Silencio de hermanas
El Templo de Sangravah había sido la definición de hogar, risas y amor para Gwyneth. De vez en cuando, cuando la noche se ponía helada, era capaz de recordar el calor de la emoción de sus aventuras secretas con Catrin. Una sonrisa se dibujaba en sus labios al recordar cuando ambas se metían al agua, sumergiéndose y aguantando la respiración cuanto pudieran. A veces incluso se iban por el río que pasaba cerca de allí, jugando con otras furias acuáticas y ninfas que había por allí, incluso con una que otra sirena que deambulaba por las aguas dulces. Pero esos eran sueños que duraban poco o eran tan escurridizos que los olvidaba en la mañana.
Lo doloroso, era que los recuerdos agradables solían terminar con un frío mortal.
Fue a sus tiernos ciento veintiocho años, pocos meses después de que tuviera su primer sangrado, una luna más tarde del primer Calanmai en el que participó Catrin, tres años después de la muerte de su madre. Recordaba la noche con tal claridad que la sentía en su piel, como si las manos, el fuego, las risas y gemidos de los machos, el sabor a sangre y metal en su boca, estuviera pasando por primera vez. Todo. Todo estaba allí. Podía evocar sin problema alguno los ojos apagados de la vivaz Catrin, mirándola como si pudiera comprender su dolor, el asco que crecía por su garganta. Incluso las lágrimas que caían por su rostro vacío, incapaz de seguir expresando todo lo que tenía dentro.
Siempre despertaba cuando sombras azuladas la rodeaban, acallando todos los ruidos, silenciando las risas y gemidos que no venían de ella. Ocultando los ojos muertos de su hermana, amiga y sostén. Acariciándola con tanto cariño que era capaz de volver a mover su rostro, de derramar nuevas lágrimas que le calentaban las mejillas, libres de aquel frío que la había estado envolviendo.
Sus ojos se abrieron en la oscuridad, apenas pudiendo distinguir las camas de sus compañeras sacerdotisas que dormían profundamente. Algunas mascullaban algo en sueños, otras se reacomodaban continuamente. En silencio y sintiendo que la nostalgia empezaba a consumirla, apartó las sábanas, abandonando el cuarto en silencio. Avanzó con cuidado por los corrió hacia las piletas de aguas heladas que corrían por debajo del Cuartel General. Se quitó todas las ropas de un movimiento, ignorando la sensación de que habían manos que querían tocarla entre las sombras, ojos lujuriosos que devoraban su cuerpo y marcaban su piel con dedos llenos de sangre tibia. Entró al agua, sin importarle que su piel se erizase ante el contacto, ni el temblor que la sacudió de pies a cabeza hasta que se sumergió por completo.
Allí, en la oscuridad de las aguas más profundas, podía respirar. Era capaz de ver el bello rostro de rasgos afilados que la había llevado, con sumo cuidado, hasta las afueras del Templo, donde varias de sus hermanas religiosas esperaban con lágrimas y los cuerpos tan rotos como sentía el de ella. Podía ver a su hermana danzando con las corrientes de agua, escuchar su delicada risa que era completamente distinta a las carcajadas que Gwyneth solía soltar. Y eso era demasiado. Salió a la superficie boqueando por aire, parpadeando ante las pequeñas estrellas que se formaban en aquella caverna subterránea, danzando con el reflejo de las aguas que ella había perturbado.
Respiró hondo, centrándose en el movimiento de las aguas a su alrededor, aferrándose con desesperación a los recuerdos felices con Catrin, a aquellas noches donde ambas habían sido felizmente ignorantes de aquella noche. Incluso así, sin poder quitarse del todo los rastros de las pesadillas, salió, notando como el agua se internaba en su cuerpo, dejando a su piel ligeramente más brillante por un momento, mostrando las marcas que ella misma había hecho sobre su piel, brillando con el mismo color de sus ojos. Tomó su camisón del suelo, pasándolo por su cabeza y empapándolo en el proceso. Regresó a la habitación, tendió su cama y se vistió con las ropas para montar. Si el agua no limpiaba sus penas, el viento al menos podría aclararle las ideas.
