XIII Clare... ni oculta mentiras ni calla verdades
Sintió las rodillas débiles mientras caminaba hasta la puerta. Apenas la abrió y ya tenía a Clare sujetándole las piernas. Pasó su mano sobre el cabello de su hija y obligó una sonrisa a salir de sus labios para ocultar el pánico.
—Osito se portó mal —le dijo la niña entregándole un oso de peluche a su madre. Leonardo tras ella entornó sus ojos azules.
—¿Osito, Clare? —la cuestionó su hermano mayor.
—Sí, osito.
—Tu pequeña torbellino me debe unos labiales —dijo Rebeca cargando la mochila de ambos niños y dejándola en la mesita del recibidor.
—Creí que llegarías más tarde —fue todo lo que se atrevió a decir.
—¿Qué hora crees que es? —preguntó su hermana levantándole las cejas.
—¿Las diez de la mañana?
—Son las doce, Elena. Te dije que los traería después de mediodía, tengo un viaje de negocios y me llevaré a Cloe conmigo, si no me quedaría con... Leonardo todo el día —dijo más bajo, aunque la niña ya se había ido. Elena no pudo reír de la broma, paralizada de miedo. ¿Cómo se le puede temer tanto a un hombre como Héctor y a dos niños que eran sus propios hijos? No sabía cómo, pero sólo podía describir la sensación dentro de sí como eso.
—¿Quién eres? —preguntó la voz de su hija desde la sala y Rebeca abrió la boca con sorpresa.
—¿Está aquí? —le preguntó con voz baja. Leonardo ya iba caminando hacia la sala también. En el rostro de su hermana mayor pudo distinguir la picardía y diversión, le guiñó un ojo a Elena—. Voy tarde, te llamaré en la noche.
Había una mitad amenaza y mitad promesa detrás de sus palabras. Rebeca le dio un apretón en el brazo a su hermana y con su otra mano levantó el pulgar, en una clara señal de ánimo y respaldo, pero no logró contagiarse de su motivación.
Elena cerró la puerta y volvió a la sala. Ahora sí que sentía sus rodillas temblar. Nunca les había presentado a ningún hombre, y no quería que el primero fuera a huir dos minutos después. Respiró hondo y se armó de valor entrando en la sala.
Clare le estaba enseñando el conejo a Héctor.
—Es conejo —le presentó a su mascota.
—Es un gusto, conejo —dijo Héctor arrodillado frente a su hija y sujetando la patita delantera del animal.
—Yo soy Clare —Elena le había enseñado a presentarse cuando la inscribió a la guardería.
—Qué bonito nombre, Clare. Me llamo Héctor.
—¿Por qué tu mamá te puso ese nombre tan feo?
—Clare —madre e hijo hablaron para lidiar con la impertinencia de la pequeña.
—No es tan bonito, ¿cierto? —pero Héctor no había perdido la calma y pretendió no prestar atención a la llamada de atención.
—Pues no —dijo honesta la niña moviendo su cabeza de lado a lado. Elena se cubrió los ojos con una mano—, mi mami sí sabe poner bonitos nombres. Es Leo. —Señaló a su hermano.
Héctor miró al niño que no paraba de escanearlo en silencio.
—Mucho gusto, Leo.
Pero Leonardo no miró a Héctor, ni respondió al saludo, sino a su madre levantándole una ceja y cruzándose de brazos.
Elena siempre supo que, si alguna vez llegaba a presentarles un hombre a sus hijos, sería Leonardo quien necesitaría más tiempo.
—¿Quién es él? —interrogó Leonardo a su madre.
—Un amigo.
—¿De dónde?
—¿Quieres que te cambie de nombre? —le preguntó al mismo tiempo Clare a Héctor.
—Lo siento —dijo Elena avergonzada a Héctor sin responder a su hijo mayor—, Clare, ¿por qué no llevas tu mochila a tu cuarto?
—No mami, tengo visitas.
—¿Y qué hace aquí? —le preguntó Leonardo de nuevo a ella al no recibir respuesta.
—Trajo el desayuno —respondió Elena.
—¿Y también las flores? —cuestionó Leonardo señalando el ramo que aun llevaba en la mano.
