Una humana en Prythian
La humana era un hueso duro de roer, o la magia del Muro estaba más débil de lo que Tamlin quería pensar. Pero él no iba a admitir nada de ello, sería su secreto más preciado para mantener su precario orgullo. Ni bien vio que la muchacha caía rendida, la atrapó en una corriente de aire, lanzando lejos tanto el arco como las flechas con un movimiento de su pata. «Está hasta los huesos esta hembra, no puede tener tanta resistencia ni pesar tanto», bufó mientras le palpaba las botas, encontrándose con dagas, luego un par más entre las prendas y no quiso indagar en la ropa interior por simple decoro.
En cuanto terminó de quitarle las armas, la acomodó sobre su lomo y cruzó el Muro con una sensación de alivio recorriendo su ser al volver a Prythian. La contempló de reojo, dejándose llevar un momento por el cabello castaño que no tenía brillo, los pómulos resaltados contra la piel y las cicatrices que parecían hilos plateados. Si bien estaba con los ojos cerrados en ese momento, tenía un lindo marrón canela.
Recorrer los bosques australes no era difícil, tampoco el cargar a la muchacha por unos metros más hasta que la magia del Muro se desvaneció por completo y ella recuperó la conciencia momentáneamente. Hubo un momento de silencio antes de que la humana empezara a removerse, pidiéndole con todo el descaro del mundo que la bajara. Un movimiento de su cabeza hizo que las enredaderas de sus astas la mantuvieran sobre su lomo.
—Dudo que puedas caminar bien —dijo Tamlin, viendo cómo las piernas de ella apenas hacían algo de presión sobre sus flancos. Sin embargo, la humana mantuvo su orgullo. Hasta que la magia, que debía seguir haciendo efecto sobre ella, hizo que volviera a desmayarse y a poco estuvo de permitir que cayera por su costado con el rostro en tierra.
Soltó un suspiro resignado y continuó caminando al mismo ritmo, viendo a los alrededores con especial atención a las sombras. Así hizo todo el camino de regreso a su Mansión, evitando algunas de las pequeñas aldeas, pero de igual modo varios se asomaron a ver qué ocurría. Recorrió la distancia que lo separaba de su morada sin muchos contratiempos y pronto divisó al enorme edificio a la distancia. Aceleró un poco el paso, queriendo echarse sobre su cama cuanto antes y luego ver qué hacía con la humana.
Grande fue su sorpresa al encontrarse con Faye en la entrada, con su cabello de un color dorado oscuro cayendo por uno de sus hombros en una simple coleta. Llevaba su usual vestido rojizo de un intrincado diseño que alguna vez le había regalado su padre para cuando cumplió la mayoría de edad. Junto a ella, estaba Lucien, quien se dio vuelta de inmediato en su dirección, acabando con cualquier conversación que hubieran estado teniendo. Su ojo metálico recorrió de pies a cabeza a la humana sobre su hombro, incluso estiró una mano antes de retirarla de inmediato.
—¿Sigue viva?
—Decidió ocupar el lugar de Andras —respondió, encogiéndose de hombros.
—Repítelo más seguido y te creeré que es por Andras —sonrió Faye, mirando a la humana de manera indescifrable. Tamlin contuvo un escalofrío, recordándose que Faye no debía de saber de la maldición que él cargaba, que era tan joven como él y apenas había salido a la sociedad—. Pobre, es un saco de huesos andante. ¿A qué habitación la llevamos?
Tamlin lo pensó un momento antes de decidir por la única que le parecía apropiada. Ni Lucien ni Faye hicieron un comentario al respecto.
Feyre echó a los dos machos del cuarto ni bien dejaron a la humana recostada sobre el colchón. Puso una excusa sobre el tema de que a las féminas les incomoda mucho tener a hombres extraños cuando están desorientadas o alguna cosa por el estilo. Ninguno de los dos puso peros al respecto. La idea de quedarse sentada, viendo a la humana, no era, ni de lejos, su actividad preferida, pero necesitaba saber cómo era su carácter. Especialmente si luego debía depositar parte de sus esperanzas en ella.
