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Sanando las heridas


En la villa de Atenea...

—¡Por acá! —gritaba un soldado haciendo señas a dos santos de bronce que cargaban a un tercero mal herido.

—Colóquenlo en el suelo con cuidado. Atenderemos sus heridas de inmediato. Ustedes pueden descansar por allá.

Todo el recinto se había convertido en un improvisado hospital.

—Entonces, Hades ya ha pasado la casa de Cáncer. —El patriarca Immanuele hablaba con los recién llegados.

—Así es —confirmó con voz apagada un Saint de plata—, nada de lo que hacemos parece detenerlos.

En las afueras de la casa de Cáncer...

Los Saint de plata Orión e Hidra y los de bronce Leo menor, Ursa menor, y Ave del paraíso (las dos últimas caballeros femeninos) aguardaban con poses de batalla y la mirada fija a cualquiera que pudieran salir del templo.

Al poco rato, sus ganas de pelear se fueron literalmente al infierno, pues el primero en salir fue el dios del Inframundo seguido de cerca por unos espectros. Los cinco Saints se tensaron, habían escogido una estrategia en la que atacarían al mismo tiempo, esperando con eso hacer una mella en las fuerzas del enemigo, sin embargo, no contaban con ver aparecer a Hades frente a ellos.

—¿Que creen que hacen ustedes? —habló Hades con voz de ultratumba—. ¿Acaso piensan que pueden detenerme?

—Si no a ti —habló Ursa—, por lo menos mermaremos a esa escoria que te acompaña.

Hades cerro los ojos ignorándolos y avanzo hacia ellos. Al tenerlo cerca, los cinco sentían cómo sus fuerzas les abandonaban. En un segundo Hades pareció estar frente a cada uno al mismo tiempo, les miró a los ojos y les atravesó como un fantasma.

La sensación que sintieron fue como si una helada les hubiese atravesado, pero sorprendentemente no tenían ningún daño. Al mirar hacia atrás se dieron cuenta cómo seguía avanzando impávido a la siguiente casa. Y detrás de él aparecían otros espectros.

Al volver la vista comenzaron su ataque contra los espectros que tenían enfrente. Acabo de unos minutos, ese pequeño grupo de guerreros había logrado vencer a la mayoría de los espectros, sin embargo, el costo había sido muy alto, de los cinco Saints, sólo dos continuaban en pie.

—¡ALQUIMIA MALDITA! —gritaba el último espectro con vida, Saw de Nigromante, mientras lanzaba un ataque semejante a cuchillas negras que surgían de las rocas manchadas con la sangre de los caídos.

—¡CALEIDOSCOPIO CELESTIAL! —exclamó Ursa menor.

Su ataque provocaba una imagen imprecisa que impedía que el espectro diera en el blanco, pero Ursa cometió el error de usarla demasiadas veces, lo que permitió que el espectro aprendiera a localizar a la verdadera.

Leo Menor ya se había desecho de sus atacantes así que fue a ayudar a su amiga, leyó en el rostro del espectro que esta vez daría en el blanco. Sin decir nada y sin perder tiempo se colocó frente a Ursa recibiendo la peor parte del ataque; sin darle tiempo de reaccionar la tomó de la mano colocándola lado a lado, sólo le dirigió una mirada y una leve sonrisa.

—¿Estas lista? —preguntó, ella asintió con un gesto-. ¡Entonces hagámoslo!

Entrelazado sus manos con las de Ursa, ambos apuntaron al cielo, el de Leo Menor elevó su cosmo al limite usando la vida que le quedaba.

—¡RUGIDO DE ESTRELLAS! —exclamaron al unísono.

Era un poderoso ataque combinado: desde el cielo, proveniente de las mismísimas estrellas, una cascada brillante bañó sus cuerpos, esa luz cruzó a través de ellos convirtiéndose en millones de chispas que salían expulsadas al mismo tiempo, estas golpearon al espectro adhiriéndose a su surplice haciendo que se quebrara en pedazos, un segundo ataque idéntico y el espectro quedó destrozado.

Aún sujetado de su mano Leo Menor cayó frente a ella, sin fuerzas; Ursa le acomodo sobre sus piernas, ambos sabían que Atenea tenía terminantemente prohibidos los ataques que involucraran a dos o más caballeros contra un solo adversario (tal es el caso de la Exclamación de Athena).

—¿Por qué lo hiciste? —preguntó Ursa.

—No ess...taba lisssto... para verte... morir —declaró Leo Menor y tomó entre sus dedos uno de los mechones de cabello que enmarcaba el rostro de Ursa, ese rostro de mármol que jamás había visto pero estaba seguro de amar.

—Pero ahora, ¡yo viviré y tu no!

La voz de Ursa comenzaba a quebrarse y él pudo notar lágrimas que corrían por su cuello. Antes de que él pudiera añadir algo, Ursa se retiro la mascara.

—¡Estás muriendo por culpa mía! —sollozaba—, y yo, yo, ¡TE AMO!