—Sí.
—¿Para mí? —preguntó Clare acercándose a tomar las flores de la mano de Elena, la mujer se las dio esperando que se fuera a jugar con ellas a su habitación.
—¿Por qué no le ayudas a tu hermana a ponerlas en agua, Leo?
Leonardo torció los labios, pero obedeció, tomando el codo de su hermana para sacarla de la sala.
—Lo siento, ella es un poco imprudente.
Como cualquier niña, pensó Héctor.
—¿Qué edad tiene?
—Pronto cumplirá cuatro años.
—Habla muy fluido.
—Sí, es parlanchina.
—¿Elena?
La mujer apretó sus labios hacia dentro, comiéndose los nervios. Se despediría, saldría por la puerta y también de su vida. Juntó valor para escucharlo, se dijo que eso era su culpa, si ella se lo hubiese contado de principio no estarían en esa incómoda situación, en lugar de eso se permitió conocerlo y crear expectativas que no iban a cumplirse.
—¿Sí?
Antes de que él pudiera hablar, Clare estaba de regreso.
—Ten. —dijo la niña y levantó los brazos hacia Héctor cargando el conejo, invitándolo a tomar a su mascota. Héctor tomó al conejo blanco—. ¿Puedo cambiarte el nombre? —insistió Clare.
—Clare, eso no es correcto —la reprendió su madre sin energías.
—¿Por qué no?
—Porque Héctor ya tiene un nombre.
—Ah —dijo secamente—. ¿Y te gusta tu nombre?
—A veces sí.
—¿Cuándo sí?
—Cuando me porto bien.
—¿Tú también te portas mal?
—¿Tú lo haces? —Clare negó con la cabeza y luego se detuvo.
—Mamá dice que sí, y tía dijo que hoy me porté mal.
—¿Y eso por qué fue?
—Osito quería pintarse. Y a tía no le gustó que usara los labiales en él.
Elena miró al oso que llevaba en la mano derecha, aun podía verse el color carmín y rosado en la tela.
—¿Y que más hiciste, Clare? —la cuestionó su hermano entrando una vez más a la sala para que terminara de confesar sus travesuras.
—Osito quería jugar con agua. ¿Tú sabes que los labiales no se deshacen si los metes a una cubeta de agua?
Era evidente que Rebeca jamás le cuidaría a la niña de nuevo. Tendré que volver a contratar niñera, pensó Elena lamentando aquellas travesuras de su hija menor.
—No lo sabía —admitió Héctor dejando en el suelo al conejo. Apenas volvió a ponerse de pie, Leonardo tomó a su mascota y sin despedirse caminó hacia su habitación. Su hijo era de pocas palabras cuando estaba molesto.
—¿Quieres que te muestre? —preguntó la niña.
—No —respondió con prisas Elena.
—¿Por qué no?
—Porque no son tuyos —dijo su madre anticipando la siguiente travesura de la niña.
—Pero yo no tengo, mami... ¿tú tienes?
Héctor negó con su cabeza.
—¿Y por qué no?
Él recordó todos los meses que le tomó tirar el maquillaje de Laura a la basura. No creía haber llorado nunca tanto por objetos como entonces. Sacudió la cabeza y se enfocó en la niña.
—No uso labiales —le explicó con simpleza.
—Ah... mis barbies sí usan —y con eso salió corriendo a su habitación.
—Lo siento, Clare está en esa edad.
Los tres años son la edad perfecta para espantarme pretendientes, pensó Elena.
—A mí parecer, los niños siempre están en esa edad sin importar los años que tengan.
Elena obligó una incómoda sonrisa a aparecer.
—¿Tú crees? —él asintió.
—Tienen el don de ser honestos.
¿Honestos? A Elena se le ocurrían muchos otros adjetivos para describir el comportamiento de Clare, pero no ese.
—Toma —dijo Clare volviendo, Elena miró hacia abajo para ver a su hija con media docena de muñecas para presentarle a Héctor. Le fue pasando de una a una sus barbies. Héctor se volvió a hincar en el suelo. Elena se sentó en el sillón más cercano, esperando recuperar la atención de Clare para que él pudiera irse.