Quizás Tamlin la había traído porque veía el odio hacia los fae, pero sospechaba que dicho sentimiento era algo muy normal (en ambos sentidos) como para ser tomado a la ligera. Hasta donde sabía, no era la primera humana que traían a Prythian, pero ella no iba a llevar la cuenta de algo que no le servía si los resultados seguían siendo desastrosos al final. Aguardó por horas, casi quedándose dormida en su silla hasta que la muchacha se despertó, sentándose de golpe. Afuera empezaba a ser la hora del atardecer.
—Bienvenida a Prythian, muchacha —sonrió, estudiándola con la mirada y tratando de tener el gesto más amable que pudiera esbozar. Sin los abrigos con los que había llegado, la humana parecía tan menuda que una agradable brisa podría partirla en pedazos—. Descuida, estás en la Corte Primavera.
—¿Quién eres tú, fae?
—Dime Faye, así me conocen la mayoría —respondió, decidiendo ignorar el tono con el que hablaba. La desconfianza seguía presente en sus ojos, así como un odio latente—. Te ves hambrienta, ¿quieres que te traiga algo de comer?
—No.
Arqueó una ceja, pero terminó por encogerse de hombros.
—Le diré a Alis que te prepare un baño y ropa —dijo, poniéndose de pie. Esperó una réplica, pero la muchacha no emitió ningún sonido y eso bastó para que Feyre se marchara de la habitación, más tarde terminaría de hacer su evaluación. Llamó a la urisk, quien aceptó con un gesto molesto la tarea. La vio entrar al cuarto de la humana y se sumergió en la sombra de una maceta de rosas.
—No tienes que ocuparte de mí —bufó Norrine. La primera fae se había mostrado con una sonrisa que la había dejado completamente descolocada. Era preciosa, con una belleza que estaba muy por encima de la que había visto en otras chicas de su pueblo, y se preguntó cómo se vería el rostro completo sin la máscara blanca. La que estaba frente a ella, si bien tenía cierto encanto en su aspecto, era más rellenita, con una máscara amarilla que parecía querer asemejarse a un búho y vides, y no tenía esa belleza arrebatadora de la primera.
—La señora Faye me ha pedido que lo haga —replicó la de la máscara de búho, caminando hacia un armario, del que sacó un par de prendas de colores azul y marrón. A primera vista, le parecieron tan preciosos como problemáticos. Si tenía que salir corriendo, probablemente se le enredarían los pies en los doblados, quizás no podría levantar los brazos lo suficiente para escalar el Muro o algo por el estilo. La fae, ignorante de sus pensamientos, se giró hacia ella con los ojos todavía estudiando sus movimientos—. Iré a prepararle un baño. ¿Agua fría o caliente?
—Fría.
Sin decir nada más, la mujer empezó a preparar una tina que parecía haber sido tallada desde el mismo suelo, adornada con una delicadeza que volvía imposible saber el material original de la que estaba hecha. Con un gesto de muñeca de la fae, el agua empezó a subir de nivel hasta llenarla. Una mirada molesta por parte de la mujer bastó para que Norrine sacara los pies de la cama y caminara hasta la tina, quitándose lo que sea que le quedaba de la ropa (que no era suya) encima.
—¡La grandísima...! —se mordió la lengua al sentir que el agua estaba tan fría como un río durante el invierno. ¿No se suponía que estaban en primavera? Con todo el orgullo que podía reunir, se metió al agua, apretando los dientes para que no castañearan y obligando a sus músculos a no temblar. Era una tarea casi imposible, especialmente al sentir que todo su cuerpo se rebelaba ante su orden mental. Si la fae estaba o no disfrutando de su sufrimiento, no lo sabía. Tomó el jabón que le dejó cerca y se limpió rápido, segura de quitarse toda la mugre que podía. Ni bien murmuró que ya estaba, le extendieron una toalla y ahí ya no pudo contener el castañeo de sus mandíbulas al abandonar el agua, el temblor de su cuerpo, ni la brusquedad con la que tomó la tela, secándose como si estuviera a punto de morir.
—¿Qué desea usar?
—¿Perdón?
La fae hizo una mueca y repitió la pregunta, añadiendo que el Señor deseaba verla. Y, por cómo lo decía, no sonaba a que tuviera opción más que ir. Mientras se secaba, la fae se fue hasta la cama, sosteniendo las piezas de ropa en el aire, haciendo que soltara la toalla mientras le colocaba la prenda básica blanca por la cabeza. Señaló un vestido azul sin mucho interés e inmediatamente la fae empezó a colocarlo por su cabeza. La tela se sentía suave y cálida, haciendo que olvidara de inmediato el frío que la había calado hasta los huesos meros segundos atrás. La falda azul se ajustó a la altura de su cadera, el corsé marrón se lo ciñeron casi quitándole el aire de los pulmones al darle un ligero tirón.
