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Una caída en desgracia

La tierra verde se había convertido en un barrial de sangre. El sol brillaba con todas sus fuerzas sobre los cuerpos que ya no estaban enteros, sobre las ánimas que cantaban una canción fría, anunciando el paso de una mujer tan grande como las montañas, helada como el invierno más crudo. Sus pasos no dejaban huellas, aunque era fácil saber por dónde había pasado su pesada capa de pieles, en dónde se habían posado aquellos ojos que se mantenían ocultos tras una máscara lisa, sin nada más que ramas saliendo en todas las direcciones.

Por detrás del gigante avanzaban criaturas de todos los tamaños y formas, desde bellos ciervos de pelaje blanco, hasta perros negros hechos de sombras. Delante de ella, cantaban unas mujeres de cuerpos esbeltos y cabellos de todos los colores, cautivando a todo aquel que las viera; junto a ellas marchaban otras, de pelos enredados y rostros flacos.

—Ay de la menor, ay, que la Madre ha clamado por sus hijos. —Se podía escuchar que cantaban, tanto voces melodiosas como rasposas, en una extraña cacofonía. Iban danzando sobre pies ligeros, como si saltaran de roca en roca—. Ay de los niños que han sido vistos por el Lobo y la Mensajera.

Todo eso podía escuchar la figura que contemplaba con lágrimas secas al cuerpo que tenía en brazos. Sus alas verdes y blancas yacían caídas a los costados, nada más que el casco permanecía sobre su cabeza, manteniendo los cabellos lejos de su rostro. Acariciaba los rasgos de la mujer que miraba al cielo en un silencio absoluto, sin decir ni siquiera una palabra, sin mover su pecho.

No veía a las mujeres que danzaban frente a ella, tampoco veía a la figura que le devolvía la caricia con una mano blanca antes de marcharse tras la pesada capa de pieles, tras el montón de animales que se devoraban a quienes tenían una marca helada en su pecho. Y cuando la procesión se marchó, cuando los ciervos y los lobos se habían llenado sus estómagos, dejó que un grito desgarrador saliera de su garganta. Su espada hacía rato que había dejado de ser una sola pieza, tan rota como su dueña y forjadora.

Nadie que hubiera escuchado el grito no habría entendido lo que había pasado. Ni siquiera los humanos, seres incapaces de comprender los secretos que había entre los Hijos de la Madre, no podían sino bajar la cabeza y tratar de respirar hondo. Los perros se unieron con un aullido, las aves alzaron vuelo, todos en Prythian escucharon la tragedia. Las Valquirias, las que habían entregado sus espadas y arcos a los humanos, las que habían dado la espalda a la Corona, habían caído.

Crole Gaoth, la única que no se había unido a la eterna danza de la Mensajera, lloraba sin consuelo. Su mano se cerró alrededor de lo que alguna vez había sido una espada de doble filo, con runas que cubrían la hoja desde el mango hasta la punta quebrada. La observó, soltando una risa amarga al leer lo que quedaba escrito.

La Furia Divina.

Apretó los dedos, seguramente dejándolos blanco por debajo de los guantes que llevaba. En su mano izquierda brillaba con una marca plateada que recordaba a una libélula, una perfecta cicatriz. Echó una última mirada al cuerpo, bello y frío que había protegido su vida hasta el final, casi como si pudiera sentir todavía los labios pintados de sangre que se apoyaban contra los suyos, dándole el último aliento que le quedaba.

Cerró los ojos, murmurando una plegaria hacia la Madre, deseando que Lydia la esperase del otro lado de las Puertas. La había querido ver en una cabaña en medio de las praderas de la Corte del Día, sonriendo mientras caminaban por las calles llenas de arena y pasaban bajo los pocos árboles que soportaban el sol. Y ahora contemplaba a Lydia, con sus alas de libélula quebradas, y veía a ese sueño desvanecerse como arena arrastrada por el viento.

El dolor de su espalda, donde muñones verdes y rojos todavía sangraban, era un recordatorio mudo. Otro malestar en medio de la tormenta que tenía en su cabeza. El cielo crepuscular, el que su amada Lydia había adorado ver, le siguió los pasos mientras iba hacia el Palacio Mayor, el corazón de Prythian. Avanzaba lento, con los ojos fijos en la montaña que se alzaba orgullosa a unos cuantos metros de donde estaba, donde la guerra no había llegado.

