El último bastión
Mancillada, la esperanza yace agonizante en el desolado valle hacia su final; trémula, aguarda con su último aliento a aquel que la acoja en su seno y la cobije con una nueva luz.
A las afueras del templo de sagitario, los diamantados habían quedado cubiertos por una nube de polvo y escombros –el enfrentamiento entre Décimo y Astra había reducido a nada el templo y sus alrededores–; poco a poco se fueron levantando, recuperándose de la explosión que les golpeó las espaldas; conforme las partículas en el aire se asentaban se distinguía una silueta a la distancia, aproximándose a ellos con dificultad. Al estar más cerca, vieron, con claridad, a Décimo de Capricornio que avanzaba con Astra en los brazos.
—No hubo otra alternativa —pronunció al estar frente a ellos—. Hades debe pagar por esto.
Sus palabras, llenas de indignación y desprecio en contra del dios del Inframundo, hicieron eco en el corazón de todos.
Con sumo cuidado colocó el cuerpo de Astra en el piso, recargó su espalda contra unas rocas dejándola semirecostada. Sin decir una sola palabra se giró en dirección a los jóvenes heridos, Ilitia y Björn no dejaban de sangrar; aún cuando el vikingo hacía grandes esfuerzos por mantenerse en pie, su vida pendía de un hilo y poco a poco se le escapaba; asimismo la joven romana –sostenida por Aurelio– estaba a escasos segundos de colapsar por la pérdida de sangre. Sin dar explicaciones Décimo golpeó a Ilitia en el pecho y después a Björn –ante el desconcierto de todos–. Dante iba a enfrentarlo creyendo que él los atacaría una vez más, pero, fue detenido justo a tiempo por Cannon.
—Un golpe en el centro sanguíneo, en "el punto central verdadero", es lo único que puede detener la hemorragia y acabar con el destino que Antares aún no ha sellado —explicó Décimo sentándose frente al cuerpo de Astra—. Los otros dos estarán bien —añadió—, recibieron cuatro de las quince agujas, tienen suerte, tal vez se sentirán débiles un tiempo pero eso es todo.
Björn fué el primero en recuperar algo de sus fuerzas y se irguió como un digno guerrero de su estirpe. Ilitia abrió los ojos y sonrío al verse reflejada en los color miel de Aurelio, con lentitud se puso de pie sosteniéndose con sus propias fuerzas. Su níveo rostro, ahora endurecido por lo crudo de las batallas, refleja en sus ojos el refulgir de su cosmo.
Décimo se ha arrodillado junto al cuerpo de Astra y con ternura acomoda su largo cabello rojizo –que sé había soltado durante el último enfrentamiento– y coloca el yelmo del Escorpión entre sus blancas manos, le contempla como a la joya más preciada y deposita en su frente un beso, como un último adiós.
—No pierdan más tiempo —exhortó el santo dorado sin moverse de su lugar—. Bellatrix de Piscis será capaz de aniquilar al resto de los espectros pero Hades mismo seguirá adelante a menos que ustedes lo detengan.
—Y qué hay de... —Cannon observa atónito como un río de sangre yace debajo de Décimo y crece a cada instante—. ¡Dinos el lugar y te salvaremos! —solicitó con premura—, tal como tú lo hiciste con Ilitia y Björn.
—Antares dio en el blanco, no hay escapatoria —explica—, el momento de salvarme expiró hace mucho, estoy viviendo minutos prestados —añade y mientras habla entrelaza sus manos con las de Astra—. Existe... algo más dulce... que morir a manos de quien amas...
Su cuerpo sin vida cae, quedando postrado junto al de Astra. Una luz etérea los envuelve fundiéndolos en un abrazo eterno. Al poco rato sus cuerpos se desvanecen, al igual que los de los otros compañeros caídos y así, dos esferas que contienen las armaduras se dirigieron ante la presencia de Atenea.
En otro lugar, cerca de la villa de Atenea...
