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5

Merde —masculló el marqués de Riversey cuando fue consciente de la escena.
—Suéltela —ladró el conde de Redcliff al tiempo que trituraba la mano de su esposa, envuelta en la suya.
Sebastian Gordon abandonó con renuencia el beso que compartía con Cordelia Dereford y se colocó de modo que parecía estar protegiéndola de todos los presentes. La joven no se quedó agazapada tras su seductor, ni mucho menos. Se colocó a su lado y adoptó una pose tan aristocrática que parecía haberla estado ensayando desde le cuna, cosa que no era tal, como muy bien sabía Hannah.
—Shein no es lo que piensas —avisó la más pequeña de los Dereford.
—Milord, si me lo permite... —intentó explicar el señor Gordon.
—No se lo permito. ¡Desde luego que no se lo permito! —Shein parecía más furioso de lo que lo había visto nunca. Una marea de nerviosismo y de admiración la recorrió por dentro al ver aquel rostro tan amado lleno de fuerza y determinación. Había un hombre peligroso tras el aristócrata, y ella lo adoraba.
—Redcliff... —intermedió lord Riversey.
—Ni te atrevas, Riversey. No se te ocurra escudar a este canalla.
—No pensaba —respondió el marqués—. Considero a mi heredero lo suficientemente capaz para explicarse por sí mismo.
Qué curioso, pensó Hannah, que Riversey dejara caer que Sebastian era su heredero. Sentía un orgullo inmenso por su hermano y lo demostraba con frecuencia; era uno de los motivos por el que ella misma había tomado afecto al muchacho, pero pareció un recordatorio muy concreto para Shein.
—Gracias, Gordon —respondió el hermano pequeño. Todo el mundo que tenía confianza con el marqués lo llamaban por el apellido. Incluso ella misma había terminado por referirse al cuñado de su amiga de ese modo—. Verá, lord Redcliff si me permite quisiera hablar con usted en privado.
—Podemos pasar a la biblioteca —propuso lord Collington—. Este no es el lugar adecuado para tener esta conversación.
El vizconde había aprendido por las malas aquello de que el servicio era cotilla por naturaleza. Aunque presumía de la discreción de sus empleados, no tomaba riesgos innecesarios.  Parecía la decisión más sabia; sin embargo, cuando Shein se dio cuenta de que todos caminaban hacia la biblioteca, frenó en seco y le dio un tirón a Hannah de la mano.
—¿Creéis que esto es un congreso familiar? —preguntó con una mirada de reproche en derredor—. Hablaré a solas con el señor Gordon.
—Insisto en participar —se oyó decir a Riversey, mientras los demás le miraban con distintos grados de sorpresa y también de inquina. Nadie quería perderse el espectáculo. Especialmente la marquesa y la propia Hannah. Pero la expresión de Shein era tan cerrada y oscura, que ella misma fue quien convenció a los demás para que les dejasen a solas.
—¿Qué le vamos a hacer? Las cuestiones de honor son una cosa muy seria. Además, todos tenemos cosas que hacer, ¿no es cierto? —propuso.
—No te creas —dijo Lauren, que miraba a todos los presentes con curiosa inocencia.
—No me parece justo que tengamos que... —El intento de la lady Megan se vio interrumpido de inmediato.
—¡Esto no es un debate! —bramó Shein poniéndose frente a la puerta de la biblioteca y mirándolos a todos con evidente desaprobación. Hannah sintió un destello de lástima por él. Lo que para los demás era un acontecimiento escandaloso y delicioso a partes iguales, para su marido era una verdadera ofensa y un disgusto de proporciones épicas. Encontrar a un hombre besando a su hermana pequeña, la luz de sus ojos, debía estar devorándole las tripas.
—Venga, chicos —dijo al resto del grupo—. Dejemos que lo hablen en la tranquilidad de la biblioteca. Estoy segura de que lord Riversey velará por los intereses de su hermano del mismo modo que Redcliff lo hará por los de Cordelia.
Todos accedieron de mala gana. Todos menos una.
