Termina con la Vida
En cuanto estuvo mínimamente seguro de que el cuerpo no iba a moverse ni un poco más, saltó sobre el otro que ya estaba a punto de abrir en canal a Feyre. No tenía idea de dónde estaba sacando fuerzas, no sabía cómo, más allá del pánico que lo consumía como el hambre parecía hacerlo con estos seres. Dejó que su mente entrara al torbellino insoportable, dañando el eslabón que parecía mantenerlas juntas y cortando la pequeña barrera que toda mente tenía para que la magia no pasara en exceso al cuerpo.
Destrozó con garras y dientes, despedazó hasta que sus mandíbulas dolieron y sus piernas apenas pudieron sostenerlo antes de caer en la orilla. Por lo menos, Feyre estaba bien.
Gwyneth aterrizó a pocos pasos del Caldero y no perdió ni un segundo en empezar a recitar las palabras que había visto alguna vez en el Libro de los Alientos, en aquella traducción que había cedido.
—Aún no, Sacerdotisa —dijo una voz a su lado. Reconoció a la hembra que le hablaba, aquella que tenía unos ojos de un plateado más inquietante que el de los huesos de Nesta, de pelo corto y ojos finos que mantenían cierta distancia con el mundo que la rodeaba—. Permítame.
Ni siquiera tuvo tiempo para decir algo, cuando la Segunda al Mando de la Corte de la Noche saltó dentro del Caldero, recitando palabras que poco y nada le sonaban a Gwyneth. Los cabellos desaparecieron y pronto unas manos gigantescas, terminadas en garras ribeteadas de plata, salieron de su interior, arrastrando a una criatura que extendió unas alas tan grandes que bien podrían tapar el sol mismo. Hubo un sonido grave, como el de una campana, antes de que las manos se movieran a una velocidad increíble, dejando apenas una brisa que pareció cortar varios hilos a la vez.
El clamor de la guerra seguía de fondo mientras el ser parecía retirarse hacia las profundidades del Caldero, como si el mantenerse afuera costase demasiado trabajo. En cuanto la extraña corona con cuatro puntas que adornaba la cabeza sin rasgos de la criatura se perdió bajo el agua, los rezos de las dos sacerdotisas a sus costados empezaron a sonar. Gwyneth miraba al Caldero, como si en cualquier momento volvería a aparecer aquella criatura o saldría la Segunda al Mando.
Sus labios seguían el cántico de las otras dos mientras unos gritos de terror empezaban a resonar por doquier. Su mente volvió a Sangravah, cuando el olor de la sangre se mezclaba con el de la orina y el de carne chamuscada. Cuando el dolor de su cuerpo la había dejado en tal estado que apenas podía hacer algo más que ver los ojos envueltos en plata de su hermana, como si ambas pudieran sostenerse en aquel momento incluso cuando había una marca roja por encima de su túnica.
Sabía que la magia estaba danzando a través de ella, como una corriente de agua cuando iban con Cathrin a nadar a los ríos próximos. Podía escuchar su risa contagiosa, nada que ver con la que tenía ella, un poco menos potente, pero definitivamente no tenía ese carisma que Cathrin soltaba como si fuera luz misma.
Llantos sonaban a lo lejos mientras sus manos trazaban runas demasiado antiguas como para poder molestarse en traducirlas al idioma que ella hablaba. Su cuerpo funcionaba de la misma manera en que lo había hecho entonces. Sus ojos veían las manos callosas, pero la sensación era lejana, quizás una amabilidad de la Madre. Un consuelo antes de que todo se convirtiera en un borrón negro y rojo.
No sabía que las lágrimas estaban cayendo por sus mejillas sino hasta mucho después.
—Rhysand. ¡Rhysand!
Sus ojos se movían por doquier, sintiendo que el aire se le estaba escapando de los pulmones, su corazón bombeando cada vez más fuerte.
—Rhys, amor, por favor, por favor —susurró entre sollozos que debieron volver inteligibles a las palabras, pero no importaba. Se aferraba con las dos manos a aquella pequeña chispa que seguía latiendo en él, una que estaba dolorosamente al borde de desaparecer. Sus ojos no podían ver pese a que estaba viendo con perfecta claridad aquel hilo violeta que entraba en ella y el hilo de un azul platinado que iba hacia él. Podía verlo, sentirlo, de la misma forma en que había sentido sus labios al rozarlos.
Sus manos empezaron a trazar runas que conocía de memoria, ya incapaz de pensar en algo más que en "lo estoy perdiendo". Cincuenta años. Cincuenta putos años manteniéndolo vivo. Ya le había dicho que era una hembra de la que no iba a deshacerse tan fácil, le había prometido que no iba a pensar en un futuro donde no estuvieran los dos.
