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2

La deducción era una cuestión cotidiana para Sebastian Gordon. Muchas personas poseen la habilidad de tocar un instrumento o la locuacidad de la oratoria. En su caso, el pragmatismo y la lógica eran dones innatos.
Por eso sabía, tras encontrar varias figuritas de animales de madera en la biblioteca de lord Collington, que era muy probable encontrar al pequeño Eric en el gallinero. De todas las figuritas, la gallina era la que mas desgastada estaba, la que parecía haber sido mordisqueada a conciencia. El hecho de que estuvieran allí abandonadas y nadie las hubiera recogido aún, significaba que había estado jugando con ellas no hacía mucho tiempo. Para un niño es fácil asociar la predilección por un juguete con el deseo de verlo en el plano real. ¿Conclusión? El gallinero.
Por el mismo motivo de su juicio anterior, sabía con absoluta certeza que Cordelia Dereford le afectaba a niveles que ninguna jovencita recién salida de la escuela solía afectarle. Su belleza era delicada, casi etérea con aquellos finos cabellos del color de la avena y las facciones suaves y dulces de su nariz y labios. Los ojos eran como dos brillantes océanos azules rodeadas por unas pestañas claras y rizadas, ligeramente inclinados hacia la sien. Contra toda aquella meliflua apariencia, las esbeltas curvas de su bien proporcionada figura la declamaban como un placer puramente terrenal. Casi le había quitado el aliento al verla aparecer en la biblioteca, aunque había logrado ocultarlo.
—Mire —le dijo mientras avanzaban por el interior de la casa, mostrándole la figurita de la gallina—, debe haber estado jugando con estos animalitos de madera y quizá ha tenido curiosidad por ver cómo son los de verdad. Hay un pequeño huerto en la parte de atrás de la cocina y creo que también tienen un gallinero. Me apuesto el postre a que se ha dado una pequeña excursión hasta allí.
—¿Un gallinero? ¿En plena ciudad? —preguntó asombrada—. No parece muy... convencional.
—Mi cuñada, lady Megan, es una mujer poco convencional. —Y aquello era quedarse corto—. Dicen que el pequeño Eric es tan intrépido como ella.
—Oh, vaya. —La prístina piel de su rostro se iluminó por el entusiasmo—. Me parece, señor, que podemos tener alguna opción de ganar esta competición.
Aquel deleite travieso lo desarmó por completo. Había creído, al verla entrar en la biblioteca, que sería un poco melindrosa y aún así había sentido una poderosa atracción por ella. Ahora empezaba a pensar que aquella sonrisa radiante de dientes nacarados y labios llenos, escondía un espíritu aventurero que se desbordaba de emoción por el hecho de ser la ganadora de aquella búsqueda.
Quién hubiera dicho esa mañana al levantarse que una simple visita a su hermano acabaría revelando la solución a su principal y acuciante problema: evadir la temporada social.
A Sebastian le gustaba pasar las horas con la nariz metida en cálculos y proyectos, pero tanto su augusta madre como su incorregible hermano insistían en que tenía que relacionarse y encontrar una esposa adecuada, a pesar de ser excesivamente joven para necesitar ninguna de esas dos cosas. La marquesa viuda temía que se convirtiera en un ermitaño y se dejase barba. Por su parte, Lucas estaba preocupado ante la posibilidad de que alguno de sus devaneos románticos —que su madre, obviamente, desconocía— terminase con un matrimonio forzado o con un bastardo de difícil reconocimiento.
«Encuentra a una chica bonita y podrás desfogarte a cualquier hora del día. Tendrás bonitos niños y todo el tiempo del mundo para inventar una ristra de juguetes para ellos», solía sermonearle su hermano mayor.
Había conocido a cientos de jóvenes encantadoras y bien dispuestas, en el plano romántico y en el sexual, pero en ninguna ocasión había tenido la sensación en las entrañas de estar ante la mujer correcta.
Eso solo le había ocurrido unos minutos antes; cuando Cordelia Dereford había irrumpido en aquella biblioteca y en su vida. Su mente analítica había trazado todas las variables posibles e ipso facto había llegado a una resolución: iba a cortejarla.