Nada la detuvo. Cortó cuellos de soldados con la misma frialdad con la que caminaba la Mensajera, la patrona del Eterno Invierno. Su patrona en cuanto alcanzara su final. Degolló a soldados y sirvientes. Todos eran culpables, por querer mantener una corona que se alimentaba de la sangre inocente, por mantener un sistema que dejaba a Prythian como una isla con sangre corriendo como ríos.

Todos morirían. Todos sentirían la furia que corría por sus venas, fría como el hielo, del color de la plata. Les quitaría lo mismo que le habían quitado a ella. No importaba nada más que la sangre, la retribución.

La Reina Caryta pagaría por haber querido mantener su puesto. Por mantener a los simples mortales bajo su poder, por empujarlos a ese punto. Por matar a Lydia. Crole se aseguraría de que escucharía el gemido de los caídos, que le daría una prueba de lo que había por fuera de aquellos túneles que llevaban a donde uno quería estar. No había magia antigua que la parara, ella se aseguraría de vengar a su libélula, a Lydia.

Era lo que ella hubiera querido.

Por eso entró en el salón lleno de estandartes y tronos, con un puñado de soldados de todas las Cortes que la esperaban con sus armas en ristre. Detrás de todos ellos, vestida como el arcoíris, con una corona llena de perlas, amatistas, labrada en oro y cobre. Seguramente tendría flores, copos de nieve, hojas y olas, pero a Crole le importaba tanto como el clima en ese momento. Se movió entre los soldados con la agilidad de un colibrí, dejándolos en charcos de sangre, enredados entre ellos o simplemente inconscientes.

Solo importaba la Reina. Aquella que estaba cubriendo su estómago con las manos, mirándola con ojos abiertos de par en par.

Una sonrisa feroz se hizo presente en los labios de Crole.

—Valquiria... —murmuró la monarca antes de que su cuello tuviera un nuevo collar escarlata. Los iris de todos los colores se apagaron gradualmente, las manchas rojas resaltando cada vez más contra la piel antes dorada.

Unas manos la agarraron por detrás, apartándola de golpe del trono, y Crole lo dejó. Su cuerpo entero estaba quieto, respirando agitadamente mientras miraba cómo los colores abandonaban a la moribunda Reina, cómo el castillo perdía brillo, dejando que la niebla de los parajes más recónditos de aquellas tierras empezara a serpentear sobre los suelos.

En el silencio de la noche, con las estrellas como únicos testigos de su presencia, las décadas parecieron conglomerarse. A lo lejos sentía el tenue palpitar etéreo del Muro. Todavía sentía las cadenas sobre sus muñecas y cuello, y las manos pegajosas, pese a que no había ni una sola mancha roja en ellas. Alzó la mirada al cielo de la Corte de la Noche, trazando las constelaciones que sabía como las voces de los muertos que esperaba encontrar.

Cerró los ojos, dejando que la fresca brisa le agitara los cabellos en lo que el cielo continuaba avanzando, haciendo que la magia de aquella noche, empezara a hacerse notar. Recuerdos de sus primeros años en las Valquirias aparecieron en su mente. De aquella tarde en la que conoció a Lydia, con su risa de campanillas y corazón de oro, tan brillante como el eterno sol bajo el que había nacido.

Una lágrima cayó por su mejilla, congelando su piel con su paso, justo al mismo tiempo que escuchó el primer susurro de las estrellas fugaces. Abrió los ojos, encontrándose con la Cacería Salvaje, recorriendo el cielo con la libertad que había visto solo en las Valquirias. Vio a los pegasos, a los soldados de todas las Cortes recorriendo el cielo nocturno con orgullo, con desespero, con un grito salvaje que solo los muertos conocían.