—Yo voy —dijo Cordelia sin moverse un ápice de su posición y con un reto abierto en la mirada cristalina. Shein dio un paso amenazador hacia ella y a Hannah le encandiló comprobar que Sebastian Gordon se acercaba a ella con gesto protector—. Es de mi honor del que vais a hablar, ¿no es cierto?
«¡Bien por ti!», pensó Hannah mientras se giraba para estudiar el rostro de su esposo. Si de algo podía presumir Shein era de ecuánime y juicioso. Una vez más, volvió a hacer gala de esas cualidades que tanto le enorgullecían.
—Estás tentando a tu suerte, Cordelia —espetó sin ningún matiz cariñoso—. No voy a ser diplomático porque estés presente, pero en algo tienes razón: ya eres mayorcita para afrontar tus actos. Pasa.
Cuando los tres invitados aprobados por el ilustrísimo conde pasaron a la biblioteca, Hannah aprovechó para lanzarle una mirada de reproche por dejarla fuera, mirada que él ignoró por completo antes de cerrar de un sonoro portazo.
—Creo que será mejor que llevemos a Eric a cambiarse. Tiene los calcetines mojados —advirtió Lauren.
—Hannah, nosotras podríamos esperar el desenlace con un té en la sala de costura —anunció lady Megan sin ocultar una mirada de complicidad—. Lo haré traer.

***

—Dame un motivo para no estrangularte ahora mismo, mequetrefe —escupió Redcliff nada más encararse con él.
Sebastian no se sentía intimidado por el conde. Ni tan siquiera podía aducir vergüenza o bochorno en aquel momento: había querido que les pillasen. Le había parecido excitante y delicioso besarla de aquel modo tan poco decente bajo las escaleras. Y había sido plenamente consciente en todo momento de lo que ocurriría si les descubrían. Aún así, debía ser cauto a la hora de exponer sus intenciones. Ni demasiado entusiasmado, ni demasiada reticencia. Carraspeó para aclararse la voz y las ideas.
—Lord Redcliff, ante todo, le pido disculpas si se siente ofendido por mi actitud respecto a su hermana.
—¿Si me siento...? ¡Jodido imberbe! —masculló.
—Redcliff...
—¡Cállate, Gordon!
El conde no se paseaba por la estancia como lo habrían hecho muchos otros hombres. Se hallaba parado, con una postura bastante relajada, como si toda la tensión y furia que sentía estuvieran concentrados del cuello para arriba. Su mirada era de las que podrían imponer a un muchacho inexperto, cosa que Sebastian Gordon no era.
Distraído, puede; introvertido, a veces; pero nunca apocado ni asustadizo. Sus silencios y su tendencia a la abstracción podían dar a entender que era un hombre reservado con tendencias eruditas, pero, en lo importante, era tan vigoroso y atrevido como cualquier tipo de su edad.
—Pues claro que me siento ofendido. Ha vulnerado el honor de mi hermana. ¿Sabe lo que le haría en este momento?
—Estrangularme, ya lo ha dicho. Sin embargo, debe saber que lo que ha ocurrido entre la señorita Dereford y yo no ha sido producto de una seducción calculada por mi parte ni de un inapropiado arrebato, sino de una profunda conexión.
—Profunda, dice. ¡Acaba de conocerla, fantoche! —Cada vez que hablaba, el conde flexionaba las manos hasta convertirlas en puños para después volver a relajarlas.
Cordelia les miraba a ambos con manifiesta turbación. Sebastian le mando un mensaje silencioso de tranquilidad y se centró en explicar lo que, a su entender, les había ocurrido.
—Su hermana es una joven excepcional, milord. Le aseguro que me han bastado unos minutos en su compañía para entender que se trata de una mujer... única. Reconozco que no hemos obrado bien al infringir todos los protocolos de comportamiento que tan eficientemente nos han enseñado, pero como le digo, ha sido una conexión instantánea.
—Bobadas. Riversey, este chico es tonto. Tonto de remate.
—Shein, por favor —rogó Cordelia, quien había enrojecido al escuchar los insultos proferidos por su hermano.
—¿Qué? ¿Qué tienes que decir, Cordelia? —inquirió con una voz atronadora—. ¿Qué explicación puedes darme para esta actitud? No creas que culpabilizo íntegramente al señor Gordon.