Por primera vez, el de Leo Menor veía el rostro de aquella que en un inicio solo consideró su amiga y de la que se había enamorado al pasar de los años. Unos ojos verdes como la esmeralda; su piel, más blanca que el resto de su cuerpo combinaba perfectamente con unos delgados labios rosas.

Un beso en los labios fue lo último que la vida le regaló al guerrero sagrado de Leo menor.

Al final, solo la amazona de Ursa Menor seguía con vida. Incada sobre el piso, con la cabeza del de Leo Menor sobre su regazo, acariciando el cabello castaño rojizo de su amado compañero, le contemplaba, mientras de sus ojos brotaba incesante un caudal de lágrimas.

En la Villa de Athena...

Marian (Atenea) caminaba entre los heridos que se hallaban recostados dentro del recinto, dándoles palabras de ánimo, reconociéndolos por su bravura, tratando de contener el dolor que le provocaba ver en ese estado a sus amados caballeros. Uno de ellos le extendió la mano cuando ella pasaba, al mirarlo, pudo notar en sus ojos aquella duda de quien se sabe al borde de la muerte, se giró hacia él y le dedico una sonrisa.

—Haz hecho bien, caballero, ahora descansa. —Su voz, aunque tranquila reflejaba una profunda tristeza.

Aquel caballero sonrió por última vez ante la aprobación de su diosa, para finalmente sucumbir a la muerte y acompañar a sus compañeros en el inframundo.

«Detengan esto, ¡¡deténganse!!», gritaba el alma de Atenea con todas sus fuerzas.

El patriarca hablaba con aquellos que aun se encontraban en condiciones de pelear cuando...

—¡¡¡Ya basta!!!

Todos fijaron su vista en la diosa que aún se hallaba frente al caballero que acababa de morir. Estaba sumamente afligida, con el rostro bajo y sosteniendose de su cetro, en un claro intento por seguir de pie.

—¡Ya, no quiero más muertes! —suplicaba.

Su rostro era ensombrecido por su largo fleco violeta, pero aún así se notaban las lágrimas que corrían por el.

—¿Por qué no han obedecido la orden de replegarse? —preguntaba con dolor.

—Ellos pelean por usted. —Trató de consolarla el patriarca—. Cumplen con su deber.

—Señorita Atenea. —La voz era de uno de los caballeros heridos, la amazona Megara de Casiopea—. Todos nosotros estamos orgullosos de haber peleado para seguir viviendo, para que la humanidad pueda seguir viviendo. No se moleste si rehusamos retirarnos sin pelear.

Atenea le miraba con aprobación, se sentía orgullosa de escucharla pronunciar esas palabras, pero no podía evitar que su corazón resultase herido cada que uno de sus guerreros moría.

—Ella tiene razón Marian. —Se acercó el del Cisne—. Si alguno de ellos se encuentra con el enemigo camino a acá, no va a huir sin dar pelea.

—Mira quien lo dice —increpó el patriarca tratando de humillarlo—, el primero en salir corriendo en cuanto vio al enemigo.

—¡Yo no salí huyendo! —insistió con vehemencia, ya estaba harto de que lo acusara de cobarde—. Ese hombre, ese... Hipnos, por alguna razón me dejó ir, ¡me dejó vivir para advertirle a Atenea!.

—Oye, aún no nos has contado lo que pasó —interrumpió Philip de Pegaso—, será mejor que nos expliques o Immanuel no dejará de fastidiarte.

El santo del Cisne apretó con fuerza los puños mientras recordaba su encuentro con el dios del sueño. Y así empezó a describir lo que había vivido.

—Usted, no lo vió, no sintió como ese hombre se metía en su cabeza, en sus pensamientos, en sus sueños, hasta en su alma misma. Usted no vio caer a su alrededor a todos sus compañeros; verlos caer, dormidos primero y después, como en una pesadilla, observar como en un suspiro les era extraída la vida.

»Desde un inicio, no había nada que pudiésemos hacer. Creí que tendría el mismo final, me sentía derrotado, el sueño hiba apoderándose de mi mente. Estaba a punto de quedarme dormido, cuando pude ver al responsable. Allí estaba, frente a mí. Sólo podía distinguir unos ojos dorados y vacíos observándome. Se acercó hasta donde me encontraba postrado y me tomó por la cabeza. Me levantó. En ese momento estaba seguro que sería mi fin, ya no me quedaban fuerzas, mis ojos se cerraban con pesadez. Sentí como era arrojado lejos. Recuperé la conciencia al tocar el suelo y lo vi alejarse del lugar. Sin pensarlo me incorporé para atacarlo cuando se giró a verme. Su rostro quedó grabado para siempre en mi mente y sus palabras: "¡Vete, y no te cruces en mi camino si aprecias tu vida!, ¡Dile a la hija de Zeus a quién viste!"

—¡Aun así, era tu deber enfrentarlo hasta la muerte! —insistía Immanuel, empeñado en hacerlo sentir mal.

