Una vez leí o escuché en alguna parte que si fuéramos inmortales todos nos moveríamos muy lento. No lo entendí a la primera, pero tras pensarlo un poco me pareció que tenía todo el sentido del mundo.

¿Por qué estudiamos o trabajamos? ¿Por qué inventamos? ¿Por qué comemos? Hacemos todo eso para sobrevivir. ¿Y para qué componemos, escribimos o bailamos? Para motivarnos a hacer lo demás. Al ser inmortales, no necesitaríamos nada de eso.

La muerte es lo que le da sentido a la vida, porque sin ella no tenemos un objetivo.

¿Pero qué ocurre cuando de pronto te ves sumergido en un mundo apocalíptico donde la civilización se va cayendo a pedazos? ¿Para qué esforzarse si de todas maneras es muy poco probable llegar a viejo?

Ponerse metas es útil, porque entonces trabajas por alcanzarlas. La primera que nosotros nos pusimos como familia fue reunirnos con el resto de ella, en un lugar seguro. Fue muy útil, nos distrajo del shock inicial.

Pero ¿y después?

Mientras veía el humo y la luz de una fogata en lo más alto del cerro que siempre ha coronado al rancho, me percaté de esta enorme duda existencial.

¿Y ahora qué? ¿Cuál era nuestra enorme nueva razón de ser ahora que habíamos llegado?

Mamá hizo avanzar la grúa hasta justo después de la cerca que cubre todo el perímetro del terreno y esperó a que papá terminara de cerrar la verja con la llave que mi abuela siempre deja enterrada a pocos metros. Después bajamos al arroyo que sirve como excelente frontera del resto del mundo. Del otro lado nos esperaban un tío y mi primo más grande.

Cuando la grúa se apagó, nuestra próxima meta apareció en mi mente, más clara que el agua.

Permanecer juntos.