dormir antes de que los pájaros se pongan con sus roncos sonidos mañaneros. Luego hay alguien que suele dejarse caer en la cama al otro lado de la pared, o alguien que al llegar a la casa está a punto de derribar la puerta y que acaba tirado en el suelo. Es la misma persona.

Después suena el despertador y yo me levanto; a no ser que llueva a cántaros o tenga otras razones para dejar de hacerlo.

Me levanto con la esperanza de que la ducha funcione una vez más y, de camino al baño, paso por encina del que duerme tirado en el suelo. Siempre he contado con que estaba profundamente dormido entre sus gorgoteos, con el sombrero unos centímetros más adelante y el abrigo todo manchado.

La casa está de mañana y yo me preguntó en qué puedo emplear el día. Lo más frecuente es que decida ir a la escuela: cojo una camiseta del cajón, me pongo el chubasquero y meto en la cartera algunos libros que pillo por ahí, para luego atravesar los campos en dirección a los bloques de piso amarillos, y al arrabal al que el sol está empezando a iluminar.

Ya no se oye el ruido de la moto, son otros sonidos que me acompañan a través de los prados empapados, donde descansan los coches, con el tiempo, se van oxidando y se convierten en tierra.

Está llegando un día completamente nuevo y yo no paro de caminar para entrar en él.