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Una mochila mojada

Los últimos días de marzo traen las primeras lluvias del otoño. Salí temprano de la clase en las aulas magnas y caminé hacia la Facultad de Sociales. La humedad del ambiente era incómoda, pero soportable y el campus estaba cubierto por un manto gris, casi negro.

A mi amiga, Diana, la conocí un mes antes en el curso de ingreso, pero desde el día número uno conectamos tan bien como si hubiéramos sido amigas de toda la vida. Nos dirigíamos al centro de estudiantes para anillar los primeros módulos del cuatrimestre mientras decidíamos qué hacer a continuación. Le comenté que ya tenía las planillas para la inscripción definitiva y me respondió que ella todavía no las había completado, pero que me acompañaría a entregarlas. Siempre me acompañaba en todo.

Entregué la propina en el recipiente que estaba sobre la mesa y nos dirigimos hacia la salida trasera. Sin embargo, nada más llegar, notamos que había empezado a llover. Ninguna de las dos tenía paraguas ni tampoco campera impermeable, pero pensamos que las gotas no eran gruesas y que el recorrido hacia el Rectorado no era muy largo. Además, tampoco hacía frío, una llovizna no le hace mal a nadie.

Así que tomamos el camino hacia las aulas magnas y rodeamos el edificio por la senda paralela que conducía al Rectorado. Nuestro andar era tranquilo, hablábamos de las materias, de la familia y de nuestras parejas, y nos reíamos de nuestras ocurrencias.

Para cuando llegamos a destino estábamos un poco mojadas y el aire acondicionado me golpeó en el cuerpo más fuerte de lo normal. En la recepción me indicaron la oficina en donde se entregaban las planillas. El trámite no duró mucho; no obstante, al salir del edificio nos dio la impresión de que el caudal de lluvia había aumentado.

Volvimos por el mismo camino con idénticas energías y el paso sosegado de antes. Pero en la mitad del recorrido comenzamos a notar que nuestras ropas estaban empapadas. Al entrar de nuevo en la facultad una compañera notó lo insólito de nuestro estado y mostró una gran expresión de asombro. No exagero al decir que mi jean azul claro había cambiado a un tono más oscuro.

Pero el colmo fue cuando abrí la mochila, también mojada, para tomar mi celular. La parte superior de mi cuaderno estaba empapada y algunos sectores de la tapa se habían desprendido del anillado. Desde ese momento y por todo aquel año, las hojas del cuaderno tuvieron un dibujo de agua en la parte superior.

Diana y yo caminamos por el campus, esta vez en un recorrido más largo, hasta llegar a las paradas de colectivos. Decidimos volver a casa en ese mismo momento porque ya no importaba la lluvia, era imposible mojarnos más. Y mientras nos reíamos de nuestro estado, hice una nota mental sobre la necesidad de comprar un paraguas y una mochila de cuero ecológico, puesto que una de tela no era la mejor opción para días como esos. Y una mochila mojada no beneficia a nadie.

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