—¿Está en Londres de paso, señorita Dereford? —la tanteó.
—He venido acompañando a mi hermano. Él... quiere presentarme en sociedad —explicó con aire renuente. No sabía si por desconfianza hacia él o por desacuerdo con esos planes.
—Fiestas, soires... Usted conseguirá deslumbrar a todos, sin duda. —No era amigo de galanteos, pero aquella era una joven realmente fascinante.
—Eso sería ideal si aspirase a ser una lámpara de araña, ¿verdad, señor Gordon?
—¿No desea impresionar? —Se giró a mirarla, expectante. Una beldad como ella debía ser muy aficionada a la atención de los demás.
—No me gusta sentirme como un objeto de exposición —respondió con fastidio.
—Entonces no se sentirá muy cómoda en Almack's
—Si conoce un método para evitarlo, le agradecería que lo compartiera conmigo —propuso ella girando sus ojos en blanco, con un gesto muy gracioso de desesperanza.
Se le ocurría un modo de evitarlo, o, al menos, de hacerle la tortura más llevadera. Con un prometido ella no sufriría las atenciones de los petimetres de la alta sociedad ni la estricta vigilancia de las matronas. No dejaba de sorprenderle su propia resolución, pero parecía tan obvio que era lo acertado que no hizo el intento de resistirse a la idea.
«Tranquilo, cachorro», imaginó que diría su hermano si pudiera leerle el pensamiento.
Cuando llegaron al gallinero, Sebastian abrió con cuidado la portezuela y se asomó al interior. Había cierto bullicio. Algunos animales estaban encerrados en sus jaulas, pero otros cubículos estaban abiertos y al menos cuatro gallinas pululaban alegremente de acá para allá. También había un par de huevos estrellados contra el suelo; prueba bastante obvia de que Eric Chadwick había pasado por allí. Debajo de cada jaula había un espacio de unas doce pulgadas cubierto con un paño de arpillera. Le parecía poco probable que el niño se hubiese escondido, pero tenían que comprobarlo. Cabía la posibilidad de que al oír voces llamándolo hubiera optado por jugar al esconder.
—No lo veo —dijo en voz baja y suave. Había entrado justo detrás de él, con actitud cauta. ¿Le darían miedo los animales?
—Podría estar escondido —explicó señalando a las oquedades laterales.
—Oh —respondió ella con un sensual frunce de sus labios llenos.
El gallinero no tenía más de quince pies cuadrados; el espacio era exiguo, pero por suerte la falda de Cordelia no era muy voluminosa. Ella lucía un elegante vestido de tafetán color rojo teja con un exquisito corpiño que moldeaba a la perfección su bien proporcionado pecho. Debía haber dejado el abrigo cuando entró en la casa y no había recordado volver a ponérselo para salir al patio, hecho que no podía dejar de agradecer pues así podía admirar su esbelta figura.
Sebastian apartó esos pensamientos de su cabeza y se dispuso a mirar debajo del primer cubículo. Cordelia tropezó y las gallinas echaron a revoltotear y a piar con estridente sonido a su alrededor. Ella gritó y aquello solo hizo enloquecer más a los animales que se lanzaron contra ella a picotearla. Sebastian se interpuso y la arrinconó contra la pared, cubriendo con sus brazos la cabeza de ambos y riéndose por el estrépito que formaba el piar de las gallinas y los grititos de Cordelia. Ella empezó a reírse también de forma nerviosa con una voz cantarina y sensual, al tiempo que sus ojos chispeantes se encontraban bajo el manto que formaban sus brazos.
—No tenga miedo —dijo él entonces, sintiendo tronar la sangre en sus venas.
—No lo tengo —respondió ella con la voz entrecortada y la cara iluminada por la risa.
Sebastian se olvidó de las gallinas, de Eric Chadwick y de que el mundo giraba sobre su eje y alrededor del sol. Solo pudo ser consciente del sensual movimiento de aquellos labios llenos, del calor que desprendían sus cuerpos en ese reducido espacio y del aliento húmedo de ella que le acariciaba la mejilla.