Hacía tiempo que no tenían una fiesta, por pequeña que fuera. No era como la de la Caída de las Estrellas, o la del Solsticio del Invierno, pero Rhysand casi podía volver a sentirse como antes de Amarantha, cuando empezaba a comprender lo que era ser el Señor de la Noche. Sus hermanos se encontraban cerca de donde estaba él, también observando a Feyre con la misma atención que él. Cassian había dicho que le agradaba, y Azriel se mantenía escéptico, como si no pudiera terminar de aceptar lo que él le había dicho.
«Y por esto es que es el Maestro Espía», se recordó a sí mismo.
Quería relajarse, disfrutar de la reunión, pero se había rendido al darse cuenta que sus hermanos estaban repitiendo las cosas demasiadas veces porque él no podía evitar querer estudiar cada gesto que Feyre hiciera; desde la tensión de sus alas hasta las risas y el timbre de su voz. No sabía qué esperaba, pero las cosas parecían ser lo suficientemente buenas como para que pudieran incorporarla al Círculo. Morrigan lo miraba con una sonrisa gatuna al acercarse, haciendo que arqueara una ceja en su dirección. Pasó sus ojos de su prima a Amren, quien mantenía una expresión de piedra, aunque sus ojos de plata parecían estar atentos a cada detalle, y luego de nuevo a los ojos castaños.
—Se ve que sabe lo que hace, y no es la primera vez —empezó, acomodándose a su lado. La miró con una ceja alzada—. Seguro que notaste que con ciertas preguntas empieza a tener como una maldición que le impide hablar.
Rhysand asintió con la cabeza.
—¿Hay algo que podamos hacer para saber si es perjudicial para nosotros? —La pregunta salió más fría de lo que hubiera esperado, sus ojos clavados en la espalda de Feyre, como si en cualquier momento fuera a enloquecer. No sabía bien los motivos que la habían llevado a actuar como lo hizo Bajo la Montaña, tampoco el que le jurara lealtad y el silencio de ultratumba que podía tener. Le habría encantado poder ver lo que había en su cabeza, más allá del pequeño rincón hecho tan cuidadosamente que se notaba que no era más que una antesala que simulaba ser un salón, pero eso parecía ser una pésima forma de conseguir información.
—De momento parece estar más que dispuesta a demostrar que es alguien leal a tu gobierno —aseguró con una sonrisa suave. Rhysand quería creerle, confiar ciegamente en el poder de Morrigan, pero Azriel tenía muchas razones por las que decirle a su hermano que no debía dejarse llevar por el momento. Sí, Feyre había actuado siempre a su favor, pero había mantenido información importante bajo siete candados.
Una illyriana que sabía luchar... Nunca se le había pasado por la cabeza, pero, ¿por qué no? Había conocido hembras que eran tan violentas que soldados partícipes de las batallas más cruentas habían retrocedido. Y luego estaban las Valquirias.
—Creo que a Sorena le habría encantado conocerla —murmuró Rhysand de repente. Sintió que sus hermanos y Morrigan se tensaban ligeramente ante sus palabras. Podía imaginarla a su pequeña hermana, mirando con fascinación los tatuajes, haciendo cuantas preguntas se le ocurrieran a Feyre para saber cómo había aprendido a pelear, y pedirle, inmediatamente, que le enseñara. Eso le llevó a pensar en su madre y en su carácter tan illyriano cuando se trataba de las jóvenes que él traía; no por nada le había dicho que si pensaba tener a una Dama digna de la Corte, tenía que llevarla a la Cabaña. Intentó imaginarla en ese momento, podía verla estudiando con los ojos entrecerrados, quizás aprobaría a Feyre, o quizás no. Su padre, por otro lado, la habría estudiado, analizado de la misma manera que lo hizo con Cassian y Azriel—. Bueno, ¿quién tiene hambre? —exclamó, apartando los pensamientos sombríos, al tiempo que la Casa hacía aparecer la comida y bebida en la mesa.