—Dos armaduras más vuelven a su lugar —señaló Hipnos.
Thanatos salió de su ensimismamiento observando el paso de aquellas esferas luminosas que, cruzando sobre ellos, emprendían su camino de regreso con Atenea.
—Sólo quedan dos —reiteró el dios de la muerte—. Ya es hora de hacernos notar.
Dicho esto, Hipnos disolvió aquello que mantenía oculta su presencia de Atenea y de los otros.
Como si no fuera suficiente la tensión y la sosobra a la que estaban sometidos aquellos que acompañaban a la diosa, ahora podían sentir muy de cerca las malignas y poderosas presencias de los dioses gemelos, quienes prácticamente ya se encontraban a las puertas del sagrado recinto.
El patriarca Immanuel, Philiph de Pegaso y el del Cisne reaccionaron alertas y a la defensiva en cuanto sintieron el maligno poder que se acercaba a ellos; incluso Argo de Perseo estaba listo para luchar hasta la muerte, por otro lado, Carlo, siendo el más joven de todos, de nueva cuenta sucumbía ante el miedo y la desesperanza.
—¿Qué haremos ahora? —sollozaba Carlo de delfín.
El joven caballero de plata había caído sobre sus rodillas, presa del miedo, al volver a sentir el cosmo de aquel que le arrebató la vida a todos sus compañeros.
—¡Esos malditos! —mascullaba Philiph de Pegaso—. ¿¡Cómo es que llegaron tan rápido!?
—¡Cómo pude ser tan ciega! —se lamentaba Marian dejándose caer sobre su trono—. ¡Todo este tiempo han estado allí!, observándonos, aguardando...
—Diosa Atenea, ¡es preciso que nos retiremos! —sugirió el patriarca Immanuel más como una orden que como una solicitud.
—¿Retirarnos? —replicó el aquel que vestía la armadura del cisne—. Y, ¡a dónde! —reclamó exaltado—, ¡¿qué lugar en la tierra o en el cielo está a salvo de esos tres?!
—Nosotros cuatro no podemos hacer nada —reconoció Argo con amargura, y viendo al del cisne trataba de calmar los ánimos—. Si tan sólo tus amigos ya estuvieran aquí —se lamentó.
—Los guerreros el ejército del sol y la luna ya están cerca —reiteró Atenea—; sin embargo, no llegarán antes de que los dioses gemelos entren a este lugar.
—El único camino a seguir es retirarnos al templo antiguo —concluyó el patriarca—, eso nos dará algo de tiempo.
—¡Estoy cansado de esconderme! —protestó Philiph apretando puños y dientes.
En algún lugar de las montañas que sostienen al santuario, existe un antiguo templo dedicado a la diosa Atenea. Labrado en las entrañas de la montaña por los propios rayos de Zeus y tan antiguo como los mitos mismos. Este recinto se propone como el mejor lugar para aguardar la llegada de los diamantados, es por eso que toman la decisión de retirarse allá; además, el camino a seguir para llegar hasta el templo les alejará de encontrarse cara a cara con los dioses gemelos, brindándoles una oportunidad, aunque pequeña, de enfrentarse únicamente con Hades.
—Señorita Marian —llamó el del cisne—, perdón, diosa Atenea —corrigió al verse fulminado por la mirada del patriarca—; le acompañaré hasta llegar al templo, pero no me pida que permanezca en el.
En las últimas horas, un mal presentimiento, pequeño pero constante, se había hecho presente en la mente del Santo del Cisne. En sus ojos azules la diosa pudo notar su preocupación y tal vez, la advertencia de un mal presagio.
—No esperaría menos de ti —respondió.
Entonces se retiraron, a fin de evitar un enfrentamiento directo con aquellos que traen consigo la muerte.
*****
—¿Para qué mostrarnos si no piensas atacar? —recriminó Hipnos a su hermano.
