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3

Megan Riversey estaba nerviosa. Siempre que se traía algo entre manos a espaldas de su marido, una sensación agridulce de culpabilidad y excitación se apoderaba de ella.
Había una necesidad latente de confesarlo todo y compartir con él cada secreto de su alma, siempre había sido así; pero cuando tenía la certeza absoluta de que Lucas se opondría a ella, también le arrastraba el imperativo de ocultarlo hasta que fuera inevitable.
Oh, sabía que en algún punto del trayecto tendría que hablarle de su participación en los acontecimientos que, Dios mediante, iban a desarrollarse. También estaba segura de que su esposo no aprobaría su afán de entrometerse y que probablemente renegaría de ella —y de las dotes manipuladoras de las mujeres Chadwick en general— durante unas semanas. Pero, a la postre, tendría que reconocer la exquisitez de su plan.
Miró de reojo a su apuesto marido y sonrió para su coleto. Estaba segura de que él tendría mucho que decir cuando descubriese la trama. Probablemente la conversación alcanzaría tintes de disputa y después se resolvería con una tibia reprimenda y un apasionado desenlace.
Lo estaba deseando. Añoraba el momento en que la crispación de Lucas daba paso a esa mirada de acero que le dedicaba cuando su sangre comenzaba a alterarse por el deseo. Entonces, la necesidad que fluía entre ellos se convertía en lo único importante y los motivos que los habían llevado a enojarse quedaban en un plano inalcanzable. Últimamente, lo había echado de menos, aunque no habían faltado los asaltos seductores por parte del marqués.
Como si le estuviera leyendo el pensamiento, Lucas le tomó la mano, tiró de ella y la empujo contra el armario donde se guardaba la cubertería de plata.
—Ya deberías saber que esa sonrisa es terriblemente provocadora —la acusó al tiempo que enterraba la nariz en la curva de su cuello.
—¡Lucas! ¿En medio del pasillo? —preguntó Megan, entre divertida y excitada—. Por cierto que no estaba sonriendo.
—Oh, no seas despiadada. Sabes que sonreías de medio lado y que eso siempre acaba del mismo modo. Solo quiero un pequeño bocado de mi esposa. Esa maldita cuarentena me está volviendo loco, cariño.
Un estremecimiento le recorrió la columna cuando la boca cálida de Lucas hizo su magia sobre la fina piel de su clavícula. La lengua masculina acarició el pulso de su garganta y sus manos estrujaron la sensible cintura que prácticamente había vuelto a su contorno previo al embarazo.
Megan cerró los ojos y gimió, consciente de cuánto deseaba ser víctima del desenfrenado apetito de su marido. Hacía tiempo que extrañaba esa unión tan completa que los últimos meses de gestación les había impedido. Oh, no es que el marqués hubiera descuidado sus obligaciones; habían hecho el amor hasta los últimos días, pero de un modo tan tierno y frugal que no podía compararse a sus encuentros habituales.
Lo que ocurría en aquel instante iba más allá. Cuando Lucas se separó de ella para estudiar su reacción mientras rozaba con fruición una de sus areolas, Megan supo que los instintos más elementales de su marido estaban aflorando con rapidez. Quería tomarla, ahora, en medio del pasillo si era necesario. Y no estaba pensando en delicadezas ni ternuras. Su mirada grisácea era dura y exigente.
Aunque se derretía por suplicarle que la llevase a su dormitorio, se obligó a ser sensata:
—Mi amor, yo también te extraño, pero tenemos que buscar a Eric.
El marqués se distanció un tanto y la miró contrariado.
—¿Crees de verdad que podría estar en peligro? —Ambos habían tomado la fuga del pequeño como lo que era: una travesura. O eso creían. Pero no era disparatado que algún día una de esas baladronadas terminaran en un verdadero susto.
—¿No te sentirías muy culpable después si así fuese? —preguntó ella con una ceja enarcada y el pulso traidor latiendo a ritmo de stacatto.
—¿Cuándo te has vuelto una aguafiestas? —protestó su esposo soltándola con un cachete en el trasero.
—En mi faceta de madre, antepongo el bienestar de las criaturas inocentes al deleite carnal. No es algo que se le pueda reprochar a una buena matrona —respondió ella con una sonrisa pícara al tiempo que se giraba para continuar la búsqueda.
—Recuérdame que encuentre el modo de echar a nuestras distinguidas visitas en cuanto aparezca el renacuajo.
Megan le miró extrañada.
—Han sido muchas semanas, cariño... —reconoció él compungido.
A Megan le conmovió que le afectase tanto la separación; era un hombre muy apasionado.
—Sufriré una terrible jaqueca en cuanto aparezca ese querubín —prometió con un guiño que anunciaba placeres inmortales.
Ana, Ana —se oyó en la planta inferior.
—Mi tortura está próxima a su fin —advirtió Lucas con una sonrisa genuina y pagada de sí mismo.
¡Hombre imposible!, pensó lady Riversey con ilusión.

***



Desde que Gilda, la hija de la cocinera, le había dicho a Eric que dormía con mamá, su hijo había hecho varias incursiones al dormitorio que compartía con Marcus y se había metido en la cama a esperarlos; una vez estuvo allí tres horas hasta que lo encontraron. La fascinación que sentía el niño por esconderse ya les había dado más de un susto, y en aquel momento empezaba a sentirse tan temblorosa como un flan.
—¿Dónde se habrá metido? —dijo con uno de los almohadones de la habitación que usaban en Lowehall entre los brazos.
—No debe andar muy lejos, cariño —dijo Marcus, en un intento de puro optimismo—. Ahora que está aquí Hannah, seguro que lo encuentra.
—El otro día soñé que nos lo quitaban —confesó al borde de las lágrimas. Desde que se había vuelto a quedar en cinta, lloraba con estrepitosa facilidad.
Marcus dio la vuelta a la cama para abrazarla. La envolvió de aquella forma tan cálida y tierna en que solía hacerlo, esa manera tan suya de crear un manto de paz a su alrededor.
—En primer lugar, sabes que no es habitual que secuestren al hijo de un par del reino —explicó—; hay evidencias históricas por tanto de que existe un bajo nivel de riesgo en este sentido. Y en segundo lugar, amor mío, también sabes que estos días las cosas te afectan de un modo más rotundo.
—Lo sé —musitó contra su pecho. El aroma de Marcus también era un bálsamo para sus inquietudes. Aquella sensación de que nada malo podía ocurrir entre sus brazos no había perdido un ápice de intensidad desde la primera vez que la rescató de caer por una escalera mientras colgaba un adorno de navidad—. Pero llevamos media hora buscándolo y no alcanzo a entender dónde podría haberse escondido.
—Lo encontraremos, pequeña —murmuró Marcus al tiempo que enmarcaba su cara con ambas manos para observarla con atención.
El corazón se le saltó un latido cuando las yemas de sus dedos pulgares le acariciaron las sienes y no le quedó mas remedio que abrir los ojos. Sabía lo que iba a encontrar: aquel rostro tan bello y lleno de ternura que le había hecho perder la razón años atrás. Los preciosos ojos color miel que la miraban como si fuera la creación más divina de Dios. El hambre y el amor que sentía por ella y que a menudo se les desbordaba. Lauren rompió la tensión antes de que él tuviera la oportunidad de besarla, porque cuando la miraba de ese modo, con tanta seriedad y admiración las cosas podían terminar con ella jadeando sobre la cama.
—Necesito encontrarlo —dijo a modo de justificación.
Pero de igual modo la besó. ¡Oh! qué embrujo tan firme ejercía sobre ella. Era capaz de detener el tiempo y borrar cualquier pensamiento de su cabeza. No precisaba nada más que posar los labios sobre los suyos para que se despertase en Lauren aquella necesidad tan elemental de unir sus cuerpos y sus almas.
—Para, esposo —gimió contra su boca—. Nuestro hijo.
O le recordaba el motivo que les había llevado a su dormitorio, o ambos se perderían en menos de un segundo.
—De acuerdo, esposa —asintió Marcus con una sonrisa conocedora. Él sabía que le había supuesto un enorme esfuerzo apartarse y eso le inflaba el ego—. Pero después...
—Después, mi amor, lo que tú quieras.
—¿No te preguntas qué haremos si Amanda tiene las tendencias escapistas de Eric? —preguntó mientras la tomaba de la mano y salían de la habitación.
—Estás empecinado en que será una niña. —Lauren se paró en la puerta y le reprendió con la mirada. Marcus no solo estaba seguro que lo que estaba gestando era una niña, sino que ya le había puesto nombre y hablaba de ella con total propiedad; como si ya formase parte de sus vidas.
—Quiero una pequeña Malone —le dijo muy serio.
Un sonido mitad risa mitad sollozo brotó de su garganta. Ni aunque hubiera vivido mil vidas hubiera imaginado que Marcus iba a llegar a quererla de aquel modo tan incondicional, tan completo. Cuando solo era una bobalicona adolescente, había caído prendada de amor por él y durante muchos años lo había idolatrado en silencio. Si alguno de aquellos días solitarios, alguien le hubiera dicho que Marcus Chadwick, vizconde de Collington, iba a desear una niñita pelirroja que le recordara al amor de su vida, no lo hubiera creído. Era más de lo que se había atrevido a soñar.
—Te amo —le susurró.
—Te amo también —respondió él con una solemne sonrisa—. Y ahora vamos a buscar a ese diablillo. Me parece que tendremos que pasar al plano de las amenazas.
Marcus se puso las manos alrededor de la boca para dar más alcance a su voz antes de gritar lo único que había conseguido alguna vez movilizar la conciencia culpable de su hijo:
—Como no salgas en este instante te prometo que no vas a ver un caballo en un mes, Eric. Basta ya de juegos.
—Creo que esta vez deberíamos castigarlo sin dulces —propuso Lauren—. En casa todavía podemos tener algún control sobre sus juegos. Todo el servicio tiene mucho cuidado de no perderle de vista. Pero cuando salimos de casa tiene que aprender que no puede gastarnos estas bromas. O acabaré perdiendo la razón.
—Sin dulces entonces —le aseguró su marido en completo acuerdo.
Ana, Ana —escuchó de pronto.
—¿Es ese Eric? —El corazón le había dado un vuelco al escuchar la voz de su hijo. El alivio la inundó de un modo tan rotundo que casi se echa a llorar de nuevo.
—Ven aquí, granuja —bramó de nuevo su marido.
—¡Ya subo con él! —anunció Hannah desde la planta baja.
—Menos mal —suspiró Lauren y dejó caer la frente contra el pecho de su esposo, quien inmediatamente abarcó su cintura entre las manos—. Sabía que Hannah lo lograría.
—¿Crees que tendremos unos minutos antes de que suba? —preguntó Marcus al tiempo que la acercaba más a su cuerpo con claras intenciones dibujadas en el tono de voz.
—¡Marcus!
—Shhh... calla. Eric ya está a salvo. No creo que pase nada porque Hannah tarde un par de minutos en localizarnos —sentenció al tiempo que abría de nuevo la puerta del dormitorio y empujaba suavemente a su esposa al interior.

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