Resistencia.
La runa brillaba sobre la piel pálida de Rhysand, emitiendo esa mezcla de colores que solo podía pertenecerle a ella.
Fortaleza.
Sus dedos seguían trazando sin que sus ojos se apartaran de los párpados cerrados. Sabía que en cualquier momento se abrirían. Iban a abrirse, porque ella iba a asegurarse de que así fuera.
Unión.
Las marcas de su brazo ardían con cada movimiento de su dedo sobre el pecho de él. Sus entrañas se retorcían del esfuerzo. Su pulso no fallaba mientras volvía a trazar esas tres runas una y otra vez sobre el cuerpo.
—Amor, mi amor, por favor —estaba segura que dijo. Recordaba cuando había visto a Tamlin al final de Bajo la Montaña, el dolor que lo había partido a la mitad, el grito desgarrador que la había dejado quieta en el lugar. Rhysand no iba a ser Norrine. No iba a ser ella en Oorid.
Pocas cosas dicen que sorprenden a los más incrédulos cuando se habla de las Uniones Divinas. El concepto más romántico lo resume en la unión de dos alma que estaban destinadas a ser complementarias, a ser ese equilibrio que mantendría a la naturaleza en paz. Una simplificación que los verdaderos intelectuales consideraban un insulto a lo que podía hacer esa unión que iba más allá de lo que podría considerarse metafísico.
El complemento en cierto punto contrarresta, decían muchos filósofos y sacerdotisas versadas en la materia. Pero el verdadero milagro de la Unión, aquello que la Madre nos regaló luego de habernos creado, es lo que puede hacer si es apreciado como lo que es. Un tirano puede estar unido al alma más pura e inocente. Diríamos que en cierto modo se contrarrestan en ese ejemplo que a las románticas les gusta tanto utilizar como una fantasía para tener a una bestia dominada en la palma de su mano, pero el vínculo no hará eso. Un tirano y una inocente no cambiarán sus almas porque así lo dice el vínculo que los ata incluso estando a una gran distancia.
Imagina que tienes un espejo frente a otro, ejemplifican los escolásticos, el reflejo es infinito si lo haces, porque la luz va y viene sin nunca encontrar una salida. Siguen siendo dos espejos, parecidos hasta ser idénticos o tan distintos que uno no puede hacer más que pensar en que en efecto son opuestos complementarios. Siguen siendo dos espejos y eso es lo que hay que resaltar siempre que se habla de la materia. Rompe a uno y el otro seguirá entero, pero el reflejo se pierde y eso, cuando lo vemos en la realidad, puede ser como si el mundo se volviera un mundo tan fragmentado que el que sigue entero es capaz de romperse al no tener ese reflejo que había tenido cerca hasta entonces.
La cabeza del Rey de Hybern estaba a varios pasos de su cuerpo, mirando a un cielo despejado, con un sol que se empezaba a asomar por detrás de las nubes que habían estado tapándolo hasta entonces. Soldados se movían de un lado a otro, los pocos que quedaban del decapitado rey caían bajo las armas de las mismas que partían los cielos con sus alaridos de dolor.
Avanzaban y luego daban media vuelta, derramando lágrimas sobre los cuerpos que no había magia que pudiera traerlos de regreso, acunándolos como si estuvieran durmiendo, sobre todo aquellas que habían pasado un tiempo a su lado. Unas pocas compañeras se animaban a acercarse y murmurar que debían darles sepultura digna, haciendo que las lágrimas y los sollozos aumentaran. Algunas lograban quedarse de pie viendo las piras que se juntaban, parpadeando en el humo para poder ver, sujetando con fuerza las manos de quienes estaban ofreciendo algún consuelo.
Nesta podía ver todo aquello, sintiendo que su cuerpo estaba en esa horrenda fase donde trataba de regresar a un cuerpo pequeño, limitado, que apenas podía comprender qué se sentía estar envuelto por carne y con el sol cayendo sobre ella. Sus ojos estaban fijos en el cuerpo que habían matado con Elain, quien había salido corriendo a buscar a Lucien, sus ojos frenéticos ante la posibilidad de que estuviera mal.
Una parte de ella chillaba ante un dolor lejano, ajeno al propio. Podía diferenciar lo que solía ser la magia que iba dejando que su cuerpo fuera pequeño, el de una simple elfa de invierno que había nacido en Oorid; este era un dolor distinto. Había sentido algo parecido cuando arrastró a Feyre, cuando la tomó entre sus garras y enseñó los colmillos a su madrina, marcándola con sus ojos, como lo había hecho con ella al nacer. No, esto era mucho más antiguo y profundo que aquello, era como si le estuvieran apretando los pulmones y la garganta, dejando que pasara apenas el mínimo de aire.
