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6

Seis meses después.

—Creía que no iba a terminar nunca —masculló Sebastian nada mas cerrar la doble puerta de su dormitorio nupcial.
Se apoyó sobre la madera y observó a su preciosa mujer.
Habían decidido casarse en Riversey Cotagge porque era el lugar dónde había crecido y que sentía como su hogar. A Cordelia le había encantado desde el primer momento y así lo había proclamado ante su madre, la marquesa viuda, a quien se había ganado para la eternidad con aquel comentario.
Les habían alojado en alas separadas de la casa hasta esa noche, en la que compartirían uno de los dormitorios más lujosos de la casa. A Sebastian le habría dado igual que fuera un cobertizo, siempre que en él se hallase su flamante esposa.
El férreo control que había mantenido Redcliff sobre ellos durante la temporada había sido un verdadero infierno para él, que apenas había conseguido obtener otra cosa que besos apasionados y alguna que otra caricia secreta en rincones perdidos de algún salón de baile.
—Ha sido una boda preciosa —ofreció ella con visible emoción.
—Ha sido una tortura.
—¡Sebastian! —se quejó al tiempo que él se acercaba y la rodeaba con sus brazos.
—Di lo que quieras. Desde que te he visto con ese vestido azul tan provocativo he estado padeciendo un sufrimiento terrible.
El vestido era perfectamente decente, tenía que reconocer. Cubría su esbelta figura con elegancia y, sí, la dosis justa de recato; pero Sebastian tenía una idea muy realista de lo que había bajo esa muselina que tan bien moldeaba su cuerpo. Era irresistible.
—¡Señor, es un vestido de lo más respetable! —protestó al tiempo que se reía de los intentos de Sebastian por desabrochar los botones de su espalda.
—Es apenas una seda que se ajusta a tu cuerpo con impúdica sugerencia.
Ella pareció horrorizada por un segundo, pero si bien era cierto que Sebastian apenas había podido saborear a su novia, sí que le había dado en varias ocasiones pruebas de su indecorosa admiración mediante mensajes susurrados al oído. Ella estaba más que acostumbrada a escucharle decir cosas como esa, motivo por el que de inmediato entrecerró los ojos chispeantes y le soltó:
—Eres tan granuja como dice Shein.
Sebastian rió ante eso y la abrazó más fuerte contra su pecho.
—Mi amor... —Enterró la cara en su cuello y aspiró su delicado perfume.
—Sebastian —susurró ella, cediendo al deseo de abrazarle a su vez.
—¿Tienes algún temor respecto a esta noche? —le preguntó.
—Hannah me ha explicado... cosas —dijo azorada.
Cuando él la miró, lucía tan sonrojada que le dio una medida bastante exacta del tipo de intimidades que podía haber compartido su cuñada con ella. Una joven bien instruida; eso era su esposa.
Era algo que un hombre solo podía agradecer, aunque no tenía el más mínimo reparo en enseñarle mediante la práctica cualquier intimidad en las lides amatorias. Intuía que, además, carecía de los remilgos habituales en una joven de su posición y educación. En muchas ocasiones le había demostrado que tenía todo el arrojo necesario y que estaba a la altura de sus expectativas en todos los planos posibles.
—¿Puedo desnudarte, esposa?
Cordelia tomó aire en una bocanada y asintió con seriedad. Se giró para que él tuviera acceso a los complicados botones de la espalda que dejaron de ser complicados en cuanto los tuvo a la vista. Los desabrochó con destreza y aprovechó la oportunidad para besar esa piel oculta a la que nunca había tenido acceso. Ella era tan suave como el raso. La despojó del vestido y volvió a subir las manos por su cuerpo hasta colmarlas de sus pechos. Cordelia siseó entre dientes y se apoyó contra su torso. Sebastian buscó con la nariz el aroma de su nuca y la saboreó en ese punto tan sensible cuando ella dejó caer la cabeza sobre su hombro.
Eran unos pechos firmes, que se ajustaban a la palma de su mano y que asomaban de forma encantadora por encima de la camisa interior. Encantadora no era la palabra, pensó Sebastian desde su altura privilegiada. Lucían como dos jugosos frutos maduros que le hacían la boca agua.
