8 | El restaurante
(Narración: Yoon Gi)
He invitado al actor con complejo de emperador a comer.
No sé a ciencia cierta por qué lo he hecho. Pero creo que ha influido que haya percibido algo raro, diferente, en él.
Es decir, es un individuo insufrible. Eso por supuesto. Y un maleducado, un incívico y un petulante también. Que si tal me desmayo. Que si cual me muero. Que si la temperatura. Que si las calorías. Que si jefazo. Que si "ahora lo arreglo". Que si bla, bla, bla. El caso es incordiarme sin parar. Sin embargo, en todo el tiempo que llevo metido en la industria del entretenimiento, al principio como ayudante de mi padre y ahora como CEO, ningún actor me había pedido nunca perdón con lágrimas en los ojos.
Por eso me he ablandado. Y mucho puesto le he dado mi pañuelo de seda preferido, ese que trato de no sacar del cajón para que no se estropee con el polvo, le he ofrecido bebida y después le he reforzado por su buen trabajo e invitado a participar con Tiffany en la selección de las fotos. Y el colofón final ha sido meterle en mi coche y llevarle al restaurante reservado.
¿Hice bien?
No. Un rotundo no con mayúsculas.
Lo primero que me sentó mal fue que se tumbara en los asientos traseros como si fuera un sofá. Imagino que le encantan las tumbonas y que se debe creer que mi auto es una playa con tipos musculosos abanicándole o algo así.
—Quita los pies de la puerta. —Le dediqué mi peor cara a través del espejo retrovisor desde el lugar del copiloto—. Mi coche no es la colchoneta de una alberca, ¿sabes? Y no tengo gigolós para ti.
—No entiendo a lo que te refieres —respondió sin inmutarse y, por descontado, sin moverse—. Pero si lo que te preocupa es que manche la tapicería, descuida, tengo los pies abajo. Nunca estropearía algo ajeno.
—Rompiste mi cámara.
—Por accidente.
—Ya.
Doy por sentado que también fue un accidente que, nada más llegar al local, se acomodara en la silla que le pareció mejor, sin protocolos y, por supuesto, sin preguntar ni esperarme. Después, se puso a charlotear con el camarero que se nos acercó como si fuera su amigo de toda la vida. Gracias a eso, el tipo le dio la carta a él en vez de a mí y, en un segundo, pidió mil cosas. Conste que no me importó tener platos que pagar. Lo que me molestó fue que me ignorara.
—¿Qué te pasa? —Su gesto de niño bueno se centró en el mío como si fuera un inocente ser caído del cielo—. Estás un poco serio.
Obvio. Era un desconsiderado.
—Come —le corté—. Ya que has pedido lo que te ha dado la gana, glotonea a tus anchas pero en silencio.
—Yo... Verás... —Agachó la cabeza, en un repentino atisbo de timidez—. Es que eres tan chocante que no sabía lo que te iba a gustar. Me he dado cuenta de que estabas enfadado. Pensé que te enojarías más si te preguntaba así que he pedido variado para los dos.
Los ojos se me abrieron como dos canicas redondas. Mi molestia se esfumó y dejó paso a la misma sensación extraña que me había llevado a anular la cláusulas de su contrato.
—¿Te apetece un poco de eso? —Señaló con un tenedor una fuente con diferentes piezas de carne a la brasa aderezadas en salsa de pistachos—. ¿Prefieres ensalada? —Cambió de bol—. ¿Pescado quizás?
Me costó varios segundos entender que quería servirme la ración en el plato para agradarme. De hecho, no fui consciente de ello hasta que tomó entre las manos la pulcra porcelana lisa de bordes dorados que tenía frente a mí.
—Esto tiene buena pinta. —Me dedicó una sonrisa—. ¿Lo probamos juntos?
Me quedé como un idiota, con la boca medio abierta y en blanco por primera vez en la historia, embobado bajo sus movimientos, suaves y gráciles a la hora de tomar la cuchara grande e inclinarse hasta el recipiente que contenía mousse de oca. Lucía tan diferente a cómo lo había conocido... Tan dulce que...