Todos se sentaron, Morrigan y Amren a su derecha, Cassian y Azriel a su izquierda, dejando a Feyre en el asiento frente a él, en línea recta. La vio removerse incómoda por un momento antes de sentarse, murmurando una disculpa, tenía las mejillas ligeramente rojas y no levantó la mirada de un punto en medio de la mesa hasta que Rhysand tragó su primer bocado. En cuanto tragó, el resto empezó a comer. Su pecho se retorció ante aquello, pero no había forma de que actuaran distinto, por mucho que insistiera que no era algo formal, aunque lo era. Por Feyre. Habían dado unos pocos tragos a sus bebidas cuando Cassian le preguntó a ella si sus hermanas sabían pelear. La illyriana se tomó un momento, observando su comida antes de decir que sí.
—¿Y con cuál de tus hermanas es más fácil meterse? —Nadie era incapaz de ignorar el brillo en la mirada del General.
Feyre ni siquiera dudó al responder, tragando un pequeño bocado:
—Solo un suicida se metería con mis hermanas. —Su tono era helado, peligroso, haciendo que Rhysand se tomara un momento para degustar mejor el vino que bebía—. Ya tuve mis años de vergüenza y situaciones raras —añadió, dando un trago a su bebida—. Pero las dos son igual de peligrosas si sabes dónde tienen las cosquillas, nada más hay que pensar en si estás dispuesto a sufrir su... ¿Cómo es la palabra? —La vio limpiarse los labios con cuidado, sus ojos cuidadosamente inexpresivos—. Contrataque.
—¿También son illyrianas? —preguntó Cassian. Feyre negó con la cabeza.
—Son... peculiares.
Cuando no dijo nada más, Rhysand le echó una mirada a Morrigan y Amren, quienes parecían estar igual de confundidas que él. Volvió a ver a Feyre, quien comía con la gracia de quien había estado en banquetes importantes, no la de un soldado. Dejó que siguieran hablando, que continuaran testeando las relaciones. Tenía fe de que las cosas iban tanta delicadeza como podían ser, pese a que Feyre era una especie de nube densa que parecía estar a punto de estallar. Observó en silencio hasta que Feyre lo miró con sus ojos de color tormenta, se veían determinados—. Entonces, ¿cómo lidiamos con Hybern? ¿Qué necesitas que haga?
Él sonrió, terminando de pasar el bocado de comida que tenía con un poco de vino.
—Parece que no puedes esperar —dijo arrastrando las palabras mientras esperaba a que los demás terminaran de comer. En cuanto lo hicieron, los platos fueron cambiados por un mapa de Prythian, lleno de marcas que habían ido cambiando a lo largo de las semanas. Feyre observó en silencio—. Quizás ya lo sepas, o no, pero el Attor se fue antes de que hiciéramos la limpieza, por lo que es probable que esté haciendo trabajos para el Rey de Hybern.
Ella seguía estudiando el mapa y las piezas que se iban moviendo con un movimiento de su mano. No parecía sorprendida por nada de lo que estaba diciendo.
—Sospechamos que busca revivir a Jurian... ¿te suena familiar el nombre? —preguntó Azriel, sus ojos fijos en la hembra que apenas movió los labios, sus ojos saltando de pieza en pieza y luego sitios del mapa. Le dio la impresión de que estaba leyendo más de lo que había frente a sus ojos mientras asentía.
—El humano que enamoró a Clythia, hermana y equivalente de Amarantha, durante la Guerra Negra, sacándole información hasta que la mató en medio de una reunión amorosa —respondió sin dudar. Todos los ojos estaban sobre ella y Rhysand se preguntó qué tanto sabía, cuánta información había en aquella linda cabeza que no estaba contando. Quizás consciente de la atención sobre su persona, levantó por fin los ojos del tablero, parpadeando como si se hubiera olvidado de dónde estaba—. ¿Qué? Los rumores y fantasías de las hembras de mi edad sobre Jurian eran variadas.
—Parece que tenías un montón de conocidas, o un oído muy fino —replicó Amren con sequedad. Feyre pareció sonrojarse ante las palabras, murmurando que los viajes de su padre le permitían escuchar y ver toda clase de faes.