—Sus fuerzas se basan en la esperanza que emana de sus corazones —explicó—; arrebátaselas poco a poco y habrás ganado sin pelear.
*****
El camino al templo antiguo en algún momento estuvo bien definido, flanqueado por marmóreas columnas y decorado con hermosos jardines. Ahora, siglos después, cardos, maleza y espinos les cerraban el paso y lo que fueron expléndidas columnas ahora eran montones de rocas irreconocibles desperdigadas a lo largo del camino. Immanuel sorteaba los obstáculos con rapidez y gran agilidad; lo que para los otros era sólo escombros y maleza, para él –que había memorizado todo lo que debía saberse sobre el santuario y sus alrededores– era una vereda bien definida. Pronto se hallaron frente a una gigantesca roca labrada y empotrada contra la montaña, bloqueando la entrada al último refugio que el santuario podía ofrecerles.
—¡Retrocedan, yo me encargo! —pregonó el de Pegasso.
—No seas idiota. —Un zape por parte del santo del cisne impidió que Philiph cometiera un gravísimo error al utilizar los meteoros de Pegaso para romper la roca.
—Si tan sólo tuvieras de cerebro lo que tienes de poder —reprendió suspirando el patriarca—. Aquí está la llave.
Un hueco en las paredes de la montaña, del tamaño de un puño, escondía un viejo mecanismo que hizo rodar la piedra hacia un lado, permitiéndoles la entrada.
El lugar estaba dividido en tres partes: la primera, consistía en un estrecho pasillo por el que apenas cabían dos personas a la vez; a cada lado, había antiguas antorchas que permitían ver el camino labrado en la roca, el cual descendía por unas escaleras para llegar hasta la primera cámara, esta era la segunda sección y se asemejaba a un gran recibidor con algunos antiguos adornos labrados en las paredes y una esfera lumínica en lo alto.
—Hemos llegado —dijo el patriarca acercándose a un fresco monumental que representaba el nacimiento de la diosa Atenea, irguiendose adulta armada de la cabeza de Zeus.
Con un gesto, invitó a la diosa a acercarse. La roca sobre la cual estaba la pintura se deslizó hacia un lado al contacto de la mano de Marian. Allí, oculta, estaba la Cámara Interior y antiguo lugar de residencia de la diosa Atenea en la tierra.
Marian y sus acompañantes entraron en la habitación y detrás de ellos la gran losa de piedra volvió a su lugar.
La cámara interior era enorme, al fondo se encontraba un hermoso trono chapado en oro y piedras preciosas que resplandecían con la escasa luz que entraba al lugar. Un lago natural y cristalino se escondía en una esquina. A la izquierda de la entrada, había cuatro estatuas gigantescas que, al igual que las Cariátides en el Areópago, tenían como función sostener la roca sobre ellas, eran columnas que, además, permitían el paso de la luz sin comprometer la estructura. La claridad que en otro momento inundaría la habitación ahora simplemente eran penumbras y la única luz provenía de los constantes relámpagos que acompañaban a la oscuridad de Hades.
"Él" se quedó observando detenidamente a cada una de las estatuas. La primera era fácil de reconocer, representaba a la diosa Atenea con la égida, su casco y el escudo junto a ella. La segunda estatua debía ser de Palas, compañera de juegos de Atenea e hija de Tritón –mensajero de los mares– y a quién, según la mitología, la diosa había dado muerte por accidente. La tercera estatua era una figura alada, más pequeña que las primeras dos e igualada en altura por un pedestal; la reconoció como Nike, la diosa de la victoria y a quién con frecuencia se le representa en la mano de Atenea.