Por un momento se preguntó si Lydia la habría visto, si habría mirado hacia el suelo, y la hubiera encontrado con la misma facilidad que Crole lo había hecho durante sus años de entrenamiento. El recuerdo de sus propias alas, las de un colibrí, hizo que Crole tocara su hombro distraídamente, como si pudiera sentir los músculos y las plumas en lugar de las cicatrices. Lo que hubiera dado por extenderlas y arriesgarse a volar cerca de la Cacería, aunque allí no estaría Lydia, lo sabía, pese a que la idea de verla le daba un poco de esperanza a su marchito corazón. No, su libélula ya estaría del otro lado de las Puertas, ya estaría en el banquete de la Madre, esperando a por ella.

Solo que a Crole sí que le esperaba la Cacería. Noches eternas de frío, de hambre, de una sed de venganza insaciable. Los siglos se apoyaban sobre sus hombros, pero aún así, la mirada de hielo de la Dama Plateada, la Mensajera, la Muerte, le encogía las tripas.

Volvió ver a Prythian, sumido en una nube negra, con unos negros que lloraban sangre. Sintió la mano helada de la Mensajera sobre su ser, sobre las tierras de los fae. Escuchó su risa y una maldición.

Prythian verá una larga noche, de la oscuridad nacerá una estrella guía, del olvido vendrá quien a los dos reinos comanda, dejando que el día vuelva a gobernar el pequeño jardín.

Las palabras se repetían todas las noches, siempre mostrando una máscara de plata, una corona hecha de madera y una rosa negra. Siempre empezaba el sueño con el prado donde habían caído sus hermanas en armas, pero no reconocía ningún cuerpo, había más sangre de lo que hubiera creído posible incluso. Escuchaba relinchos a lo lejos, así como un murmullo entre las sombras, ojos brillantes que la observaban desde los árboles.

Y despertaba con la sensación de que las Puertas la observaban, cerradas, con los guardianes manteniendo sus lanzas en el suelo. Impidiendo el paso.

—¿Qué hago, Lydia? —preguntó a la noche, observando a los astros durante la Caída de las Estrellas, esperando obtener alguna respuesta en el silencio.

Dejó caer su bolso con pesadez. El corazón se le estrujó al ver lo que había sido de la Base. La estatua de Brinhildr la Valiente observaba con ojos duros sus pasos, haciendo que Crole sintiera que su propia piel picaba. Su lanza de piedra apuntaba acusadoramente al corazón de la trotamundos, con dos espadas saliendo de su espalda de tal manera que parecía tener alas. Le ardían las orejas de estar allí, pero era por el bien de Prythian, debía ir y ayudar a la tierra que había condenado sin saber, de alguna forma.

Junto a Brinhildir, sosteniendo orgullosamente los pilares principales, estaban Eir Mano Suave, Gunnur Ojos Rojos y Göndu la Mística. Eir y Gunnur estaban con sus fieles pegados listos para salir volando, las armas aseguradas al cinturón, la primera con su carcaj lleno de flechas que jamás fallaban y la segunda con su lanza que podía partir montañas. Göndu tenía sus manos formando un sello que Crole conocía bien, el Juramento de las Valquirias.

Caminó entre las estatuas, encogiéndose por dentro al avanzar en el silencio de aquel sitio que solía estar lleno de actividad.

—Caer en batalla es un honor, pero sobrevivir a una es un honor aún mayor —solía decirle su General en los entrenamientos.

Valor, lealtad, perseverancia y justicia. Brinhildr, Eir, Gunnur y Göndu.

Alzó su mano, concentrándose en la magia en la punta de sus dedos, echando un poco de luz sobre aquellos pasillos que habían visto a las mejores guerreras de Prythian, respetadas incluso por los temibles Illyrianos. Caminó hasta llegar a la oficina de la General, abriendo la puerta, encontrándose con los mapas, pergaminos, libros, incluso las notas de la anterior ocupante de aquel puesto.

Crole respiró hondo, buscando el valor para terminar de entrar. En su cabeza repetía una y otra vez las palabras de su sueño. Noche, estrella, olvido, comando, día, jardín. Pasó los dedos por el cuaderno que estaba sobre la mesa, deteniéndose por completo al ver un dibujo hecho en la página donde estaba abierto. Una máscara bajo una corona que tenía una rosa como escudo familiar.

Cerró los ojos por un momento, respirando hondo, inhalando el olor a encierro, antes de abrir los ojos de nuevo.

Coincidencia o no, Prythian necesitaría de las Valquirias una vez más.


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