—Chismes a un lado —cortó Rhysand, sintiendo cierta necesidad de volver al ambiente de antes—, no estamos seguros de que se pueda revivir a Jurian, por lo que tenemos que ir a la Prisión para obtener respuestas. —Ella no pareció alterada ante la idea, Cassian empezó a murmurar de que tenía que haber una manera menos peligrosa que el ir a la Prisión, pero los ojos de Rhysand estaban fijos en los de Feyre—. Tú y yo seremos quienes vayan.
Lejos de la reacción que esperaba, ella frunció ligeramente el ceño.
—¿Puedo saber el motivo?
—Porque me place —dijo Rhysand, sonriendo ampliamente. Amren los miró a ambos un momento antes de decir que era probable que fueran la mejor opción para ir, no tenía idea a qué se refería puntualmente, pero si La Antigua estaba de acuerdo, valía como cinco votos a favor. Obviamente, los demás no parecían estar convencidos ni contentos con ello, pero no se opusieron.
Para Gwyneth era fácil olvidarse del mundo cuando su mente repasaba lo que sabía de algo, así fuera un mito o un hecho tangible.
El Libro de los Alientos, una de las Escrituras Sagradas que la joven Sacerdotisa tanto había oído hablar a lo largo de sus años de formación. Aquel con el que, supuestamente, habían firmado la paz con los humanos cinco siglos atrás. Si bien en cada Templo de la Madre había una copia de los contenidos, el original, decían, era mucho más impactante, tan difícil de leer que se necesitaba sí o sí consultar algunos libros extra. O directamente eras incapaz de comprender la lengua divina que había escrito en sus páginas. Ella sabía que una parte estaba en la Corte del Verano, bajo el custodio del Señor Tarquin, pero no tenía idea de en dónde estaba la otra mitad, más allá de que lo tenían las Reinas Mortales.
Hizo una runa seguido de un montón de anotaciones rápidas a un costado, considerándolo un callejón sin salida y fue a su siguiente problema.
Merrill había estado investigando más sobre las Valquirias antes de la Caída, todo lo que podía reunir sobre ellas. La General había sido terminante con sus palabras, y Gwyneth se encontraba en un momento en el que necesitaba organizar sus ideas, anotar todo en el inmenso pizarrón que tenía en un costado de su estudio antes de saber cómo iba a hacer para mantener escondidas ciertas cosas que podrían ser perjudiciales. Soltó un suspiro mientras daba un paso hacia atrás, decidiendo que era otro camino sin salida de momento, por lo que pasó a su tercer problema: lo que le había pedido Nesta.
—Hola Gwyn.
—¡Ay la Madre! —chilló, pegando un brinco al escuchar la voz de Feyre junto a ella. Apoyó una mano sobre su pecho, intentando respirar y calmar su corazón que casi había abandonado su pecho—. ¿Qué tienen Elain y tu con aparecer de la nada?
—¿Manía de hermanas? —Gwyneth negó con la cabeza al ver la sonrisa de disculpa en sus rasgos. El gesto duró un instante—. Como sea, ¿sabes dónde puedo conseguir información sobre el Caldero o resurrección de humanos? —preguntó, bajando la voz hasta que fue casi un susurro que Gwyneth captó gracias a sus orejas más finas. Se tomó un momento para pensarlo, repasando la Biblioteca de Velaris antes de pedirle que la siguiera hacia las zonas más oscuras, rogando no estar confundiendo los estantes y la clasificación con la del Cuartel General. Pasó un dedo por los lomos viejos y desgastados al azar, repasando una y otra vez el camino. Caminaron hasta una sección, de donde sacaron algunos que parecían ser los que buscaban, estaban llenos de una capa de polvo que le hizo arrugar la nariz y a Feyre estornudar. Abrió las primeras páginas, soltando un suspiro por dentro; estaba en uno de los tantos idiomas antiguos de Prythian, pero no era de los más raros, por lo que se lo entregó a la illyriana, quien miró la primera hoja antes de cerrar la tapa—. Gracias, y lamento el susto. Cuando vuelvas, dile a Nes que probablemente vaya tras el Caldero, que se enfoque en el Libro.