La última estatua representaba también a otra diosa, pero su túnica no era blanca a diferencia de las otras, más bien parecía haber sido bañada en pigmento de oro otorgándole un tono dorado rojizo; también en su cabello había rastros de pigmento, alguna vez fue rojo como los rayos del amanecer; además, un par de alas sobresalían en su espalda y se plegaban detrás de ella. Allí quedó contemplándola, tratando de identificar quién era. Le resultaba intrigante y al mismo tiempo sospechoso que no logrará ubicarla, pese a haber leído una gran cantidad de libros sobre mitología mientras estuvo en el Palacio; en eso, un relámpago iluminó de cerca la estatua y entonces se percató que no tenía un rostro como las otras, parecía que había sido borrado, tal vez por el tiempo, tal vez por alguien.
—Muy bien, ahora que hemos huido con la cola entre las patas —reprochó el de Pegaso—, ¿qué sigue, cruzarnos de brazos y esperar la muerte?
—No Philiph —respondió Marian—. Ha llegado el momento de luchar.
—¡¡¡Sí!!!, ¡por fin!, patearé a Hades tan duro que...
—No te adelantes, hay muchas formas de luchar. Una batalla de frente no es conveniente. Tú acompañarás al Santo del Cisne hasta el jardín de rosas de Piscis —ordenó la diosa—, allí permanecerán hasta que sus amigos crucen a salvo y los dirigirán hasta mí. Hades no debe verlos ¡por ningún motivo! —destacó.
Ambos guerreros asintieron y abandonaron el templo antiguo para cumplir con su encomienda.
—Tarde o temprano nos encontrará —afirmó Argo, una vez que hubiesen partido.
—Sí, es cierto —confirmó Marian con tranquilidad—, pero entre más tiempo tengamos será mejor —y añadió—; además, los jóvenes caballeros del Sol y de la Luna necesitan reponer sus fuerzas, ¡necesitan de mi ayuda! Es por eso que deben llegar ante mí antes de que tengan que enfrentarse a Hades.
—Solo esperemos que él no los encuentre primero —agregó Immanuele mirando a la distancia.
Los santos de Pegaso y el Cisne descendían con velocidad hacia el jardín de rosas venenosas ubicado en la parte posterior del templo de Bellatrix de Piscis.
—Y dime, ¿cómo fué...? —preguntó de pronto Philiph a su compañero.
—¿Cómo fue qué? —inquirió sin dejar de avanzar, pero permitiendo que Philip se colocara a su lado.
—Tú sabes... —balbuceaba Philiph apenado— que te hayas enamorado de ella. ¿Cómo fue que... "eso" pasó?
—¡Ah!, "eso" —"Él" no pudo evitar soltar una carcajada al ver el rostro de Philiph colorado como un tomate.
La mayor parte del tiempo olvidaba que Philiph era cinco años menor que él, apenas un año mayor que Carlo, un chiquillo en pocas palabras aunque no lo aparentara, pues su poder y su facilidad para el combate eran superiores a los de muchos.
—Pues, nos conocimos en el Palacio del Invierno claro —contó con soltura—. Para cuando ella llegó yo ya llevaba algunos años en ese lugar. De hecho, ella y su grupo fueron a los últimos a los que Bóreas y los otros caballeros dorados llevaron hasta allí.
—¿Bóreas? —preguntó Philiph sorprendido.
Corrían y saltaban, recorriendo la agreste montaña a gran velocidad.
—Sí, ¿no lo sabías? Bueno, aunque al principio yo tampoco sabía quiénes eran; cuándo llegué aquí descubrí que Bóreas, Fausto, Vladimir y Sora eran quienes llevaban a los niños hasta el Palacio.
—¡Vaya!, eso sí que no lo sabía —constató un poco decepcionado pues su maestro le había guardado secretos.
—Yo creo que nadie lo sabía —añadió para tranquilizarlo—, no es como si tú maestro te hubiese engañado; más bien tal parece que era una misión especial o algo por el estilo. A final de cuentas el Palacio del Invierno tenía como propósito encontrar al portador de esta armadura, así que no me sorprende que los mismos caballeros dorados trabajaran para eso.