Cordelia, sin embargo, sí era «encantadora». Cualquier persona la definiría con esa palabra exacta. Pero Sebastian había descubierto, nada más conocerla, que toda aquella meliflua apariencia, aquella bondadosa sonrisa, aquella dulzura innata, solo eran una parte de ella. Le encantaba su belleza etérea, desde luego, pero valoraba mucho más su carácter, su inquebrantable voluntad, su refinada sensualidad.
Era algo que había percibido desde el primer beso en el gallinero y que había corroborado con cada beso posterior. Era una criatura apasionada, pero no de un modo ladino ni calculado sino de esa forma tan natural y exuberante que desborda más allá de los límites de la simple apariencia.
En ese preciso instante, cualquier joven casta y pura se sentiría incómoda o violenta por el modo en que la tocaba; sin embargo, ella se arqueaba contra la caricia de sus palmas y se recostaba contra él con plena confianza, sin disimular su deseo.
Decidido a disfrutar del tacto de su piel, Sebastian procedió a quitarse la levita, el chaleco y la camisa; sin dejar de besar, de tanto en tanto, la sinuosa curva de su cuello, así como su nuca y sus hombros.
Cuando terminó con sus prendas, se dispuso a bajar lentamente la camisola de Cordelia mientras observaba cómo aquellos pechos deliciosos quedaban a la vista. Tuvo la necesidad de cerrar los ojos, tal era la impresión de verlos al fin. Se pegó a su espalda cálida y suave, los sopesó en sus manos y los acarició sin dejarse una pulgada, desde el contorno redondeado hasta la finísima piel alrededor de las areolas, que eran de un color rosado muy intenso. Rodó las yemas de sus dedos sobre los fruncidos pezones y se maravilló con el ronroneo que emitió su garganta. Ah, sí, decididamente Cordelia disfrutaba de sus atenciones.
—¿Esto te gusta, amor mío? —preguntó con su tono más ronco de voz.
—Sí, Sebastian.
Y ¿acaso esa afirmación no sonaba condenadamente bien?
Se giró para ponerse frente a ella y le tomó la cara entre las manos para besarla.
Cordelia le echó las manos al cuello y se pegó a su torso con entusiasmo. La sensación de aquellos senos firmes y redondos contra su propio pecho era de lo más excitante, y la forma en que ella parecía frotarse contra él —de un modo que debía ser totalmente inconsciente— pondrían en pie de guerra a un santo. Cosa que él no aspiraba a ser.
La cargó en vilo y la sentó sobre la cama, que era ridículamente alta, pero que, por suerte, la dejaba a la altura exacta para que él pudiera adorar con la boca lo que acaba de acariciar con sus manos.
Ella se estremeció con sorpresa y volvió a ronronear cuando rodeó el pezon con su lengua y lo aspiró dentro de su boca, convirtiéndolo en un duro guijarro.
—Oh, señor. —Cordelia enredó los dedos entre su cabello—. Eso también me gusta.
—Yo lo adoro, amor mío. Son magníficos —añadió, separándose un instante—, como tú.
Tras saborearla intensamente de nuevo, dejó caer un sonoro beso sobre la fruncida punta, acabó de desnudarla con paciencia y después se despojó también del resto de su ropa; estaba impaciente por estar tendido sobre ella, por acariciarla entera y tomarla a voluntad.
—Túmbate, Cordelia.
Ella, obediente, lo hizo. Su preciosa y complaciente esposa.
No dejó de observarla mientras subía a la cama —no podía expresarse de otro modo— y se tumbaba junto a ella. Había mucha piel sedosa y suave ante sus ojos y una apetecible mata de vello más claro que lo común allí donde sus piernas se unían. Tuvo que controlar el deseo de explorar la zona, de besarla y torturarla. Por muy osada que fuera en la cama, no dejaba de ser una joven inocente. No quería violentarla. Habría muchos días con sus noches para enseñarle las maravillosas formar de alcanzar el placer juntos. Tenían toda la vida.
—No podremos volver a bajar de aquí —aseguró.
Ella rio por lo bajo y encerró su rostro entre las manos cuando lo tuvo al lado, con parte de su cuerpo sobre el femenino.
—Te amo.
Se lo había dicho innumerables veces en aquellos meses, pero nunca habían sonado tan solemne como en ese momento.