Gwyneth asintió con la cabeza.
—Ah, antes de que me olvide, me pidió que te dijera que no te metas en líos y, si necesitas, tengo una bolsa de semillas para darte.
—Te acepto con mucho gusto la bolsa —dijo con una sonrisa de gratitud que podía comprender bastante bien.
Con eso, Gwyneth sacó el saco que llevaba atado por debajo de su túnica antes de entregársela. En cuanto estuvo entre sus dedos, Feyre desapareció como si se hubiera convertido en un pequeño tornado, dejándola sola en medio de la oscuridad. Soltó un suspiro, regresando a su puesto, lista para seguir acomodando todos los libros que todavía quedaran en el carrito. Pese a que intentaba convencerse de lo contrario, no podía quitarse de encima la sensación de que había algo entre las sombras, un par de ojos negros que la miraban, que seguían cada uno de sus movimientos. Sabía que no había nada allí, lo tenía asumido, pero la sensación persistía, como una piedra dentro de su estómago, un picor en la piel por un dedo helado que bailoteaba entre sus cabellos. Y se suponía que allí abajo no había ninguna ventana que permitiera el paso de una brisa.
En medio del olor de los libros y encierro, creyó sentir un aroma a cedro y menta.
Comprender que dominar una habilidad nueva lleva tiempo era algo que la mente de Norrine podía captar sin problemas. Apenas había logrado dominar la caza como para que esta fuera cada vez más efectiva, y la magia no debía ser tan diferente a ello; si tan solo pudiera convencerse de ello...
Sus manos se abrían y cerraban a los costados de su cuerpo, respirando hondo para no agarrar la maceta que tenía en frente y tirarla con todas sus fuerzas contra una pared. Un grito pugnaba por salir de sus labios, sus ojos miraban a los capullos frente a ella, firmemente cerrados. Elain había dicho que probablemente su poder no era el que pensaba. ¿Y qué otro poder tendría? ¿No se suponía que era la magia de Tamlin la que la mantenía viva? Debería ser capaz de abrir las flores, hacer que estas brotaran bajo su presencia, pero todo lo que lograba era mover los tallos.
Levantó la vista hacia la mujer, quien se encontraba estudiando atentamente las plantas con las que había estado trabajando. Feyre ya le estaría diciendo lo que tenía que corregir, le estaría señalando cada uno de sus errores; Elain mantenía sus labios sellados, sus ojos pardos viendo todo lo que había en la magia con la misma atención con la que uno estudiaría un tapiz. Norrine no sabía qué prefería: las críticas constantes o el silencio abrumador.
—Esto es una estupidez —gruñó al final, harta de no escuchar ni siquiera el murmullo de las ropas de su mentora. Ante sus palabras, Elain volvió hacia ella, esbozando una sonrisa casi maternal.
—Nada de eso, has hecho muchos avances —terció, poniéndose de pie y limpiando su impecable falda. Una risa sin gracia brotó de sus labios. Todo lo que había conseguido era un chiste, una burla que Ianthe no iba a dudar en restregársela en la cara cuando tuviera la oportunidad. Como si hubiera oído sus pensamientos, Elain le dedicó una mirada que Norrine no supo interpretar.
—¿Cómo cuál? ¿Hacer que las hojas se vean más verdes? ¡Ni siquiera puedo causar una brisa! —estalló, moviendo los brazos sin sentido.
Elain la miró largo y tendido, siendo ahora ella la que estaba bajo observación. Sin alterarse, se arrodilló frente a un cantero, invitándola a que la imitara. Cuando lo hizo, Elain le habló.