Sus ojos estaban en el frente, pero se encontró en aquel sueño, donde una luz roja que rodeaba al cuerpo de aquel que estaba al otro lado del vínculo era atada por los hilos plateados.
Levantó la cabeza de golpe, girando de inmediato en dirección a donde estaban levantando al General de los Ejércitos de la Noche. Estaban lejos, era imposible de saber que se trataba de él, pero ella lo sabía de la misma manera en la que podía notar la muerte. Lo sabía como ese aliento helado que se apoderaba de ella y salía en volutas de vapor por sus labios, incluso si el aire estaba tan caliente que le hacía transpirar. Sus pies no se movieron, pese a que todo su cuerpo temblaba por ir corriendo hacia allí, avivar aquella llama que podría apagarse sin que se diera cuenta.
Juntó sus labios con él, abrazándolo con toda la fuerza que podía. Un último intento desesperado que seguiría como muchos otros que serían los últimos. Murmuraba una y otra vez su nombre, lo llamaba incluso cuando vio que unos cuantos soldados se acercaban a donde estaban ellos. Les gruñó, enseñando los dientes y abriendo las alas mientras ponía su cuerpo como una defensa de Rhysand.
No podía soltarlo. No debía.
Veía todo como de lejos, su cabeza siempre pendiente del débil subir y bajar del pecho de su Rhysand.
—Feyre, deja que lo ayuden —la voz de Nesta se abrió paso por su cabeza con una fuerza que le hizo sisear de dolor. La sostenía de los hombros, también con ese brillo frenético que debía tener en los ojos que eran tan parecidos a los suyos—. Deja que lo salven.
Sostenida por su hermana, dejó que los soldados de Rhysand lo tomaran, no con el cuidado que Feyre le hubiera gustado, y lo llevaron hacia el campamento. Los siguió como una sombra, demasiado ida como para poder pensar en algo más que en el fino hilo que los unía. Tenía que ponerse bien, tenía que seguir junto a ella.
Sueño. Tanto, tanto sueño. Le costaba respirar, y podía sentir como si fueran otros los pulmones que lo mantenían al borde de la conciencia, suficientemente capaz de percibir el calor que se mantenía en el pecho, justo en el centro de su ser. Notaba la presencia que lo envolvía como un manto, dándole calor para que el frío no se hiciera con aquella pequeña flama que amenazaba con apagarse entre sus dedos.
Algo entró por su boca, no sabía bien qué, pero pareció ayudar a que el fuego al menos no se convirtiera en brasas que en cualquier momento dejarían de tener aquellas manchas rojizas entre sus vetas. Quería soplarlas, cubrirlas con sus manos y darle un poco más de fuerza, pero temía que el mismo aire fuera a consumirlas. Había dejado de intentar soplarlas por ese temor, dejando que lo que sea que estuviera cubriéndolo fuera a darle la posibilidad de tomar parte de aquello, de usarlo para que el fuego volviera a arder.
Ver a su hermana con el rostro pálido fue un golpe en el estómago. Comprendía demasiado bien aquella sensación, la misma que le había invadido mientras buscaba entre los soldados a Lucien. Había sido como volver a respirar el ver que estaba vivo, y una alegría el ver que apenas tenía uno que otro rasguño.
Él también parecía haber recuperado la capacidad para comprender que ella estaba bien, que estaba a unos pasos de distancia. Pasos que desaparecieron en un parpadeo. Habían dejado de preocuparse por otra cosa que no fuera la cercanía del otro, completamente ajenos a los llantos desgarradores y a los gruñidos de aquellas que tenían que ver como otros movían a los que estaban al borde de ser parte de la pira funeraria que se había creado.
Nesta se mantenía en silencio, saliendo y entrando de las carpas, vigilando a las que se encontraban al borde de perder los nervios y empezarían a atacar a todo aquel que estuviera cerca, pero siempre parecía quedarse un momento más en la que estaban los dos miembros de la Corte de la Noche. Elain había entrado con los ojos color avellana del guardia, el cual recordaba vagamente de la última vez que había ido a la Corte de su hermana, clavados en ella, por lo que le había dedicado una rápida sonrisa amable antes de ir y tomar las manos de Feyre.
—No va a curarse más rápido porque lo estés vigilando como un halcón, Fey-fey —dijo, con la voz más suave que podía.