Pegó su cuerpo al de la joven y bajó la cabeza para rozar con los labios los suyos. Ella no se asustó ni se apartó, lo que le animó a avanzar un poco más. Cuando al fin pudo fundirse con su boca, un revoloteo recorrió su bajo vientre y su pecho, despertando un anhelo tan elemental y profundo que incluso le asustó. Había sospechado que Cordelia Dereford era única, pero la reacción de su cuerpo y de sus emociones estaba más allá de lo que había experimentado nunca con un casto beso.
Probó su boca húmeda y succionó su jugoso labio inferior con un hambre instantáneo. Dejándose llevar por esa emoción turbia, la envolvió entre sus brazos y la apretó contra sí al tiempo que profundizaba el contacto. Ella se sorprendió cuando Sebastian intentó atravesar la barrera de sus dientes con la lengua. Abrió los ojos conmocionada y él intentó decirle con los suyos, que todo estaba bien. La tanteó con besos tiernos en las comisuras de esa boca tan suculenta y lamió con dulzura la fina piel que la envolvía hasta que finalmente notó como el cuerpo de ella se relajaba. Y entonces pudo besarla a su entera satisfacción.
Cordelia gimió al sentir el tacto áspero de sus lenguas al encontrarse y se ablandó contra él. Sintió los fríos dedos de ella enredarse en el cabello de su nuca, cosa que lo estremeció de arriba a abajo. Los instintos más primitivos de Sebastian afloraron con urgencia justo en el momento en que escuchó una risita infantil penetrar en sus turbios deseos.
Su pareja también debió escucharlo porque le dio un empujón para asomarse por encima de su hombro.
—Ay, Dios mío —musitó, escandalizada al tiempo que enterraba la cara en su pecho.
Sebastian se volvió y encontró la risueña cara del pequeño Eric asomada por debajo de uno de los paños de arpillera. Se alegró de saber que su lógica no le había fallado y tuvo que sonreír en respuesta a la alegría del chiquillo. Cordelia debía estar pensando que habían incurrido en un pecado mortal por besarse —muy descaradamente— delante del infante, pero Sebastian había sido testigo en numerosas ocasiones de como los padres del niño y también sus tíos le ofrecían constantes demostraciones de afecto sin ningún tipo de tapujos. Ese niño estaba más que acostumbrado a que los adultos se besasen en la boca. No parecía conmocionado en absoluto.
—Ah, pillastre —dijo acercándose al pequeño. Se agachó y se puso a su altura—. Me parece que has destrozado unos cuantos huevos aquí. ¿Sabes que te están buscando?
—¿He ganado a yudí? —Judith era la niñera del crío. Era fácil concluir que había estado jugando, efectivamente, al esconder.
—Nos has ganado a todos, Eric. ¿Te parece si ahora vamos a recoger tu premio?
—¡Quielo un tasón de miel! —respondió entusiasmado saliendo de su escondrijo y tomándolo de la mano.
Sebastian buscó con la mirada a Cordelia, con la esperanza de que hubiera logrado recuperar la compostura. Ella miraba con ojitos encandilados al muchacho, pero de inmediato su rostro se giró hacia él con una expresión interrogante. Le tendió una mano, que ella aceptó. La acercó hasta sus labios y beso los suaves nudillos.
—¿Está bien? —murmuró.
En un gesto encantador, ella mordió su precioso labio inferior y después sonrió. Asintió efusivamente y para corroborarlo le acarició la mejilla con la mano que él había besado un segundo antes.
Sorprendido por aquella esperanzadora respuesta, la invitó a salir por la portezuela y se cargó en los brazos al pequeño Eric. Caminaron juntos en pacífico silencio, sonriendo como bobos. ¡Qué maravillosa cosa había ocurrido en ese gallinero! ¡Qué momento tan perfecto y mágico!
¿Podía un hombre saber con aquella demoledora certeza que había encontrado a la madre de sus hijos después de tan solo un beso?

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