—Demasiado flaca —murmuró la fae mientras le terminaba de ajustar la parte superior del vestido. Un quejido salió de sus labios ante un nuevo ajuste en su torso, enderezando su espalda por completo e impidiendo que pudiera tomar una bocanada sin que eso le doliera ligeramente.
—No todos tenemos comida de sobra —devolvió por lo bajo, sin aliento y con todo el veneno que podía poner en sus palabras. La fae la miró con una expresión indescifrable antes de pedirle que la siguiera.
El pasillo que había del otro lado era de ensueño: pisos blancos y negros tan pulidos que Norrine podía verse a sí misma sin dificultad, las paredes tenían un intrincado grabado que simulaban a un montón de ramas que se movían con una suave brisa. No pudo ver bien en ese momento, pero tuvo la impresión de que había flores que se abrían y cerraban al mismo tiempo que las ramas se movían. Macetas y jarrones decoraban algunas esquinas, todas con algún helecho enorme que caía como si fueran cabellos. En varios sitios, especialmente en el centro de las puertas y en las bases de las antorchas, distinguió un escudo que encerraba dos astas de ciervo que encerraban a una flor de varios pétalos.
«¿Esto es de la nobleza?» Tragó saliva ante aquella situación. Se preguntó si la bestia era el famoso Rey de los Fae que aparecía en las historias, aunque se lo había imaginado con una figura más semejante a la humana. «Las reglas de ellos no son las nuestras, ¿no?» O eso decían los Hijos de los Bendecidos.
Al final de un pasillo, entraron a un cuarto de doble puerta, también con el mismo escudo en ella, donde una enorme mesa, con tres platos de comida y varias fuentes, las esperaba. Su estómago rugió ante la vista de alimentos que inmediatamente consideró dignos de la realeza. El olor de verduras, especias y lo que sea que hubiera en las fuentes, nubló sus sentidos por un momento.
—Puedes retirarte, Alis —dijo la voz que le costó un instante reconocer, pero bien que podría reconocerla incluso estando muerta. Y eso bastó para que cualquier rastro de apetito la abandonara. «Una vez que pruebes la comida de los Fae, quedarás eternamente atrapada en su mundo», solían murmurar las viejas del mercado por lo bajo. No lo había creído en su momento, pero en ese instante, estaba poco tentada de comprobar si era o no cierto. Tragó saliva, obligándose a volver a la realidad: había matado a un fae, estaba en territorio hostil y esperaba que no hubiera pasado demasiado tiempo, porque claramente había transcurrido al menos todo el invierno desde que se desmayó en el bosque y despertó allí—. Puedes sentarte, las sillas no van a retenerte si te sientas —ordenó la fiera al entrar a la sala con pasos pesados.
Norrine entrecerró los ojos, viendo cómo el ser que la había traído se sentaba en la cabecera de la mesa con cierta dificultad, dándole un ligero escalofrío al confirmar uno de sus temores. Aún así, le daba vueltas a las palabras; se suponía que los fae no podían mentir, pero eso no quería decir que no retorcieran las palabras a su antojo.
—Parece que ésta es igual a todas las anteriores —comentó otra voz, mucho más sedosa, pero con un tono tan frío que echaba por tierra cualquier buen calificativo. El dueño era un hombre de gran estatura, cabello colorado como el fuego y con una máscara zorruna que le cubría gran parte del rostro, aunque aún podía apreciarse una cicatriz que bajaba hasta la mandíbula, como si la piel hubiera sido cosida luego de que una inmensa garra la hubiera destrozado. Un ojo completamente dorado ocupaba el lado lastimado; incluso con tal herida, tenía el aspecto que haría suspirar a varias de las mujeres de su edad, incluso más viejas. Tardó más tiempo del que podría considerarse prudente en caer en la cuenta de lo que había dicho el hombre.
—¿Anteriores?
—No lo tomes personal —respondió el sujeto, sentándose junto al monstruo. Recién en ese momento, Norrine notó las orejas puntiagudas que sobresalían entre las hebras de cabello, justo donde la máscara no lo cubría.
