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V La que madruga... igual llega tarde


Elena quería ser una madre ejemplar.

No lo era, pero lo quería.

Quería llegar a decir que jamás perdía la razón y que siempre se mantenía tranquila.

Quería decirle a la gente que sus hijos obedecían al primer llamado dulce de su voz; quería presumir que nunca había tenido que darle una nalgada a ninguno, que ella era suave pero firme con ellos.

Quería ser esa madre con delantal de revista, la que va bien peinada, maquillada y sonriente. Sin ojeras, desvelos ni impaciencia.

Quería ser la que se quedaba despierta sin quejarse cuando sus hijos se enfermaban, contar que jamás cabeceaba cuando los cuidaba.

Quería contarle a la gente que ser mamá era su mayor logro, que no aspiraba a más, que con ellos lo tenía todo.

Quería ser la madre ejemplar que tenía hijos que corrían a sus brazos con amor y que jamás le sacaban arrugas en el rostro.

Quería ser la madre que la gente señalara y dijera, pero mírala qué buena.

Quería fingir que dar pecho no había sido una penuria, que el dolor de posparto era solo un poco más fuerte que un cólico.

Quería tanto repetir a quien le preguntara que ser madre era una bendición, incluso aunque se convirtiera en una a los diecisiete años, aunque eso la hubiera empujado a un matrimonio forzado, aunque eso se llevó sus planes.

Quería contar que después de tener a su bebé en brazos jamás volvió a pensar en esos sueños que dejó atrás, a la persona que dejó atrás, a la mujer que abandonó para convertirse en la madre que era.

Quería mentir y decir que jamás pensaba en lo que hubiera sido si...

Quería llorar de emoción como lo hacen algunas madres cuando les preguntan por el primer día en que nacieron sus hijos. Un llanto feliz, sin dolor ni pena.

Quería desesperadamente ser esa madre ejemplar y a veces era terrible darse cuenta lo lejos que estaba de ser ella.

Lo único que la tranquilizaba era saber que los amaba, con locura y ejemplarmente a cada uno. Que toda ella era una madre defectuosa, pero su amor por ellos no podría ser más perfecto, aunque a veces, como en ese momento, la sacaban de quicio.

Persiguió a Clare hasta que se dejó poner la ropa interior, y luego cargandola del estómago, caminó con ella ignorando los lloriqueos de la niña que no quería el vestido para ir a la estancia infantil.

Leonardo por su parte estaba enfurruñado frente a su desayuno sin probar bocado, no quería quesadillas, estaba harto de las quesadillas, quesadillas para desayunar y para cenar, en fines de semana y hasta para comer.

—No quiero –le dijo el niño moviendo su plato hacia el frente cuando Elena pasó a su lado.

—Te lo vas a comer.

Clare lloraba a todo pulmón porque no quería el vestido blanco sino el otro, para ir del mismo color que su patito de peluche.

—Leonardo, cómetelo y luego te lavas los dientes.

—No es justo. Tú trabajas en un restaurante. ¿Por qué tengo que comer esto?

Porque era lo más rápido y sencillo, una tortilla doblada con queso dentro, porque Clare le quitaba demasiado tiempo por las mañanas, porque se les hacía tarde, porque nuevamente el tiempo le faltaba a Elena para hacerse cargo de todas las tareas matutinas.

—Por favor, cariño, mañana te haré waffles.

Pero no era el día de convencer a sus hijos, Clare lloró inconsolable y, cuando Elena aceptó ponerle el vestido amarillo, el berrinche de Clare escaló y no quiso saber de colores amarillos, ni de chocolates o paletas, o televisión o juguetes, o crayolas o plumones, o nada que pudiera distraerla para calmarla.

Y Leonardo terco seguía con los brazos cruzados sin querer comer.

—No quiero, no quiero —le dijo a su madre parándose detrás de ella mientras Elena con prisas metía un cambio de ropa a la mochila de Clare.

—Por favor, Leo. Se nos hace tarde.

—No quiero.

—Mi amor.

—Papá siempre tiene fruta en el desayuno y malteadas de fresa.

Elena apretó los dientes, no había nada que odiara más que ser comparada con el padre que Leonardo veía una vez cada dos semanas y que se desvivía para cumplirle sus caprichos con tal de enmendar el tiempo perdido y, de paso, darle la contra a ella.

—Leo, por favor.

Cuando Elena miró a su hijo mayor y el niño vio las lágrimas contenidas en los ojos de su madre cedió. Siempre cedía al haber lágrimas de por medio.

—Está bien, pero mañana no más quesadillas.

—Lo prometo.

Pasado mañana las quesadillas volverían, pero se juró que se despertaría más temprano para hacerle uno de esos desayunos que tenían en el menú del restaurante en el que trabajaba.

—¿Clare? Vámonos linda, tus zapatos.

Clare estaba sentada jugando en la sala con su conejo y sonreía feliz como si no acabara de hacer un berrinche.

—Mira, mami, conejo y yo vamos de blanco —dijo la niña apuntando su vestido blanco. Elena sonrío para no lanzar un grito exasperado.

—Dile adiós al conejo y ponte los zapatos.

—Okay —dijo la niña, soltó al conejo y corrió al sillón para que Elena le pusiera los zapatos como una niña obediente, como la que no había sido la última media hora.

Leonardo terminó el desayuno y estaba listo con su mochila al lado de la puerta mirando con extrañeza a su madre.

—¿Qué? —preguntó al fin ella.

—¿No te vas a cambiar de ropa, mami?

Elena bajó la vista y se encontró con sus pantuflas, el pantalón suelto de algodón y una blusa con agujeros. Respiró hondo y sonrío.

—Un minuto.

Esta es mi vida y me gusta mucho, se dijo cuando por fin salieron de la casa. Los niños impecables, arreglados. Ella con tenis, un pantalón de mezclilla que usó el día anterior, una sudadera y el cabello sujeto en la parte alta de la cabeza para que no se viera que no había tenido tiempo de peinarse.

Todas las mañanas, Elena llevaba a los niños a la escuela y después regresaba a su casa a hacer la limpieza. Tenía un trabajo de lunes a viernes en un restaurante de doce de la tarde a ocho de la noche. Los niños salían a las dos de la primaria y la guardería; tenía contratada una niñera para que recogiera a ambos de las escuelas, pagadas por su exesposo; y cuando la niñera no podía, Elena contaba con Rebeca, su hermana, quien era su único e incondicional apoyo.

Rebeca era mayor que Elena por trece años. Ambas tenían hijos de la misma edad, Cloe y Leonardo tenían diez años. La diferencia era clara, Elena tuvo a su bebé a los diecisiete años, Rebeca lo hizo con treinta, con sueños cumplidos, un trabajo estable y una vida organizada.

Ambas eran madres solteras.

¿La diferencia?

Elena era madre divorciada y Rebeca había elegido ser madre sin un hombre, en su lugar, le clínica de fertilidad para convertirse en madre. Rebeca lo llamaba la mejor elección de su vida, Elena no podría decir nunca lo mismo de su exesposo. Aunque su peor error: su ex, había traído consigo sus dos más grandes tesoros: sus hijos.

Y eso pensaba cuando el teléfono sonó mostrando un número desconocido.

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