Cordelia volvió la vista hacia él con una pregunta muda en sus ojos, o quizá con una disculpa; no lo tuvo muy claro, pero le ofreció todo el apoyo que podía en esas circunstancias con una sonrisa franca y un asentimiento. Le hubiera gustado acercarse y tomarle la mano para presentar un frente común frente a sus hermanos, pero estaba convencido de que Redcliff no lo tomaría bien.
—No puedo explicarte lo que ha ocurrido, Shein. No tengo palabras para expresarte lo que he sentido en compañía del señor Gordon. Ni siquiera he tenido tiempo de analizarlo y ahora me pides que responda de unos actos que todavía no comprendo yo misma. Solo puedo decirte que el señor Gordon ha sido muy respetuoso y dulce conmigo y que... aun sabiendo que podíais vernos... Shein. ¡No me obligues a ponerle palabras!
¡Ah, ese arrebato de carácter! Sebastian sintió un orgullo tan desproporcionado sobre ella que solo consiguió reafirmar su tesis inicial. Había que ser valiente pare defender su comportamiento delante de un hermano mayor —un conde, nada menos— y para reconocer que se sentía desbordada por los sentimientos. Muchos hombres saldrían en estampida después de escuchar tan tierna confesión, pero no Sebastian Gordon.
—Milord, si me lo permite. Creo que esta situación podría solventarse si me permitiera cortejar a la señorita Dereford como se merece.
Todas las miradas se volvieron a él, incluida la de su hermano, que seguro se estaba preguntando qué bicho le había picado. O quizás no. A fin de cuentas, estaba siguiendo su consejo.
—Cortejarla —repitió el conde con un matiz de incredulidad—. No habla en serio. Mi hermana tiene por delante una prometedora temporada social que llevamos meses ideando, señor Gordon. Y usted acaba de conocerla, por el amor de Dios.
—Una temporada que ella no desea —apostilló—, pero que quizá se le haría más llevadera si contase con el respaldo de un pretendiente oficial, o un prometido.
Cordelia contuvo la respiración y le miró anonadada. Meneó la cabeza, como si el pánico se hubiera apoderado de ella.
—No tienes que...
—Pero quiero —respondió sin ocultar una sonrisa de satisfacción—. Quiero, Cordelia. No creas que no lo he tenido presente en cada momento que hemos pasado a solas.
—Quizá deberíamos darles unos minutos para que hablen y aclaren ciertas cuestiones, Redcliff —sugirió Gordon.
—¿Que los deje solos?  No puedes hablar en serio.
—Creo que necesitan hablar. ¿O pretendes imponerle tus decisiones a tu hermana? —inquirió Gordon—. Venga, Redcliff, no es ese el modo en que obramos contigo cuando...
—¡Cinco minutos! —ladró el conde y salió como una tromba de la biblioteca—. Detesto esta familia.
Gordon por su parte, salió de un modo mucho más relajado y no perdió la oportunidad de guiñarle un ojo. Bien, al menos podía contar con su aprobación, aunque no era una cuestión fundamental. Desde luego que no.
—Esto es una locura. No pueden obligarle a nada —soltó ella en seguida que se quedaron solos.
—¿Obligarme, dices? —preguntó mientras que se le acercaba porque... bueno, porque no podía evitarlo. Quería tenerla muy cerca—. Tu hermano parecía más inclinado a disuadirme que a llevarme a punta de pistola a un altar. Pero lo fundamental, Cordelia, es que caminaría gustoso delante del cañon de un arma si tú estás en ese altar.
—Sebastian... —murmuró ella en un suspiro.
Se quedó mirando por un instante aquel semblante que, a pesar de la tensión, se mostraba sereno y lleno de vida. La belleza de Cordelia le conmovía a niveles tan profundos que su mente analítica tenía que hacer requiebros para acallar los instintos más elementales de su persona. Solo podía pensar en besarla, en tocarla, en convertirla en algo suyo y en entregarse por completo a esa dulzura que manaba de ella. Costase lo que costase, iba a casarse con ese ángel de belleza inaudita. 