—Lucien —gruñó la fiera, haciendo que el fae cerrara la boca como si le hubieran dado un golpe en la mandíbula. Luego volvió a tener los ojos verdes sobre ella—. Siéntate.
Norrine pasó la mirada de uno al otro, como si con eso pudiera descifrar lo que pasaba por sus cabezas, antes de ir hacia la silla con el tercer plato y sentarse. En cuanto terminó de acomodarse, las bandejas que habían estado tapadas dejaron a la vista su contenido. Una vez más, el olor de todo aquello hizo que su estómago gruñera y su boca se hiciera agua, más aún al notar el aspecto casi perfecto de los platos y bandejas llenos hasta arriba.
—Come, no te hará nada.
—La comida de las hadas te ata a su mundo y nunca serás capaz de regresar —recitó, mirando al plato y luego al monstruo, el cual soltó un bufido. El de la máscara de zorro (¿Lucien era su nombre?), soltó una risa que disimuló con la copa que llevó a sus labios.
—Sí, te ata en tanto dejes que así sea.
Norrine quedó confundida por un momento ante las palabras del fae pelirrojo. Observó por un buen rato a ambos antes de tomar una manzana, lo único que parecía conocido en medio de aquella locura. La contempló en silencio, con la mente dando vueltas, sin saber si acercarla o no, y si lo hacía, ¿estaría atándose a aquella tierra? ¿Quería regresar a su hogar? Definitivamente, no. Su madre y hermana podían morir de hambre, y realmente no tenía mucho en común con su padre, pero tampoco tenía un interés en quedarse en una tierra donde sería el último eslabón de la cadena, donde ella era la presa de cazadores.
Cerró los ojos y dio un mordisco.
Un jarrón estalló justo cuando la puerta se cerró detrás del desfigurado esbirro. Quería gritar y hacer que la tierra entera temblara, que el aire chisporroteara y todo saliera volando por los aires. Habría deseado poder dar a conocer su humor a todo Prythian y más allá del Muro, del mar y del Continente.
Pero una Reina Mayor tenía una imagen que mantener, ¿verdad?
¡Que se fueran todos al inframundo! Estaba a punto de tener a los Siete Señores, a punto de tener todo listo para que la corona reposara con tranquilidad sobre su cabeza y empezar un nuevo calendario. Pero no, el estúpido, ingrato e incorregible de Tamlin había hecho un nuevo intento. «Lo hiciste antes, puedes volver a hacerlo», decía una parte de sí. Miró a su estante, donde cinco estatuillas la contemplaban con ojos vacíos, muertos, y las bocas cosidas con sus propios cabellos. Respiró hondo, podía volver a hacerlo, debía volver a hacerlo. Ninguna mortal había durado más de una estación, ¿por qué con ésta sería distinto?
«Recuerda lo que le hizo Julian a Clythia.» Todos eran iguales, traicioneros, miserables insectos a los que debía exterminar.
—¡Rhysand! —gritó y pronto la puerta del costado, la que daba a sus aposentos, se abrió. Tenía la siempre estoica expresión en su rostro, esa que la enloquecía de miles de maneras diferentes. No era para menos, siendo uno de los Señores más jóvenes y al cual el tiempo parecía estar tratando mejor que a muchos otros. Una pena que su cuerpo no pudiera adaptarse al de él por completo—. Vigila a Tamlin, parece que tiene algo entre manos..., bueno, patas.
Una risa baja, entre dientes, salió de los labios del macho.
—¿Cuánto tiempo necesita que vigile, Reina?
Amarantha lo pensó un momento. La idea de no tenerlo por un par de noches no era nueva, pero eso no hacía que fuera menos molesta. «Todo por un bien mayor», se repitió mientras observaba de reojo las alas membranosas.
—Vuelve cuando hayas determinado que no hay peligro —sentenció y Rhysand asintió con la cabeza, haciendo una leve reverencia antes de desaparecer como un montón de cenizas tan negras como la noche. Sólo sus ojos, de un violeta intenso, permanecieron visibles por un instante más antes de desvanecerse con el resto.