—Sí, de acuerdo, pero te estás desviando de la historia, ¡cuéntame cómo fué!
—Ah sí, eso, mmm, bueno... Ella parecía siempre querer estar sola o se sentía más cómoda estando así, no lo sé. —Mientras hablaba sus ojos brillaban con emoción y nostalgia—. Habíamos tantos niños en ese lugar y, sin embargo, de algún modo ella siempre terminaba sola y creo que por eso me acerqué a ella. Yo también me sentía sólo, aunque no lo demostrara.
—Así que fué la clásica historia de dos soledades juntas.
A la distancia ya se veía el jardín de rosas.
—Tal vez al principio, pero nos hicimos muy buenos amigos y después hicimos otros amigos y finalmente, no sé, esas cosas suceden; los sentimientos crecen, el tiempo pasa y las piezas caen en su lugar.
–Sí pero tú sabías que como caballero de Atenea no puedes tener esos lazos —recriminó Philiph.
—Esta armadura yo nunca la quise —declaró con molestia y dolor—. No tenía idea de lo que pasaría ese día, ni ella ni yo. El día en que nos fue avisado el propósito de nuestro entrenamiento acordamos que sería mejor hacernos a un lado; claro tendríamos que participar, pero perderíamos a propósito.
—¡Perder a propósito! —gritó el de Pegaso por lo inconcebible de la acción—. ¿De verdad? Creo que yo jamás podría hacer algo como eso.
—Pero las cosas no salieron como planeamos —siguió relatando—. Yo estoy aquí portando la armadura del Cisne y ella... —Dejó escapar un suspiro antes de proseguir—. En ese Palacio le espera su destino, detrás de esas heladas paredes para siempre, "resguardando la historia y el conocimiento de toda época para generaciones futuras, el pasado hacia el futuro..." —recitó como si fuese una letanía—. Algo así repetía Lady Krysta cada que hablaba con nosotros sobre la importancia de su cargo.
—Una existencia bastante solitaria —se lamentó—, ¿no crees?
La respuesta fué un doloroso gesto, pues ese destino era el mismo que le esperaba a él, aunque en otro lugar.
—¿Y ese anillo?, ¿ella te lo regaló? —Las preguntas de Philiph parecían interminables—. Perdón no pude evitar escuchar lo que la señorita... digo, lo que Atenea mencionó respecto al anillo —añadió tratando de sonar menos ansioso.
—No, yo los hice, uno es azul y el otro tornasol; los hice para nosotros...
—¡No puedo creerlo! Ambos tienen anillos idénticos, ¿es así? —Su curiosidad se había transformado en emoción—. Entonces no sólo estás enamorado de ella, ¡¿acaso ustedes dos son... o sea... es decir...!?
—Marido y mujer, así es —afirmó con tal seriedad que daba escalofríos.
La boca de Philiph casi llega al piso de la impresión, tanto que se detuvo en seco; no sabía si sentirse alegre por su amigo, indignado por el atrevimiento que habían llevado a cabo o avergonzado por haber preguntado y por todo lo que estaba pasando por su cabeza, a fin de cuentas era un adolescente aún, con las hormonas hasta el tope.
—Oye, a todo esto, aún no me has dicho su nombre —gritó retomando la carrera, antes de perder de vista a su compañero o de que este lo pescara imaginando lo que no debía.
Se encontraban ya a escasos metros de su destino, un delicado aroma a rosas inundaba el ambiente.
—Es cierto, no sé por qué lo pasé por alto. Ella tiene un nombre muy hermoso ¿sabes? Es... ¡Escondete! —ordenó de pronto tomando al Pegaso de los hombros y ocultándose detrás de unos matorrales.
—¿Qué te ocurre? —Philiph trataba de levantarse pero su compañero lo tenía prácticamente con la cara en el piso.
—¿No escuchas eso? —susurró liberando al Pegaso y observando con atención.
—¿Escuchar...?
—¡Silencio Philiph!
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