—No pienso moverme de aquí —respondió, sus ojos fijos en el macho que parecía estar dormitando en la camilla, lleno de vendajes y ungüentos que probablemente estaban ayudando con la parte física del daño. Abrazó a su hermana con cuidado, apoyando la cabeza contra su hombro, como si así pudiera darle alguna especie de consuelo. Lo único que la estaba manteniendo quieta era la visión de Rhysand, especialmente el movimiento de su pecho, apenas perceptible si no estabas atento.
El guardia y ella intercambiaron una mirada antes de que Gwyneth apareciera en la carpa. Podía ver el cansancio que estaba en todo su ser, en cómo iba arrastrando los pies a medida que avanzaba.
—¿Podrían darme un poco de espacio?
—¿Para qué? —preguntó Feyre, sus alas tensas y los ojos con una mirada al borde de la locura. Gwyneth, para su mérito, no desvió sus ojos, sino que incluso le devolvió el gesto.
—¿Me van a dejar espacio para trabajar o los tengo que correr por las malas?
Elain no necesitaba que le dijera dos veces las cosas, por lo que le dijo a Feyre que simplemente iban a ponerse a dos pasos de distancia mientras Gwyneth se quitaba los guantes y los dejaba caer al suelo. Vio que tomaba un momento para respirar, balanceándose un momento sobre sus pies, como si fuera a quedarse dormida en ese momento, y luego las runas que todas las Sacerdotisas tenían en su cuerpo empezaron a emitir un brillo tenue. Le pareció escuchar un ligero tarareo mientras pasaba los dedos casi por encima de la piel de Rhysand, moviéndolos de tal forma que Elain pensó que estaba desenredando hilos de vez en cuando, como si el tapiz que había frente a ella necesitara un pequeño ajuste antes de volver a dejarlo como estaba.
—¡Todo esto es su culpa!
Nesta miró sobre su hombro, encontrándose con una hembra de rasgos demacrados, cabello rubio revuelto y los ojos inyectados en sangre. El cansancio que sentía en su cuerpo no tenía nombre, como si toda su energía estuviera dividida en dos. Soltó un suspiro, empezando a contar hasta donde podía para no dejar que el malhumor que estaba golpeando con puños cerrados a la puerta se apoderara de ella.
—¿Por qué sería el caso?
La hembra vestía con el uniforme de la División Terrestre, todavía con la armadura que cubría gran parte de su apariencia femenina. Los guantes habían desaparecido, así como el cinturón de armas.
—Nos mandaron a la guerra. ¡Nos mandaron a morir!
Una multitud de espectadores, algunos más sanos que otros, había empezado a formarse. Nesta apretó los dientes y los labios, respirando hondo antes de soltar palabras que únicamente harían que las cosas terminaran por salirse de cualquier ilusión de control que pudiera tener.
—Nadie obligó a nadie. Las Valquirias lucharon bajo su propia decisión —dijo, usando el tono más firme que podía tener, asegurándose de clavar la mirada en la de la hembra—. Hemos perdido a muchos. Estamos perdiendo a unos pocos más. Esto es la guerra, no un juego.
Ellas no habían perdido soldados, no de momento, pero bien sabía que en cualquier instante lo vería posible. Si no era que lo que se desplegaba ante sus ojos era la prueba misma de que estaba empezando. Antes de que la hembra pudiera siquiera dar un paso hacia ella, otras dos más aparecieron para frenarla, diciendo que la conocían y harían lo posible para calmarla. Nesta las miró sin alterar ni un momento su expresión, asintiendo despacio con la cabeza antes de darse la vuelta y marcharse al ver que se llevaban a la afectada aparte.
Apenas se animaba a descansar por más de unos segundos, apoyando la cabeza sobre la camilla donde dormía Rhysand. Ya no sentía ese tironeo desesperado, esa sensación de que tenía que estar defendiéndolo con dientes y garras, ahora era una simple necesidad de poder estar cerca, de que no iba a pasarle nada malo en cuanto abriera los ojos. Sus dedos acariciaban la palma de su mano, pequeños contactos que de alguna forma le servían más a ella que a él.
El sonido de la respiración, el calor que emanaba de su cuerpo, todo lo que le recordara que no tenía que seguir rezando a la Madre en silencio, que Azriel podía ir a dormir, pese a que no estaba muy interesado en dejarlos a solas, que sus hermanas no tendrían que andar con cuidado a su alrededor, le relajaba los músculos. Se dejó llevar por el sueño, demasiado agotada como para pensar en algo más que en cerrar los ojos tras lo que sentían como años enteros. Ni bien la mayoría de los soldados estuvieran mejor, emprenderían el regreso a la Corte, volverían a casa, descansarían por fin de Hybern.
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