¡Que nada! ¿Y ese exceso de confianza? ¡Se estaba saltando mi rol! ¡Mi estatus!
—No me gusta que nadie toque con la mano el plato que voy a utilizar. —Se lo arrebaté antes de que le diera tiempo a echarle nada—. Las cosas se preguntan primero. Ahora por tu culpa voy a tener que pedir otra vajilla.
Su expresión tierna se esfumó en cuestión de segundos.
—Solo la he tocado por el borde. —Frunció el ceño—. Se puede limpiar con la servilleta.
—¿Y estropear la belleza del dobladillo? —negué—. Jamás.
—Yoon Gi, es una servilleta.
—Preocúpate por la tuya y deja la mía en paz —zanjé, antes de añadir—: Y no me llames Yoon Gi. Para ti soy el señor Min.
Resopló. Me crucé de brazos. Me dedicó un mohín y yo le devolví otro antes de centrarme en probar el vino. No se movió. De hecho, estuvo un buen rato contrariado hasta que, por fin, pareció entender su lugar y empezó a comer, eso sí, con la vista fija en los alimentos.
Ahí comencé a arrepentirme de mi antipática forma de ser. Jimin era un díscolo con aires de rey pero le notaba una parte de humildad que me descolocaba demasiado. Por eso, aunque no quise, los ojos se me fueron detrás de él. Así fue como observé, con horror, cómo dirigía su tenedor hacia la fuente en la que apenas quedaban tres hojitas de lechuga.
Tres. Solo tres.
Pinchó una. Ensartó la segunda detrás. No sería capaz de... Buscó la tercera. ¡Sí era capaz! ¡Pero qué falta de educación!
—¡Un momento! —Interpuse mi tenedor—. ¡El último trozo se debe ceder, incívico actor egoísta!
—¡Pero si no te lo vas a comer! —Lejos de apartar su instrumento, trató de pinchar la hoja, con fuerza y bastante mala idea—. ¡Y no me diga así!
—Quita.
—No quiero.
Nos miramos, desafiantes, como si fuera el duelo a muerte de una película del vaqueros salvo que en vez de pistolas lo que teníamos eran tenedores.
—¿No vas a deponer tu inapropiada y desafiante actitud? —insistí.
—No, señor Min.
—¿Cómo que no?
—Pues no.
En ese momento cuatro camareros rodearon nuestra mesa, uno por cada flanco como en una redada policial.
—¿Tienen algún problema? —preguntó el que portaba el uniforme de encargado—. ¿Les podemos ayudar?
—No es necesario —mascullé—. Todo estará bien en cuanto este empleado rebelde otorgue el lugar adecuado a su jefe, o sea, a mí.
—Ay, voy a llorar...
De repente, Jimin me retiró la vista, dejó caer el tenedor y se dirigió a los camareros, con una actitud de víctima lastimera que me dejó boquiabierto. Pero será...
Inaceptable.
—Voy a llorar mucho... —Se llevó la mano al pecho al tiempo que sus labios formaban un puchero—. Miren como se pone por tres simples hojitas... No puedo con esto... Soy una persona de salud delicada... Y ya me estoy mareando...
Siguió un rato más. Sacó todo su bla, bla, bla y le salió de fábula porque, aunque yo me quedé con los restos del plato, a él le regalaron una ensalada entera. Y, para colmo, se la embalaron para que se la pudiera llevar a casa. A una casa a la que le tuve que llevar yo en coche sin chofer pues su turno ya había terminado.
Todo mal.
De verdad, todo muy mal.
Pero lo peor fue que, a pesar del enfado, aún me descubrí en el trayecto echándole miraditas de reojo.
¿Pero qué sin sentido era ese?
N/A: como ven le he cambiado el título a la historia. Lo he hecho para diferenciarla de Perfect, otra historia del perfil. Me parecían títulos demasiado similares, no sé, como que la creatividad ahí me patinó 🫠
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