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III Algo de panes y penas


—¿Se encuentra bien? —repitió Héctor frente a ella. Los ojos del hombre tenían un brillo como si la reconocieran, no a ella, sino a sus emociones.

—N-no.

—¿Ha muerto alguien?

Pero cuánto tacto, pensó sarcástica mientras más lágrimas resbalaban.

—Lo siento, quise decir...

—Nadie ha muerto —lo interrumpió y luego se rio—, es que el conejo está muy enfermo, lo siento, no suelo llorar... no en público al menos, lo siento. Es solo que he tenido un mal día... días... meses... años. Lo siento —se cubrió la cara con una mano para esconder sus penas del desconocido. Nadie nunca le preguntaba con tal preocupación por su ánimo, y quizás era porque parecía genuinamente preocupado que ella tenía ese deseo de escupirle sus emociones contenidas.

—Tome —quitó su mano de los ojos y descubrió que el hombre le ofrecía un pañuelo de tela, ¿quién llevaba uno de tela en esos días? No pensó en encontrar una respuesta, la tomó y se limpió las mejillas—, ¿qué tiene el conejo?

—No lo sé, nadie lo sabe. Al menos no el veterinario de quinta al que fui a llevarlo esta mañana —respiró ruidosamente para contener el llanto que amenazaba con volver a salir.

—Siempre es aconsejable pedir una segunda opinión.

Ella asintió tomando un pedazo de uno de los panes de la canastita frente a sí, el conejo se removía con sus patas en su pecho y mano, masticó para calmar su llanto o mantener su boca ocupada en comer, en lugar de hablar. Miró al hombre frente a ella. El cabello cobrizo con canas salteadas revelaba los años que tenía encima, sus ojos tenían preocupación y simpatía.

Héctor observó a la joven, le pareció mayor de lo que era, pero no tenía que ver con su físico, no había arrugas, ni canas que indicaran sus años; pero el brillo en sus ojos le recordaba al de alguien mayor, cansado, como si lo hubiese visto todo y no tuviera energías para más. Una joven como ella no debería parecerle una anciana, y de alguna manera lo hacía.

Elena parpadeó sintiéndose tonta de pronto, a veces soñaba que lloraba en público, pero entonces fue muy consciente que ese no era ningún sueño y el desconocido no era un invento de su imaginación. ¿Qué estoy haciendo?, se reprendió. Miró a su alrededor y descubrió que varios comensales veían a su mesa con atención. Regresó al conejo en su jaula y recompuso a la fuerza las expresiones de su rostro.

—Perdone, yo... nunca me había ocurrido algo como esto. Lamento haberle arruinado el desayuno —dijo levantandose con torpeza y vergüenza.

Y sin que el hombre pudiera decir nada, ella salió casi corriendo de la cafetería con la jaula en una mano y su bolso en la otra.

—No pagó. ¡Señorita! —hizo intento de perseguirla la mesera.

—Pagaré por ella.

Héctor se levantó, sacó la billetera, y dejó un billete para pagar la comida y la propina inmerecida. Sin entender mucho sus motivos caminó hacia donde había salido a prisas la mujer.

De pronto, después de diez años sin sentir emoción, interés o curiosidad por nadie sentía ese jaloneo en su interior tirando de él e invitándolo a actuar como un humano, como un hombre. Aunque fuera solo para calmar a una extraña que lloraba por conejos moribundos, incluso eso haría si tenía que sentirse menos cadavérico y más con vida.


Gracias por leer


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