—Te amo, Cordelia.
Le dio un beso que duró más de lo que pretendía. Estaba impaciente por explorar su cuerpo, pero cada vez que probaba el néctar de aquella boca se quedaba tan extasiado que le costaba abandonarla. Lo hizo, no obstante, con un pequeño mordisco de despedida al regordete labio inferior.
Deslizó los labios por su mandíbula y por su clavícula. Adoró cada uno de los suspiros que recibió a cambio mientras buscaba con sus manos las muñecas de Cordelia y le elevaba los brazos sobre la cabeza. Se desplazó con su boca hacía el hombro derecho y continuó explorando la cara interna de su delicado brazo. Le sorprendió la calidez e intimidad que sintió al besar su axila, donde parecía concentrarse el aroma tan particular de su esposa de un modo embriagador. Ella soltó una carcajada nerviosa y acto seguido dejó escapar un gemido gutural. «Ah, de modo que le gusta», apuntó mentalmente.
La docilidad de Cordelia en la cama era una bendición. Ella se daba entera, se entregaba y disfrutaba, pero lo hacía de un modo elegante y sosegado. Su respiración era superficial y alterada, oscilando entre gemidos y jadeos que no hacían más que inflar el deseo de un hombre. En lugar de sacudirse ante las sensaciones del placer, ella se arqueaba de un modo sensual, con movimientos lánguidos y provocadores.
Se acercó de forma tentativa a su pecho, abordándolo desde aquella piel tan fina del costado. Parecía seda contra su lengua. Cerró los ojos al llegar a la cima y se oyó gemir al lograr chuparlo como había deseado tantas veces. Cordelia dejó escapar un ronroneo e intento apresar su cadera con una de aquellas suaves piernas que se mecían contra las suyas.
Sebastian la obligó a permanecer quieta apoyando una mano en su rodilla, hasta que consideró que se había saciado de ese pecho en concreto.
Se desplazó al otro ignorando con humor el quejido de protesta de su esposa.
Ella necesitaba algún consuelo, entendió.
Comenzó por soltarle las muñecas, que aún mantenía presas sobre su cabeza. Cordelia en seguida enterró las manos en su pelo para intentar detener la tortura, pero Sebastian no le hizo caso.
Uso la mano que le sujetaba la rodilla para iniciar el ascenso hasta la unión de sus muslos y ella se tensó en respuesta.
Debía sentirse desbordada por las sensaciones, por las libertades que él se tomaba con su cuerpo. Eran marido y mujer; no hacía otra cosa que ejercer sus derechos, por lo que no tendría sentido que ella se quejase. Pero, aunque lo tuviera, estaba convencido que en medio de la amalgama de emociones que sentía no había miedo ni rechazo. No obstante, los jadeos le indicaban lo cerca de la desesperación que se hallaba. La tensión de su cuerpo cuando al fin pudo acariciar el vello púbico que guardaba su lugar más íntimo, fue una evidencia del temor lógico de la inexperiencia.
Dejó su castigado pezón y se incorporó para observarla. Tal vez ella agradecería el contacto visual en aquel instante; y, la verdad, tuvo que reconocer, para un hombre era un espectáculo impagable contemplar el rostro de su amada en el momento de tocar por primera vez los pliegues húmedos de su cuerpo.
El de Cordelia mostró una absoluta conmoción cuando sus dedos al fin pudieron palpar la satinada superficie. Contuvo el aliento y abrió los ojos como platos. Acto seguido arqueo la espalda, estiró el cuello y cerró los ojos al tiempo que dejaba escapar otro de esos gemidos tan encantadores.
¡Fascinante! ¡Adorable! Sebastian se sentía el hombre más afortunado del planeta en ese momento.
—Eres preciosa —le dijo, totalmente obnubilado por el espectáculo que él había desencadenado.
—¡Sebastian! —gritó ella roncamente.
—Tranquila, mi amor —le susurró, muy cerca de su oído.
Se recreó en besar su cuello mientras sus dedos aprendían cada matiz de aquella piel tan húmeda y delicada. Las manos de Cordelia lo recorrían sin control. Iban de su cabello a su espalda y a sus hombros de manera errática. Ya no había nada sosegado en sus movimientos.
Estaba desbordada. Y a él le encantaba.