***

Volver a sentir los labios de Sebastian Gordon sobre los suyos cuando un minuto antes le había parecido que el mundo podía terminar allí mismo, resultaba un acontecimiento milagroso. Y una no deja pasar la oportunidad de participar en un milagro. Así que se dejó besar por la pericia de su atractivo seductor sin oponer ninguna resistencia. Qué cosa tan maravillosa eran los besos. Qué sensación tan cálida y embriagadora. Qué bien sabía la boca de un hombre; de ese hombre al menos. Y qué curiosas reacciones provocaba en su cuerpo.
¿Y si permitía, a fin de cuentas, que una pequeña restauración del absurdo honor que ella no consideraba dañado la convirtiera en la esposa de este joven fascinante?
No. No podía hacerle eso.
—Señor Gordon —susurró contra su boca—, no tiene que sacrificarse por lo ocurrido. Redcliff no le obligará...
—Ah, Cordelia —protestó él—, ¿pero no has entendido acaso que deseo con vehemencia obligarme a ello?
—¿Cómo? —preguntó desconcertada y obnubilada por el matiz cálido y sereno de su voz, por el aroma tan embriagador que manaba de él.
—Aunque te parezca insensato, incluso aunque lo sea, ciertamente, creo que no he tenido una mayor inspiración en toda mi vida.
Y entonces, Sebastian Gordon hizo algo que quedaría grabado en la retina de la joven por el resto de su vida. Hincó una rodilla en el suelo y le pidió lo impensable.
—Cordelia Dereford —pronunció solemne—, ¿te casarías conmigo?
Estaba segura de haberse tambaleado, pero no supo diferenciar si de conmoción o de alivio. Lo que menos podía haber esperado era una propuesta de matrimonio en firme, por mucho que su mente acabase de imaginar incluso el rostro que tendrían los hijos de ambos. Cordelia sospechaba que el propio Sebastian se encontraba aturdido por las palabras que acababa de pronunciar, aunque era entusiasmo en estado puro lo que brillaba en sus ojos.
—¿Por qué? —Era necesario preguntarlo.
—No puedo explicarlo, Cordelia. Pero sé con cada fibra de mi ser que es lo correcto. Jamás he sabido algo con tanta certeza. Me haces sentir... —Sebastian dudó, como si no encontrase las palabras— dichoso, y atribulado, y muerto de miedo, maldita sea. Y eso solo puede significar que eres mi esposa, la que ha elegido mi corazón. —Sebastian soltó una carcajada llena de asombro—. Dios santo, es cierto. Te quiero. Cásate conmigo, te lo ruego.
—Es una locura —susurró conmocionada.
—Cometamos una locura, Cordelia —propuso él, muy seguro de sí mismo mientras le acariciaba las palmas de las manos con los pulgares—. Te prometo que te haré feliz.
En aquel tiempo suspendido, sus ojos no dejaron de buscarse y explorarse. La mente de Cordelia no lograba procesar otra cosa que la última media hora de su vida y, por disparatada que fuese la idea, una pulsión dentro de ella le gritaba que cogiese la oportunidad y la apretase muy fuerte contra el pecho.
¿Y si lo hacían? ¿Y si se prometían? Le había jurado a su hermano que afrontaría una presentación en sociedad, pero era algo que ella no deseaba. No creía que Londres pudiera ofrecerle un mejor candidato a esposo, por muchas fiestas y soires que se obligase a soportar. E intuía, en el fondo de su corazón, que ninguno de ellos podría afectarle tanto como este joven tan dulce e inteligente —y que además besaba tan bien—.
Así que, contra todo pronóstico, Cordelia Dereford, se arrodilló frente a él y contestó lo único que le parecía cabal y coherente, dadas las circunstancias.
—Acepto, señor Gordon.
—Sebastian —la corrigió.
—Sebastian —rió ella—. Debo advertirle... advertirte que mi hermano no va a aprobar este compromiso tan precipitado.
—En menos de dos semanas me estará pidiendo que te despose, querida.
—¿Por qué iba a hacer eso?