—¿Linda, por qué no vas a jugar a tu recámara?
—¿Tienen nombres? —preguntó Héctor.
—Violeta, Azul, Amarilla, Naranja, Verdita y Rosita.
—Qué bonitos nombres, ¿se los pusiste tú?
Clare negó con la cabeza y señaló a Elena.
—Mami sabe poner nombres bonitos.
Elena había elegido los nombres para que Clare aprendiera los colores de acuerdo a la vestimenta de sus juguetes. Y su hija siempre tuvo buena memoria, podía recordar sin problemas los nombres, así como el sonido de los animales, y de las palabras, lo que facilitó que su lenguaje fuera tan avanzado para su edad.
—¿Quieres ver más?
La emoción de su hija se debía en gran parte a que las personas que la visitaban se limitaban a su tía y prima. Elena mantuvo sus ojos en Clare, pero sus oídos en Héctor.
—Me encantaría.
Y con eso, la niña corrió de nuevo hacia su habitación.
—¿Tienes hijos? —preguntó Elena curiosa al descubrir la facilidad con la que él se comportaba con su inquieta hija. A la edad de él, no era descabellado pensar que en algún momento formó su propia familia.
—No, pero prefiero a los niños sobre los adultos. Eso es un hecho.
No mintió.
—¿Trabajas con niños? —preguntó Elena manteniendo su vista en una de las muñecas que Clare había dejado caer al suelo.
—Con carros, ya te lo dije.
Elena sonrío como si tuvieran un chiste privado que le causara gracia.
—Ya, claro —seguía sin creerle.
Nunca había intentado ocultar su dinero, pero tampoco era de presumirlo. Ya llegaría el momento en que pudiera demostrarle a Elena que no mentía, tal vez la invitaba a alguna cena de negocios o una de las fiestas que organizaban los de recursos humanos para reunir a todo el personal de manera anual. Por un momento se imaginó siendo al fin acompañado... Si, por supuesto, primero convencía a Elena que eso que tenían era real para ambos.
Héctor levantó un juguete del suelo y se lo puso a Elena entre las piernas, obligándola a enfocar su vista en él. Los ojos azules escarbaron en el rostro de Héctor intentando anticipar sus siguientes palabras.
—Sólo es una niña, Elena. Si tuvieras un pequeño ejército de Clares clonadas entonces sería intimidante —Elena sonrío triste, y no apartó su vista de Héctor, intentando encontrar algún atisbo de censura, una pequeña mentira que lo delatara, sus cejas moviéndose o sus labios en una línea o su quijada apretada, lo que fuera. Pero él seguía siendo tan dulce como siempre y sólo reflejaba eso.
—Ella es como su propio ejército —le advirtió Elena.
Y como si requiriera dar más evidencia, la niña gritó:
—¡Mami! ¡¿Qué es esto?!
Elena se puso de pie para seguir el sonido de su voz que la llevó al comedor. Clare estaba de pie sobre una silla, con su rodilla sobre la mesa y estirándose para alcanzar la bolsa con el desayuno.
—¿Qué es? —repitió al ver a su madre llegar seguida de Héctor.
Elena no tenía idea de qué podía ser, pero para evitar que la niña fuera a tirarse el contenido encima, tomó la bolsa de plástico, terminó de abrirla y le mostró el contenido de una de las charolas de plástico.
Había waffles, huevos, quesadillas, tocino y frutas.
Clare bajó a prisas de la silla y corrió a la cocina, cuando regresó traía consigo tres platos de plásticos de diferentes princesas.
Por supuesto que Clare era como un pequeño ejército de uno, pero para suerte de Héctor estaba trabajando a su favor. Su hermano, Guillermo, se lo decía constantemente en su juventud: él era un encantador de mujeres. Pero nunca había estado más decidido a usar tal encanto para agradar a una mujer que cuando tomó asiento al lado de Clare mientras Elena iba por cubiertos y vasos. Entendió sin dificultad lo que debía hacer: agradar a la pequeña que exigía su atención.
No pudo evitar mirar hacia atrás, al pasillo, luego tendría que encontrar el modo de hacer lo mismo con el hijo mayor de Elena.
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