Se alejó de nuevo antes de penetrarla con un dedo, porque no quería perderse su reacción. Cordelia no se había preparado para aquello así que estaba relajada cuando su dedo la llenó, pero después se tensó con fuerza en torno a la invasión, ofreciéndole un abrazo tan íntimo que le hizo cerrar los ojos con un hambre que le devastó el vientre.
Sin embargo, aún no era el momento. Introdujo un segundo dedo en cuanto consiguió que volviera a relajarse y se deleitó con las caricias en aquellas paredes resbaladizas y blandas que lo recibían con inocente entusiasmo.
Eso era todo lo que Cordelia podría soportar por el momento. La ayudaría a prepararse para la unión, pero aún tenía que enseñarle el movimiento.
Retiró sus dedos casi por completo y volvió a introducirlos con lentitud. Ella sollozó en respuesta y Sebastian la recompensó con un apasionado beso en el que se perdió. Su misma alma se perdió, pues no fue consciente de nada durante un largo rato. Cuando ella lo terminó para tomar el aire en bocanadas, Sebastian fue consciente de estar haciéndole el amor con sus dedos, de un modo bastante concienzudo.
—No aguantó más —se dijo en voz alta.
Sacó la mano de su entrepierna y se colocó para poseerla. Justo antes de iniciarlo, tomó aire con cierto sentido de trascendencia. Aquel era un momento único. No quería tomar a su esposa en la inconsciencia de la lujuria y no ser capaz de recordarlo después.
Se fijó en su rostro, perlado de sudor. Sus labios entreabiertos, racionando los jadeos. Los ojos azules, desmesuradamente grandes, fijos en los suyos.
—Te amo —le susurró cuando la primera pulgada de su pene se introdujo en ella.
—Es increíble —respondió Cordelia con una auténtica sonrisa.
Sebastian se la devolvió y comenzó a adentrarse en ella con embestidas lentas y cortas. Estaba muy tensa, aunque era más propio del estado natural de su portal inmaculado que algo que ella estuviera provocando. Era estrecha, como debía serlo. Y eso le proporcionaba un placer inenarrable, aunque también le obligaba a ser cauto y paciente.
La humedad que ella había creado para la unión ayudó a que Sebastian lograse romper la barrera de su virginidad sin apenas dolor. Al menos él no fue consciente del momento exacto en que ocurrió. Simplemente notó que su masculinidad iba siendo engullida poco a poco hasta que estuvo enterrado en ella por completo. Gimió de placer y se acercó a su oído.
—¿Estás bien?
—Hmmmm... —La respuesta era lastimosa como poco, así que imaginó que debía sentirse confundida, incómoda y otras veinte cosas inexplicables más.
—Ahora eres mía, Cordelia. Y yo soy tuyo. Nos pertenecemos. Nuestros cuerpos y nuestras almas.
Ella abrió los ojos velados por la lujuria y entreabrió los labios.
—Sí —susurró.
Sebastian se había detenido una vez dentro de ella, pero retomó el vaivén de sus caderas y buscó la cadencia que le hiciera disfrutar del acoplamiento. Cordelia demostró ese punto cuando las manos, que habían permanecido estáticas sobre sus hombros, comenzaron a desplazarse por su cuello y la parte baja de su espalda. Las caricias eran tan decididas como sensuales, y consiguieron espolear el deseo de Sebastian pues era evidente que su esposa ya había descubierto el descomunal placer que podía ofrecerle la posesión más elemental de un hombre. Muchas mujeres no lograban encontrar la grandiosidad en aquella unión tan primitiva, en aquel baile ancestral que era la comunión de dos cuerpos. Consideraban el acto como un mero trámite, algo por completo ajeno –eso se hizo evidente– a la naturaleza fogosa de Cordelia Dereford. En pocos minutos se acomodó a las embestidas y salió a buscarlas, transida por la necesidad de lograr la cima, hasta el punto de deslizar las manos hasta las nalgas de Sebastian para exigir mayor contacto.
Se arqueó contra su pelvis, pegando los pechos contra el suyo. Sus adorables bucles rubios comenzaban a humedecerse contra su frente y los jadeos aumentaban de volumen a medida que ella se acercaba a su clímax.
—¡Sebastian!
—Déjate ir, Cordelia —le susurró sin dejar de contemplarla—. No le temas. Solo deja que se adueñe de ti.
—¿Cómo? —preguntó con la mirada confundida.
—Visualiza lo que hacemos juntos. Concéntrate en ese dolor sordo que te provoco. —Sebastian desplazó la mano hasta el punto donde su unían—. Aquí, Cordelia, deja que se rompa.
Pero ella no parecía saber lo que tenía que hacer, de modo que exploró con sus dedos hasta abarcar su clítoris y lo frotó con cuidado. Con solo dos caricias, el orgasmo la desbordó.
Sus ojos se abrieron como platos y su cuerpo entero se puso rígido por un ínfimo instante. Después empezó a sollozar y su cara se transfiguró de un placentero dolor mientras sus brazos y piernas se asían con fuerza a él para intentar retener aquel exquisito final.
Estaba tan fascinado por aquel despliegue de belleza y sensualidad que no fue consciente de su propio orgasmo hasta que le atravesó como un rayo. Sintió la espesa crema fluir de él y se tensó con fuerza. Cerró los ojos y se empujó de nuevo contra el cálido portal que lo apretaba como un puño de seda. Con un par de embestidas lentas y profundas, terminó de gozar de su clímax y se derrumbó sobre el cuerpo desmadejado de su esposa.


—Jamás lo hubiera imaginado —dijo Cordelia con los ojos clavados en el dosel de la cama.
No podía asimilar lo ocurrido, apenas si podía entenderlo.
—Esperabas algo más simple, ¿verdad? —le preguntó Sebastian.
—No sé si esa es la palabra. No creía que la unión de unos esposos fuera simple, pero...
—¿No te ha gustado?
—¡Sí! Es que no sabía que existía este modo de placer. Estoy sorprendida y un poco desbordada, supongo.
Sebastian se giró para mirarla y se elevó sobre un codo. Con la mano libre le acarició el vientre desnudo con círculos perezosos.
—Y este solo ha sido el modo más sencillo de tomarte, esposa mía.
—¿El más sencillo?
Una sonrisa lobuna, marca registrada Gordon, se dibujó en su apuesto rostro al tiempo que aquella mano exploradora ascendía hasta colmarse con uno de sus pechos.
—Hay una infinidad de modos deliciosos y perversos de dar y tomar el placer. Te los enseñaré todos, mi dulce amor. Voy a hacer de ti una mujer muy bien instruida y saciada.
Cordelia le miró siendo consciente de que se había sonrojado y también de que esas palabras la habían excitado, aunque la mirada hambrienta y la caricia de sus dedos tenían mucho que ver con su estado.
—¿Podemos empezar ahora, Sebastian?
—Ah... eres más de lo que merezco. —Se inclinó hacia ella y le dio un casto beso en los labios—. Solo si me prometes obedecer todas mis órdenes.
Cordelia asintió, entusiasmada. Ese era el hombre que su corazón había elegido casi al instante de tomar contacto con aquellos hermosos ojos del color del té. Durante los meses de su noviazgo le había demostrado que el afecto y la veneración que sentía por ella iba mucho más allá del simple compromiso que dos personas adquieren ante el altar. Sebastian haría cualquier cosa por complacerla y obtener su felicidad y Cordelia estaba dispuesta a dar hasta la última gota de su sangre y el último aliento de su vida por él. También había aprendido durante esos meses que el amor era divertido, balsámico y apasionado. El aprendizaje puramente sensorial por el que Sebastian la había conducido era uno de los descubrimientos más fascinantes que había hecho en su vida. Y lo ocurrido esa noche, su noche de bodas, era la expresión máxima del amor que habría podido soñar.
—Te obedeceré, esposo mío, siempre que me dejes dar las órdenes de vez en cuando. —Porque así era ella. Necesitaba saber que sus respectivos intelectos siempre tendrían un motivo para pelearse y reconciliarse, que siempre sabrían encontrar un equilibrio de poder entre ambos.
Tal y como esperaba, aquello le reportó una sonrisa orgullosa de su flamante marido. A Sebastian le gustaba que ella fuera una digna rival.
—Bien, Cordelia. Mi turno, entonces. Túmbate boca abajo.

FIN

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