—Yo... —balbuceó el del Cisne.

Su rostro estaba tenso, no sabía que más decir, apretaba los puños con frustración, comenzó a sentirse como un verdadero cobarde, ¿que podría decir? Sabía que tenía el deber de enfrentarlo, pero no podía desaprovechar la oportunidad que se le había dado de advertir al santuario sobre el enemigo al que se enfrentaban. ¿Era eso, o acaso?, recordó entonces que en ese momento no podía dejar de pensar en "Ella", cuando supo que su vida terminaría, sus últimos pensamientos, su sueño, su anhelo era poder cumplir con la promesa que le hizo, ¡volver a verla, volver a estar juntos!.

—¡Ya dejalo en paz! —ordenó Atenea al patriarca con un gesto que hizo que éste temiera por un instante—. Él hizo lo correcto. Si Hipnos le perdonó la vida por algo será.

—Tal vez —hablándole únicamente al del Cisne—, por que de entre todos, tú, eres quien más motivos guarda para mantenerse con vida. ¿O me equivoco? —Le miró dulcemente mientras le tomaba la mano en donde portaba el anillo tornasol.

El del Cisne no respondió, sólo contrajo el rostro con dolor, sabía que no estaba permitido tener esos lazos, pero el que Atenea lo supiera y no le reprochara nada lo hacía sentir que luchaba por algo más grande que un simple deber. Él lucharía por el amor, por ese amor que Atenea mostraba en su mirada, por el amor que guardaba en su pecho hacia la dueña de su vida; pelearía por mantener el amor vivo en los corazones de las personas a través de las eras; pelearía por que el amor siguiera vivo en el planeta.

—¡Gran patriarca! —llamó uno de los soldados, rompiendo el instante entre el Cisne y la diosa.

Él se encargaba de atender a los heridos menos graves

—Tenemos un problema —susurró en su oído.

A espaldas de la casa de Cáncer...

La amazona de Ursa Menor, estaba secando las lágrimas de su rostro. Se había puesto de pie y miraba por última vez el cuerpo inerte de Leo Menor, por un momento pensó en sepultarlo ella misma, pero sabía que no era el momento, debía apresurarse a llegar a la villa de Atenea. Se colocó la mascara y dio media vuelta, pero se detuvo pues sintió una molestia en el brazo -a la que no le había prestado atención hasta ahora- era una de las cuchillas negras de Nigromante, la mayoría habían impactado sobre Leo Menor, pero ésta única se había incrustado cerca de su hombro. Antes de seguir la retiró e hizo un improvisado vendaje con la tela de su blusa. Ahora estaba lista para seguir adelante, inicio su carrera, sin embargo, tras haber avanzado solo un poco, cayó sin vida al piso, como si un rayo la hubiese fulminado su cuerpo se resbaló por una pendiente y allí, su cosmos se extinguió.

En la Villa de Atenea...

El soldado hablaba con el patriarca por lo bajo, ambos trataban de evitar que Marian escuchara la conversación.

—No importa lo que hagamos para tratar sus heridas —explicaba el soldado—, ¡todos al final mueren!

—¿Se trata de alguna infección? —inquiría el pontífice preocupado.

—Me temo, no es tan simple, todos aquellos que han sido heridos por un espectro están muriendo. No importa si sólo fue un leve rasguño, ¡mueren! como si la sangre en sus venas se congelara.

—¿Van a decirme que está pasando, Immanuele? —Se acercó Atenea al ver el semblante serio de éste.

—Nada de importancia, eees solo, una teteoría qquee pensamos analizar —tartamudeaba y era notorio que algo ocultaba, por lo que Atenea miró al soldado por una respuesta.

—Nada de lo que deba preocuparse —insistió el patriarca—, en serio señorita Marian.

Antes de que Atenea perdiera la paciencia o de que el pobre soldado se desmayara temiendo por su vida, uno de los caballeros de bronce recién llegados -que habían estado hablando con el patriarca exponiéndole la situación- cayó al suelo, a los pies de Atenea, ante el asombro de todos. Cuando lo giraron, vieron claramente su rostro sin vida, su piel estaba lívida y sus ojos apagados.

—Esto, lo confirma todo —murmuró el soldado—. Diosa Atenea, me temo que todos aquellos que se enfrenten al ejército de Hades, morirán tarde o temprano.

—¡Oye!, ¿de qué rayos estas hablando? —reclamaba el Saint de Perseo—, él estaba bien hace un momento, sólo recibió un golpe en el estomago por uno de esos insectos, ¡tú mismo lo revisaste, aseguraste que no era nada grave!

—¡Y no lo era! Tú también morirás —sentenció—, aunque solo tengas ese rasguño en tu pierna. —Su voz carecía de esperanza.

Ninguno de los presentes podían creer aquello.

Atenea se hallaba consternada, miró a su alrededor.

«Todos ellos, ¡¿morirán?!»

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