—Quizás no lo notas porque naciste humana, pero tu cuerpo ya no tiene una pérdida descontrolada de magia —empezó, tomando su mano entre las propias. ¿Cómo sabía cuándo perdía magia y cuándo no? Lo desconocía, pero sí había notado que su cuerpo parecía estar más vivo con cada día que pasaba—. Además, la naturaleza de la primavera es más que flores y brisa, es la fuerza de la vida, el nuevo verde después del invierno, el momento en el que la magia está con todas sus fuerzas. Por eso Calanmai es en el equinoccio de primavera y no en verano —sonrió, mirando hacia unos brotes que empezaban a emerger del suelo—. Ya te lo dije, no hay forma que puedas hacer lo mismo que Tamlin, ¿cuál es el punto de ello? No eres él, ni siquiera naciste como él, menos ahora. No, tus capacidades son las que complementan las de él, las potencian.
Norrine frunció el ceño. Sintiendo que su cabeza se ponía un poco pesada. Tamlin le había dicho que era su igual en la magia, especialmente luego de Bajo la Montaña. Lucien apenas había tocado el tema en lo que iba de la semana, por lo que solo las lecciones de Elain arrojaban algo de luz. E Ianthe, quien arrugaba la nariz y bufaba como si fuera un animal cuando salía con sus preguntas, incluso había creído que en ese momento, cuando la mujer frente a ella le explicaba que bien podía ser que los susurros que escuchaba eran su verdadera especialidad, que podía escuchar su voz como algo en su cabeza.
—Por la Madre, dices demasiadas blasfemias, Elain querida —soltó Ianthe, haciendo que Norrine saltara en el lugar. Su tutora no pareció alterada, todo lo contrario; una sonrisa amable se extendía por sus labios. Habría sido convincente de no ser porque sus ojos mostraban una emoción completamente diferente.
—¿En qué he blasfemado, Ianthe? No he dicho nada que sea prohibido por el Libro de los Alientos —señaló, haciendo que la Gran Sacerdotisa la mirara con sus fases lunares arrugadas junto con su entrecejo. La situación habría sido graciosa de no ser porque todo el mundo parecía contener el aliento ante la tensión entre ellas dos. Al final, como si el silencio de Ianthe fuera suficiente respuesta, Elain se puso de pie con gracia, sacudiendo un poco la tierra de sus faldas antes de ayudarla a levantarse, al mismo tiempo que la Sacerdotisa se marchaba por donde había venido.
—Sigo admirando cómo logras que se calle y comporte —susurró, rogando que no la escuchara. Elain le regaló una sonrisa divertida.
—Debe ser cosa de mis padres. Mi madre decía, y sigue diciendo, que uno tiene que mantener el control, no sólo de su temperamento, sino de sus palabras. Ella lo decía especialmente para los negocios, pero los siglos me han demostrado que los demás pueden escucharte sin que grites, que te obedezcan sin que tengas una expresión fría, que con las palabras justas eres capaz de mover montañas —dijo, mirando hacia los jardines con una sonrisa relajada—. Feyre encontró otra forma de hacerse escuchar, de imponer respeto; Nesta también tiene su manera. Cada una ha logrado mover diferentes montañas, donde la frialdad no funciona, entra la dulzura, y si con ello las cosas siguen estancadas, entonces es por medio de la crueldad. A veces, ninguna funciona y eso está bien.
Norrine se la quedó mirando de hito en hito, intentando imaginar a Elain siendo severa, proyectando una imagen fría o siendo tan bravucona como parecía serlo Feyre. Desconocía a Nesta, por lo que no tenía idea de qué porte tendría. Elain era capaz de acallar a Ianthe, de alejarla de un incómodo Lucien solo con una mirada, nadie le llevaba la contraria cuando afirmaba algo, ni siquiera Tamlin parecía inclinado a hacerla enojar. Todo aquello lo había logrado sin la necesidad de palabras, era mucho más que ello. Tenía que serlo. Así fuera una cosa que solo los faes puros pudieran percibir. Algo más que la postura, la cual era, en Elain, delicada a la vez que firme. Feyre se paraba como si estuviera a punto de atacar, estudiando a una presa que iba a tener entre sus garras en cualquier momento. Elain se paraba como las lechuzas en la noche, observando con sus enormes ojos al entorno antes de abrir sus alas y volar silenciosamente hasta el punto que quería llegar.