—Porque no voy a lograr sacarte las manos de encima y verá la conveniencia de regularizar nuestro desaforado romance. Y porque los buitres de la ton van a sobre volarte como si de un elixir se tratase, y yo tendré que batirme en duelo con todos ellos, y será un escándalo.
Cordelia no podía parar de reír con todas aquellas bobadas. Sonaba maravillosamente estúpido y romántico.
—Sebastian —susurró, sin poder creer lo que le estaba ocurriendo. Sin poder comprender lo que le estaba gritando su corazón. O quizá sí lo comprendía, por muy increíble que pareciese— creo que también te quiero. ¿Es eso posible?
—Jamás he sido un hombre soñador, Cordelia —explicó él, sin perder la sonrisa. Ella se dio cuenta de que, si iban a prometerse y se estaban declarando su amor, no era ni cursi ni tampoco inadecuado tocar esos hoyuelos tan hermosos y dulces de sus mejillas. Y eso fue lo que hizo—. Y, de repente, no puedo dejar de soñar una vida junto a ti. Habría dicho que es un disparate si le hubiera ocurrido a otra persona, pero dado que soy yo y que lo estoy viviendo, estoy convencido de que no solo es posible que nos hayamos enamorado en cuestión de minutos, sino que de hecho seremos la pareja perfecta.
—¿Para siempre?
—Lo intentaremos. Tenemos unas semanas por delante para conocernos mejor. Te acompañaré a los bailes y eventos sociales, saldremos a ver las exposiciones y a todos aquellos lugares que desees conocer. No pienso privarte de las maravillas de Londres, pero estaré ahí siempre que me necesites. Y durante esos días tendrás tiempo de decidir si quieres vivir tu vida junto a mí.
—Acepto, Sebastian.
El rió de nuevo.
—Ya habías aceptado, Cordelia.
—Acepto otra vez. —Y fue ella entonces quien acunó su rostro entre las manos y volvió a reclamarlo para otro de aquellos maravillosos besos de los que, Dios mediante, podría disfrutar el resto de sus días.

***

En cuanto Megan Redcliff cerró la puerta, Hannah se llevó las manos a la boca para silenciar una carcajada, pero la risa de ambas traspasaba sus ojos.
—¿Puedes creerlo? —preguntó la marquesa con expresión maravillada.
—Por vida mía que no. ¡Ni siquiera nos ha dado tiempo a presentarlos!
—Estaría de Dios —sentenció lady Megan mientras se sentaba en un butacón de fina talla que le daría el porte de una princesa si no fuera porque más bien se había dejado caer despatarrada.
—No estoy muy segura de que Dios tenga vocación de Celestina —propuso Hannah, aún aturdida por la escena que acababa de desarrollarse antes sus ojos—. Al menos no tanto como nosotras.
—Te dije que eran perfectos el uno para el otro. —Sin duda, la marquesa lucía exultante en su victoria.
En algún momento de los compartidos en la pasada Navidad, Megan y ella habían coincidido en comentar lo difíciles que se estaban poniendo sus respectivos cuñados para hacer un buen matrimonio. Una cosa había llevado a la otra y en menos de una tarde habían tejido un plan para que los jóvenes se conocieran y, con suerte, comprometieran. La visita de ese día no era una decisión fortuita, por tanto, sino muy meditada y elaborada por ambas mujeres.
—Sí, es cierto que parecían encajar muy bien en nuestra imaginación, pero yo jamás hubiera esperado que sufrieran de tan repentino enamoramiento. Mi intención era evitarle a Cordelia los rigores de la temporada —recordó Hannah—  y darle la oportunidad de conocer a un joven verdaderamente interesante. Los Sebastian Gordon no abundan en los salones de baile.
—Desde luego que no. Ellos nunca se hubieran encontrado allí. ¿No es fascinante lo afinada que fue nuestra predicción?
—Y tanto que lo es —respondió Hannah.
Tomaron en té con relativa tranquilidad, charlando sobre los eventos a los que podrían acompañar a Sebastian y a Cordelia. Considerando que ambos jóvenes querrían llevar una vida reservada, podían liberarlos de la presión de Almack's. No necesitarían que nadie patrocinara a Cordelia y, por tanto, podían seleccionar otras reuniones más amenas. Exposiciones, recitales... Hannah estaba deseando poder acompañar a su cuñada en todos esos eventos que ella, en calidad de doncella, no había tenido ocasión de disfrutar durante su juventud.
