2 | La usurpación
(Narración: Yoon Gi)
Las mentiras dan problemas.
Por eso yo digo las cosas claras, sin medias tintas ni matices, y me da igual lo que opine el mundo. A fin de cuentas, no trabajo para una asociación benéfica destinada a promover la felicidad repartiendo corazoncitos. No, nada de eso. Lo que yo hago es sentarme en la mesa de un despacho y soportar como puedo las zalamerías y estupideces de directores, actores, guionistas y demás personal contratado a mi servicio.
Soy empresario. Me dedico a la creación y producción de series de televisión y, además, desde el año pasado, tengo abierta una escuela de modelaje y actuación que manejo como director. ¿Suena bien? Pues nada de eso; no es tan idílico como parece.
Cierto es que gano mucho dinero y que, por lo tanto, puedo adquirir lo que se me antoja. Vivo en una urbanización privada, en una enorme casa de la que solo conozco la mitad, con piscina, jardín, garajes, buhardilla, personal doméstico y todo tipo de trastos de último modelo, algunos útiles y otra no tanto. Pero como contras... Uf; los contras son todo lo demás.
Mis empleados funcionan bajo el lema "para qué esforzarse si el jefe no nos está mirando" y los artistas me molestan continuamente. Si les proveo de una sala grande para ensayar protestan porque dicen que es demasiado amplia y que el eco no les permite interpretar bien. Si les acomodo una más pequeña se quejan de que los he encerrado en una "cajita para liliputienses", palabras textuales. Si hace calor y ordeno que aclimaten el área resulta que el frío lastima sus gloriosas voces y, si no lo hago, farfullan que soy un tirano que les obliga a comprarse avioncitos a pilas para ponérselos en la cara.
No los soporto.
Me fastidia la gente y me fastidian sus tonterías. Al único que aguanto es a Kim Tae Hyung, mi asistente personal, y solo porque es eficaz y se preocupa por mi estabilidad mental.
—Vamos a procurar tener un día apacible —dice, en cuanto el chófer aparca el auto en el estacionamiento—. Recordemos la brisa del mar y el susurro de las olas.
Brisa y olas, ya.
Odio esa grabación. Todas las mañanas me la pone y todas las mañana la quito. ¿Brisa y olas? ¿De verdad? ¿Pero cómo voy a perder el tiempo en eso mientras los de área de administración dejan morir mis plantas? ¿Para qué las compro, ah?
Quiero florecitas por los rincones. Hojitas verdes y campanitas de colores que hagan que el edificio luzca como el mismísimo Edén. Sin embargo, lo que tengo es un tallito endeble con tres pétalos amarillentos que pierde dos cuando me acerco y le soplo.
—Ahora mismo riego, señor Min —me suele decir siempre alguno—. No se preocupe.
No lo haría si después no viera que el equipo que maneja mi contabilidad no se sabe el abecedario porque ponen la B después de la J. Eso no tiene perdón. Igual que no lo tiene que no sean capaces de clasificar las cosas por tamaños o colores, como corresponde al estilo primoroso que debe reinar en la empresa, ni que permitan que el polvo inunde sus mesas como si fueran las dunas de un desierto.
No puedo con ello. Parece un basurero.
—Limpien todo —impongo—. Lo quiero ordenado. Reluciente. Impecable. Impoluto.
Lo digo así porque me da ansiedad ver tanto caos. No hay nada que me agobie más que la procrastinación, el desorden y la suciedad. O, al menos, eso creía. Porque entonces conocí a Jimin y me enseñó el verdadero significado de la palabra estrés.
Recuerdo que ese día andaba preocupado porque habían traído el set para la sesión de fotos de la nueva serie, habían pasado tres minutos y el actor, un rostro desconocido para mí pero bastante popular en el extranjero según mis accionistas, aún no había aparecido.
—Le voy a despedir.
Revisé de nuevo la hora. Ya iban cuatro minutos.
—Es un indisciplinado. —Me dirigí a Tae Hyung que, como de costumbre, me observaba por encima de las gafas con la agenda electrónica en una mano y el bote de la tila nauseabunda que le encantaba preparar en la otra—. Consígueme otro actor. Ya. Ahora. Necesito a alguien aquí en dos minutos. No, en dos no. En uno.
—Esto... Verás, Yoon Gi... —No he comentado que, como le aprecio, le permito tutearme—. La empresa de joyería que nos patrocina aceptó al actor Eun J como modelo.
—¡Pues llámales a ellos también! —me ofusqué—. ¡Diles que no quiero tratar con alguien que llega tarde! ¡No lo quiero y punto!
—Solo han pasado unos minutos.
—En unos minutos te puede dar un ataque cardíaco y morirte, ¿sabes? —Fruncí el ceño—. O puedes tener una embolia cerebral, sufrir un atragantamiento, caerte y romperte una pierna, te puede atropellar un coche, se te...
Un golpe seco en el camerino donde se guardaban los objetos del evento me interrumpió. Alguien estaba dentro. ¡Ladrones! ¡Tipejos asaltantes que se querían llevar mis perfumes! ¡La semana pasada ya desapareció una crema facial!
Cogí una escoba del carrito de la limpieza que, por suerte, estaba cerca, empuñé el mango y volé al lugar del crimen.
—¡Eh, tu, delincuente! —Entré con el palo por delante, a lo James Bond pero quizás con un pelín de menos clase—. ¡Depón tu actitud hostil si quieres vivir!
El culpable, un joven de cabello pelirrojo y traje de color negro, permaneció arrodillado en el suelo frente a una de mis cámaras. Añado: una de mis carísimas cámaras rota. ¿Rota? Ay; mi presión arterial. ¡Rota!
—Perdón... Esta... —titubeó—. Estaba... Abierto.
—¿Abierto? —parpadeé, antes bajar la escoba y buscar a Tae Hyung—. Llama a seguridad. Despide al espabilado que ha dejado mi valioso camerino sin llave.
—¡No, no, espera! —El destructor de aparatos puso las dos manos por delante y se apresuró a negar con la cabeza—. Lo que quería decir es... Que... Estaba abierto porque me abrieron.
—¿A ti? —Le revisé de arriba a abajo—. ¿Y por qué te abrirían a ti?
—Es que...
—¿Sabes lo que has hecho? —El joven asintió, con las mejillas del mismo tono que su cabello—. ¿Te haces una ligera idea del destrozo?
—No... Digo Sí... —corrigió—. Pero lo arreglo.
Me quedé estupefacto cuando levantó el trípode, acomodó el aparato y forzó los tornillo de las patas hasta dejarlo de pie. Hecho un asco, tambaleante y con el objetivo mirando al suelo pero de pie.
—Listo. —Sonrió, triunfante. —Para usarla solo se tiene que alzar este chisme. —La sostuvo y fingió darle al botón—. Click.
—¿Click? ¿Qué click?
—El click... De... La foto...
¿Qué? Dios mío; un loco en mi empresa.
—Llama a seguridad. —Volví a Tae Hyung—. Despide al que ha dejado entrar a este individuo.
—¡No, no, espera! —De nuevo, las manos por delante y la cabeza como un molinillo—. Estoy aquí porque...
—Me da igual tu razón.
Fue entonces cuando se irguió, se sacudió la ropa y me mostró un mueca de lo más altanera. A mí. Al jefe de jefes. Y, para colmo, se sentó encima de mi tocador.
—A ver, Min Yoon Gi, relájate. —Se miró las uñas—. Si me pones nervioso se me estropea el cutis con lo que no podré trabajar, ¿sabes? —Se aireó la camisa—. ¡Oh, madre mía! ¡Qué calor más insoportable! ¿Cómo es posible que no tengas puesto el aire acondicionado? No me digas que he firmado un contrato con un empresario roñoso porque mi pobre corazón no va a soportar ese estrés.
Me quedé de piedra. ¿Cutis? ¿Calor? ¿Estrés? Y, ¿roñoso? ¿Yo? Intolerable.
—Creo que es el actor. —Tae Hyung se inclinó sobre mi oído—. Eun J.
—Ya —mascullé—. Me he dado cuenta.
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