Sacudió la cabeza, decidida a que era una divagación sin sentido.
—Volviendo al tema de mi magia... No entiendo qué quieres decir con que es complementaria a la de Tamlin. ¿No se supone que tengo que ser igual a él?
—Eres su igual en la jerarquía, o eso se supone, pero no eres su igual en la magia, eres lo que lo potencia, lo hace más fuerte. Mira las flores —dijo, acariciando los pétalos de una, la cual pareció inclinarse hacia ella como si quisiera seguir manteniendo el suave contacto de la mano de Elain—, las flores macho tienen pistilos, sueltan el polen que recogen las abejas y luego sale el fruto de las hembras. Tamlin es lo que tú necesitas para dar frutos, pero él no podría ser tan importante, tan crucial para que las cosas siguieran funcionando, si no es con tu parte.
—Pero estaban bien sin mí, no había necesidad de polinizar ni tener frutos.
Elain le sonrió, con esa sonrisa conocedora de lo que había por debajo, de los miedos y las sombras que tenía en lo más hondo de su ser.
—Somos inmortales, Norrine, vemos el paso del tiempo, y también cambiamos. Prythian cambia y nosotros seguimos su ritmo. De no ser así, ustedes serían nuestros esclavos, estarían por debajo de aquellos que son considerados faes inferiores. Que antes no fueras necesaria no es lo mismo que ahora no seas necesaria —remarcó, volviendo a ver a las flores con cariño, como si fueran sus retoños—. Ianthe odia el cambio, odia que le recuerden su lugar. Es importante, como todas las Sacerdotisas, pero no comprende su rol.
—¿Son todas así? Como Ianthe —aclaró, haciendo un ligero gesto con la cabeza hacia la Mansión.
—Oh, no, gracias al Caldero que no —dijo Elain, negando con la cabeza y riendo entre dientes—. Las hay de todas las formas y colores, las hay más ortodoxas que otras, algunas incluso mucho peores que Ianthe —continuó, moviendo una mano para quitarle importancia al asunto mientras daban una vuelta y encaraban hacia la biblioteca—. No te preocupes por ella, no es a ti a quién busca molestar.
Norrine quería preguntarle "¿entonces, a quién sino?", y recordó a Lucien, cómo los ojos de Elain parecían endurecerse hasta ser helados, carentes de toda amabilidad, mostrando una bestia que había por debajo de aquella apariencia delicada. Frunció el ceño, mirando a la mujer frente a ella como si así pudiera terminar de comprender, pero era leer un libro siendo analfabeto.
No dijeron nada más por el resto de la caminata. Elain la acompañó hacia la biblioteca, donde las esperaba Lucien. Le pareció verla tensarse a su lado, así como lo hizo él, cuyos ojos dispares parecían querer abarcar todo lo que era su compañía, como si necesitara verla por completo, aunque no pudiera. Como siempre que se cruzaban, Elain le hizo un gesto cortés que Lucien no tardó en devolver, y, antes de que pudiera decirle algo, ella los dejó a solas, marchándose con sus pasos silenciosos hasta desaparecer tras una esquina.
—Cualquiera pensaría que eres irresistible para las mujeres —bromeó Norrine, mirando de reojo al pelirrojo. Lucien apretó los labios, un gesto entre una sonrisa y un ceño fruncido. Lo que sea que hubiera entre ellos dos, era un baile que nadie terminaba de captar. O eso era lo que había entendido Norrine al ver que ni siquiera Tamlin parecía saber muy bien cómo tratar a la relación entre ellos. Algunos de los sirvientes decían que era una vieja enemistad, un odio silencioso que estaba queriendo ser sepultado, otros alegaban que era alguna vergüenza pasada que los seguía como un fantasma, el resto o bien pensaban en un cortejo o simple relación política.
De todas formas, ni Lucien ni Elain hacían algo para negar o corregir los rumores que los rodeaban constantemente.
—Se hace tarde para tu lección —dijo él finalmente, apartándose para dejarla pasar por la puerta.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro