Parte 3
Un bocinazo lo sacó del soporífero trance en el que llevaba horas sumido. Aarón se paró como un resorte y miró, desorientado nuevamente, a su alrededor, en busca de la procedencia del sonido. El corazón le había subido hasta la garganta, lo sentía palpitar allí, raudo. Además del bocinazo, ahora percibió unos leves murmullos provenientes del cielo. Alzó la vista.
Había luz.
Era artificial; cinco esferas que hacían las veces de enanas blancas en miniatura y de focos de gran tamaño, llenando de luz el inconmensurable espacio sin fondo que tenía una tonalidad anaranjada. Seis, puesto que supuso que habría una bajo él también. Y, el detalle más esclarecedor de todos: estaba sobre una isla flotante, anclado a un roble que ahora estaba descongelado por medio de una cadena atada a su pierna derecha. Pequeños trozos de tierra irregulares (plataformas, son plataformas, pensó), suspendidos en el aire, se arremolinaban en torno a su pequeña isla y se desplazaban de aquí allá, chocando entre sí. Aarón pudo observar dos grandes plataformas curvadas sobre él, muchos metros más arriba, repletas de una multitud variopinta que lo escrutaba con ojos, tentáculos, antenas, garras, fauces chorreantes y todas las características que se hubiera visto antes de especies-inteligentes foráneas.
Y su isla no era la única. Había otras cuantas suspendidas a su alrededor. Todos a la misma altura, pero separados por metros, balanceándose como si fueran pequeñas embarcaciones. En ellas también habían otras personas; algunos humanos como él y otros, especies inteligentes foráneas. Una certeza desgarradora le apretó el corazón. Sabía ahora dónde estaba.
Una cúpula metálica invertida que emitía chirridos estridentes apareció desde el punto más alto del cielo. Se desprendió de él, como si más allá no hubiera más que infinidad. Estoy un espacio vacío artificial, le escuchó decir a su mente. Pero no prestó atención. El móvil descendió hasta el centro de todas las islas. Flotó perezosamente y luego se convirtió en una esfera plateada. Dos anillos blancos y resplandecientes formaron una cruz en el cuerpo del objeto. Ahora parecía un asistente-inanimado gigante. Un gran Rog.
-Es un coliseo... -murmuró Aarón.
-BIENVENIDOS, OH, SUS ALTÍSIMOS, AL ESPECTÁCULO DE HOY -clamó la esfera metálica. Los observadores lanzaron vítores jubilosos, mezclados con los típicos chiflidos y las ahogadas exclamaciones de "¡Siempre dicen lo mismo!". La voz continuó con mayor volumen sobre la estruendosa ovación- EL DÍA DE HOY, DE PARTE DE ABADDON, LES TRAEMOS CINCO PARTICIPANTES DE TERRA.
Más ovaciones.
-LOS DEMÁS, DE PLANETAS ALEDAÑOS A ÉSTE. ¡UNA PELEA REÑIDA, SEÑORES! -dijo-. TODOS ESTÁN EQUIPARADOS EN FUERZAS, RECOGIDOS DE TRABAJOS SIMPLONES, EXTRAIDOS DE SUS RUBROS INTRASCENDENTES. ¡PERO NO POR ELLO LES TENDREMOS COMPASIÓN! ¡¡¡SE ENFRENTARÁN AL TEMIBLE KREUZGRETHLER!!!
Babaz, meditó Aarón, esa cosa es Babaz. No una babosa venenosa; es más que sólo eso. Pero, ¿qué es? ¿Y quién es Abaddon?
La esfera continuó su perorata, agitando las masas. La disposición de sus puntos de partida, el día de hoy, sería aleatoria. Además, se les concedería a los humanos, por ser la especie más frágil de todas las elegidas allí, el beneficio de un lugar estratégico, con las armas ocultas a la mano. Nada más que eso. Aarón se volvió hacia el tronco, liberado del hechizo de la gran bola de metal, y tiró, sin resultados, de su cadena. No lo iban a soltar hasta comenzar el espectáculo.
Voy a morir aquí, pensó.
-¡¡QUE COMIENCE EL DUELO!! -terminó el gran asistente-inanimado.
Las islas comenzaron a revolverse con violencia. Aarón quedó suspendido en el aire, con los brazos hacia fuera, mientras pedazos de tierra, gigantes y pequeños, circulaban y volaban a su alrededor, a una peligrosa velocidad que los hacía verse difuminados; todo era un caos de sombras, brillos y objetos danzantes. Trató de retraer los brazos, pero cada vez que intentaba, la fuerza centrífuga lo empujaba en una nueva dirección. Finalmente, y casi desgañitándose la garganta, su isla se detuvo casi al tope de las demás y él cayó cuan largo era sobre el pasto, ahora libre de nieve.
Las islas habían formado una esfera llena de plataformas que se movían de aquí y allá. Dos grandes pantallas negras y curvas se instalaron en los bordes de la arena de batalla. Desde abajo, Aarón oyó los primeros gritos de las víctimas. El Kreuzgrethler, o Babaz, había sido liberado.
La cadena ya no lo ataba al árbol.
Aarón tomó impulso -casi sin pensarlo; corría por su vida- y dio un salto que lo dejó tambaleándose sobre una plataforma que conectaba su isla con una más pequeña, ligeramente más elevada que la de él. Estaba llena de arbustos y tenía una roca gris que ostentaba una punta afilada. Otro salto lo llevó allí, apenas. Su pie tocó el borde y cayó hacia delante. Tendría que tener cuidado.
Es un coliseo, pensaba, un coliseo y yo soy parte del espectáculo. El león ya ha sido liberado y...
Un cuerpo pasó zumbando a su lado izquierdo desde el tope de las islas; iba hacia abajo, directo a la zona de destrucción del Kreuzgrethler. Aarón no quería mirar allá abajo. Sabía que si se atrevía a ver, perdería la valentía y, si andaba con poco cuidado, caería al igual que el desafortunado que acababa de pasar a su lado. En cambio, se lanzó hasta la base de la roca y la abrazó, como si fuera un salvavidas y él se hubiera estado ahogando. Luego, registró los arbustos de su alrededor. No había armas allí.
Desde el otro extremo del campo de duelo, vio cómo un humano no alcanzaba una plataforma y caía. Cerca de él, vio a otro que extendía las manos delante de sí y que, sin remedio, caía al vacío también, hacia el abismo de muerte del Kreuzgrethler. Ese simple hecho revivió lo que faltaba de las palabras que un compañero le había dicho en la oficina.
Los dejan ciegos, ¿sabías? Es para que actúen como animales. Já. Quizá qué les hacen, ¿no? Una suerte que jamás tengamos que llegar a esos extremos ¿verdad?
Sí, vaya buena suerte tenía Aarón.
Mucha suerte.
Saltó, de plataforma de tierra en plata forma, a la siguiente isla. Era otra con dos árboles entrelazados. Álamos, supuso. Empotrado en la corteza de esos dos árboles, había un arma. Una suerte que jamás tuviera que llegar a un extremo, sí. Aarón asió lo que parecía una mezcla entre insecticida y escopeta recortada, de cuatro cañones separados por unos cuantos centímetros, y probó el peso del objeto con ambos brazos. Era ligero. Perfecto.
Saltó dos plataformas más allá. Ahora tocaba la parte peligrosa: iba a descender.
Porque se iba a enfrentar a la bestia, ¿no?
Llegó a una isla que era puro pasto. Se tendió de espaldas y miró hacia arriba, a las raíces de las demás plataformas de tierra suspendidas en el aire. Otros cuerpos cayeron desde las alturas, todos humanos, gritando, con las manos delante de ellos, hacia su muerte. Esa era la pregunta importante: ¿iba a enfrentar al peligro o iba a esperar a que alguien más hiciera algo al respecto? No sabía. Tenía el arma, le temblaban los brazos. Volvió a pensar que todo era injusto. En vez de él, debía de haber un enano en su lugar, un enano ciego e inservible que, con seguridad, habría caído a las fauces del Kreuzgrethler de los primeros (si es que esa cosa tenía boca).