—Espero que Shein nunca descubra que nuestra intención era comprometerlos o creerá que todo esto ha sido culpa mía. —Mientras su anfitriona seguía repantigada en la butaca, Hannah se había levantado y volvía a pasear por la salita de té. La emoción y la conmoción no le dejaban relajarse. Parecía ilógico que todo hubiera resultado tan fácil.
—Estoy segura de que serán muy felices y entonces el conde no tendrá más remedio que mandar construir un altar para ti.
—¿No temes que el marqués descubra que los reunimos aquí para que se conocieran?
—A Riversey le encanta la intriga. Solo añadiría un peldaño más a mi altar —dijo con absoluta seguridad. A veces, Megan hacía gala de una soberbia tan natural que resultaba encantadora. Hannah siempre había sentido que aquella mujer llevaba la nobleza en el alma. En ella no era algo forzado ni aprendido. Derrochaba aristocracia por cada por de su piel. ¡Incluso en aquella postura tan poco decorosa!
—Me empieza a dar un poco de miedo que puedas resbalar de ese altar, querida. —Se oyó la voz de lord Riversey, que las observaba con una mirada suspicaz desde la puerta.
A Hannah el corazón se le saltó un latido y se quedó petrificada junto a la ventana. Pero lady Megan se incorporó con elegancia y se levantó. Con un contoneo, que ella habría calificado de coqueto, se acercó hasta su marido y le acarició la rasurada mandíbula.
—¿Acaso no puedo contar con que evitarías mi caída, querido? —preguntó ella con un tono dulzón.
—Tus pies jamás tocarían el suelo —respondió él, zalamero, con la mirada encendida—, pero no puedo dejar de preguntarme a qué debo la tarea de añadirle alturas a tu sagrario.
Al tiempo que lo decía, iba rodeando la cintura de su esposa. Hannah estaba a punto de carraspear, pero se sentía tan fascinada por el modo en que interactuaban esos dos que simplemente siguió observando.
—En realidad no ha sido necesario que hiciera nada, marqués. Podría estar alcanzando poderes de hechicera. Solo con desearlo, mis pequeñas conjuras se cumplen.
—Sé bien de lo que hablas, esposa mía. —En eso, Riversey le echó una mirada a Hannah. Estaba claro que él era bien consciente de su presencia allí—. Si no tuviéramos visita, te demostraría lo embrujado que me tienes.
—Creo que Redcliff ya ha torturado lo suficiente a su hermano, lord Riversey. Es hora de que alguien rescate a esos dos jóvenes polluelos —anunció Hannah con una sonrisa cómplice al marqués. Estaba claro que querían disfrutar de unos minutos a solas. A fin de cuentas, estaban en su casa.
Cuando Hannah salió de la sofocante atmósfera de la salita de té, se dirigió hacia la biblioteca. Encontró a Shein sentado en el butacón del despacho con el joven Sebastian inclinado tras él. El hermano del marqués le estaba señalando unas láminas que había dibujado, al parecer, mientras que Cordelia les observaba a ambos con fascinación.
—Con este sistema se ahorrarían muchas horas de labor en la tierra y podría completarse la cosecha aunque las condiciones meteorológicas resultasen adversas. He estado pensando también que habría que modificar el sistema de bombeo...
Hannah miró a Cordelia con cierta sorpresa. ¿Se habían puesto a hablar de cultivos en lugar de tratar el asunto de su "desliz"? Eso no era lo que había esperado, por mucho que Shein estuviera empecinado en dedicarse a una vida de terrateniente. Se acercó hasta la muchacha, que sonreía con serenidad mientras observaba a ambos hombres.
—¿Qué ocurre aquí? —le susurró a su cuñada.
—Sebastian ha ideado un sistema que a Shein le ha parecido muy interesante. Es muy inteligente. —Parecía tan orgullosa que Hannah tuvo que sonreirle. El hecho de que utilizase su nombre de pila también era bastante elocuente por sí mismo—. No imaginas lo rápido que se lo ha metido en el bolsillo, Hannah.
—Y es bastante guapo —añadió ella.
Cordelia se giró a mirarla con una radiante sonrisa en aquel rostro hermoso y dulce. Parecía la persona más dichosa sobre la tierra, cosa que casi consigue emocionarla. Había llegado a amar a la familia de su esposo con toda la devoción de su corazón. Pese a sus humildes orígenes, pese a sus muchos errores, la habían acogido con afecto y respeto desde el primer día en que Shein la llevó a Cootondrove. Le habían dado un hogar y una familia a la que siempre podía acudir en busca de consuelo y de apoyo. Quería a su cuñada como a una hermana y habría hecho hasta lo imposible por verla feliz.
—Vamos a casarnos —anunció, exultante de alegría.
—Oh, querida, felicidades. —Aunque procuraban no interrumpir la charla de los dos hombres, no pudo hacer otra cosa que abrazarla—. Me alegro de todo corazón por vosotros.
—¿Qué hacéis? —inquirió Shein con el ceño fruncido.
—Estoy felicitando a tu hermana por su compromiso —explicó Hannah al tiempo que se dirigía hacia el señor Gordon con los ojos tontamente cuajados de lágrimas—. Y también he de felicitar a este joven maravilloso.
—Aún no he accedido a ese compromiso, Hannah.
Igualmente, ella lo abrazó y disfrutó de la sonrisa del muchacho, que parecía tan dichoso como lo estaba Cordelia.
—Claro que no, esposo mío. Tú jamás has actuado de modo precipitado o irresponsable. —Y aquello era un claro recordatorio de su pasado.
Shein tenía una tendencia bastante irritante a olvidar que ellos habían padecido un auténtico calvario para acabar juntos.
—Por ahora, solo he aceptado el cortejo del señor Gordon. Si demuestra que es capaz de comportarse como es debido y de hacer feliz a Cordelia, entonces volveremos a hablar.
—Esa es una idea brillante —concordó—. ¿No crees que el señor Gordon y tu hermana podrían salir a dar un paseo? Hace un día maravilloso y quedan más de dos horas para la cena.
—No van a salir solos.
—Por supuesto que no. Señor Gordon, ¿puede encargarse de encontrar una carabina adecuada? —Su marido estaba a punto de negarse. Hannah pudo intuirlo por su expresión—. Me gustaría hablar a solas con mi marido.
Tanto Cordelia como el señor Gordon se mostraron entusiasmados con la idea. Y Shein dejó de negarse en cuanto se percató del modo en que ella le miraba. Intentaba decirle de forma indirecta que quería hablar con él, y aunque no siempre sabía leer entre líneas, esta vez sí lo entendió.
—Amor mío —dijo en cuanto se quedaron solos—, debes recordar que no todos los matrimonios ni todas las historias de amor empiezan en un salón de baile.
—Pero ¿cómo pueden haberse enamorado en solo dos minutos? Es un disparate, Hannah.
—¿Acaso necesitas que tu hermana padezca un calvario para encontrar el amor? ¿Todo el mundo ha de atravesar el infierno para conseguirlo? A lo mejor la vida está compensando en ella nuestro sufrimiento, amor mío. ¿No puedes alegrarte?
—¿Insinúas que no me alegro por mi hermana?
—¿Eres consciente de lo enfurruñado que estás?
Shein resopló con impaciencia. Después un hilo invisible tiro de la comisura de su boca y rodeó la mesa hasta llegar a ella. La tomó por la cintura y la envolvió con sus brazos.
—Solo estoy preocupado. No son más que unos críos. Aunque aceptaría gustoso que me distrajesen de todas estas tribulaciones —dijo apoyando la frente en la suya—. Mi cabeza parece a punto de explotar.
—Es un buen hombre, Shein. La hará muy feliz.
—Prométemelo —exigió él. Su respiración comenzó a hacerse más profunda y las manos que enmarcaban su cintura comenzaron a recorrer su torso.
—Te lo prometo —susurró, antes de iniciar un beso que no solo tenía por objeto borrar los pensamientos inquietantes de su esposo.

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