—Oh, vaya, ¡cuánta tensión! Casi se la puede cortar con un cuchillo —dijo Faye al entrar. Tamlin soltó un suspiro de alivio en sus adentros—. Anda, linda, come tranquila, nada puede atarte si no quieres —dijo, repitiendo sus palabras, sentándose y tomando un racimo de uvas que inmediatamente empezó a comer.
Echó una mirada a la humana, quién parecía estar a punto de perder los estribos.
—Discúlpame por no tener idea si mi cabeza corre peligro o no.
Faye se detuvo abruptamente, con la uva a medio camino entre su boca y el plato. En ese momento, Tamlin lamentaba no poder ver las expresiones completas de ella. No era como si hubiera podido verla antes, dado que había llegado casi al mismo tiempo que la Mascarada, donde las cosas realmente se habían salido de control. Una sonrisa amable se dibujó en los labios de la elfa.
—Linda, para ser una humana que vive al borde de la inanición, tienes un sentido del peligro bastante desequilibrado —sonrió, terminando por devorar la uva. La humana no dijo nada más y dejó el carozo de la manzana, el cual apenas tenía algo más que las semillas y el cabo, en el plato—. Prythian no toma aquello que no le pertenece, al menos en general, pero tu caso quizás sea más delicado.
—Faye —masculló Tamlin y ella le dedicó un gesto de disculpa. El corazón latía con fuerza y sus uñas estaban a punto de arañar la preciada mesa de roble, y no ayudaba el que apenas pudiera comer sin notar las miradas de reojo de la humana en su dirección—. Las reglas son claras...
—Norrine —masculló la humana, haciendo que algo se encendiera dentro del pecho de Tamlin.
—Norrine —repitió él, haciendo un intento para no disfrutar en exceso cómo sonaba el nombre—, has matado a un fae, por lo que Prythian bien puede devolverte el favor o reclamarte como parte del equilibrio.
Ella soltó un bufido, probablemente considerándolo una ridiculez absoluta. ¿Cómo culparla? Los mortales probablemente poco entendían de su propio lugar en el mundo, cómo la Madre los había puesto para que todo fuera balanceado. La longevidad de los fae se compensaba con la corta existencia de los mortales.
Faye dio una palmada, sonriendo ampliamente.
—¿Ya ves? Puedes comer como quieras, y llenar un poco tu piel —añadió la rubia elfa. Tamlin se quedó observando a la joven mortal por un momento su aspecto, preguntándose cómo sería cuando las cosas cambiasen, si es que alguna vez cambiaban. Cerró los ojos ante el recuerdo de las otras que habían pasado por ese mismo salón. Podía sentir como el tiempo, aquel que pasaba mucho más lento para ellos, empezaba a acabarse, cómo su propio cuerpo ya no se sentía capaz de hacer movimientos que antes eran sencillos. «¿Será ella y otra más?», pensó, sintiendo que su garganta se anudaba ante la simple idea de tener que volver a ir, volver a pasar por lo mismo.
¿Podría ser Norrine la última?
—Bien, entonces, ¿puedo salir de esta casa?
Tamlin miró a los otros dos, quienes parecieron estar pensando parecido a él.
—Puedes, pero no creo que sea sensato —dijo Lucien, sirviéndose un poco de sopa de garbanzos.
—¿Por qué no?
—Linda, ¿no crees que los fae tienen algo con los humanos? ¿No saben sobre lo que pasó antes de la Guerra Negra? Es algo importante para ambos lados —señaló Faye con una voz suave. Un ligero rubor cubrió el rostro de Norrine—. Si son libres y tienen a sus Reinas es porque algunos de nosotros decidieron que no valía la pena tenerlos como esclavos, pero ustedes tampoco hicieron mucho para demostrar el agradecimiento.
Por un momento, Tamlin creyó ver algo helado en aquellos ojos claros, una expresión que nada tenía que ver con la Faye que conocía.
—Hablas como si lo hubieras sufrido de primera mano.
Y así de rápido desapareció, dejando en su lugar una sonrisa afable, cansada incluso.
—No, por suerte no es mi caso, pero sí escuché suficientes como para saber algo —dijo, encogiéndose de hombros. Tamlin la miró en silencio, pasando la mirada de una hembra a otra—. Como sea, ¿me acompañarías a dar un paseo por los jardines?
—Preferiría estar sola hoy —masculló Norrine, tomando un poco de carne de conejo. Faye asintió, dando un trago a su copa de vino.
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