Se apegó el arma al pecho.
La bestia lanzó un bramido que le heló la sangre.
Se acercó, con el pecho pegado a la tierra de la pequeña isla, hacia el borde. Debajo escuchaba estruendos de destrucción, gritos y zumbidos. Asomó la cabeza para ver qué ocurría allí. La mandíbula se le soltó y los esfínteres le fallaron, dejando que la orina se escapara en ese mismo instante y que le mojara los pantalones.
-Dios santo -musitó. Pasó un buen rato antes de que pudiera apartar los ojos de eso.
****
Threshold era un planeta pequeño y limítrofe que estaba a unos 7.000.000 de satrómetros de la estrella Madre de Terra. Separaba las dos mitades más pobres de la Vía Láctea con el reducido gajo más adinerado, la única zona en la que la moneda oficial era el kraj. Por allí se realizaban todo tipo de transacciones, desde las que se contaban los cambios de monedas (krulz a kraj, o viceversa), los permisos de inmigración infra e intrauniversal, y, el trabajo que casi todos considerarían menos importante, la validación para los accesos de seres no-inteligentes, dígase, mascotas. Khyspty, un Thresholdiano de rugosa piel magenta y antenas de casi dos metros, era el encargado de esa última sección.
Como el tráfico era mayor allí, las distintas capas de la aduana estaban repartidas en órbita, a 200.000 satrómetros del planeta, sostenidas, en parte, por una capa de asteroides; se extendían por alrededor de 1.000.500 satrómetros para abarcar la mayor cantidad posible de vehículos en tránsito. La sucursal donde Khyspty atendía pertenecía a una de las últimas capas antes de que los inmigrantes y viajeros pudieran pasar al siguiente sector de la Vía.
A la hora que atendía Khyspty, el tráfico era más relajado y por lo general podía dedicarse a revisar con detenimiento todas las especies no-inteligentes que llegaban a su caseta. Ése día, al golpear con una tenaza al asistente-inanimado a su lado para que le entregara el informe del siguiente inmigrante, sus antenas captaron algo extraño.
-Fraugh, quiero imágenes de la jaula del espécimen -irradió el Thresholdiano. Su especie de comunicaba a través de emisiones de calor.
-SÍ, SEÑOR KHYSP -irradió a su vez el asistente-inanimado.
Pronto, una distorsionada imagen de una jaula suspendida en un azul espacio-vacío-artificial apareció ante las antenas de Khyspty. Lo examinó largo rato antes de volcar su atención nuevamente hacia el panel del pasaporte.
-¿Qué especie dice que es el espécimen, Fraugh?
-¿SEGÚN EL ANÁLISIS O EN EL PASAPORTE?
-En el pasaporte, Fraugh.
-SEGÚN EL PASAPORTE DEL SISTEMA, ES UN SHROOK DE ALAS AMARILLAS, DE LA ESPECIE DEL STRICKPHAMB. INOFENSIVO, EXCEPTO EN PLANETAS DE GAS. SU NOMBRE ES TORO.
Eso no es un Shrook, pensó Khyspty. Claro que no lo era. Sumado a que el nombre estaba escrito en el lenguaje de las especies más arcaicas y menos avanzadas del lado más pobre de la Vía... ¿Lo iba a dejar pasar?
Sus antenas zumbaron, lascivas. Khyspty se reclinó en su lugar.
-Déjalo pasar, Fraugh -irradió al fin. Sus antenas se endurecieron.
-¿SEGURO, SEÑOR?
-Sí. Apruébalo -¿por qué siquiera me pregunta si estoy seguro?, pensó Khyspty, pero no se retractó de su decisión-. Ponle un gran Sí y que tenga un buen viaje, Fraugh. Despáchalo de vuelta a su dueño y envíales muchos buenos deseos.
Fraugh así lo hizo.
Khyspty no tuvo problemas como ese nunca más en lo que restó de su vida en la casilla de la aduana de Threshold. Toro, el supuesto shrook de alas amarillas, pasó sin problemas la inspección ese día. Tenía un largo camino por delante.
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