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Promesas y regaños

Azriel no sabía qué decir ni cómo actuar. Había estado seguro, en control de cualquier peligro que pudiera atentar contra Rhysand, hasta que sus sombras habían empezado a enloquecer. La conversación con el Príncipe había empezado sin complicaciones, con la pareja mirándolos sin dejar salir ninguna emoción de sus rasgos, ni siquiera sus hombros o músculos parecían decir algo. Una parte de sí quería relajarse también, dejar que El caos se había desatado con Rhysand saliendo de la habitación, y lo siguiente que supo es que su hermano y Señor estaba con Feyre agonizando en sus brazos, rodeado por una elfa que olía a hielo y la Sacerdotisa que había visto antes.

No lo había visto tan pálido desde que había regresado de la Corte Primavera, envuelto en una oscuridad absoluta. Sus pies lo habían seguido cuando levantó a la hembra en brazos, mirándola con ojos distantes, ajeno al mundo que lo rodeaba. La Sacerdotisa los acompañó en silencio, revisando una vez más a Feyre en el momento en el que Rhysand la acomodó en una cama, diciendo que en unas pocas horas seguramente despertaría. Con eso, los dejó a solas.

Azriel se acomodó en la esquina, sintiendo que sus sombras iban y venían constantemente, tarareando todo lo que podían encontrar. No apartaba la vista de su hermano, quien parecía estar al borde de estallar, sus ojos pegados a la hembra que dormía a su lado, cada vez menos pálida. Ninguno había dicho ni una palabra, pese a que debían hacerlo.

Sus puños se abrían y cerraban, odiando la sensación de que alguien había encontrado una forma de aventajarlo en su propia experticia. Había sido tan obvia la relación entre Feyre y el Príncipe Bernard, lo podía ver en el brillo de sus ojos, esa manera en la que ambos contemplaban todo como si estuvieran llevando a la presa a su trampa. Los sellos de las casas eran parecidos, estos eran fuertes, pero los de la Corte de la Noche vibraban de tal manera cuando se acercaba que varias veces se había sentido al borde de vomitar.

La Sacerdotisa se acerca.

Está preocupada.

No tiene la misma piedra que las otras.

Poco después escuchó los pasos que se acercaban a la puerta y luego se abría. Para su sorpresa, la Sacerdotisa le dedicó una sonrisa amable antes de dirigirse una vez más hacia Feyre. Sabía que probablemente lo recordaba de aquel ataque al Sangravah, porque él lo hacía. Marcas turquesas brillaban sobre su piel, formando patrones de humo a lo largo de su piel. Su cabello rojo estaba atado en una trenza que caía sobre su hombro, la cabeza cubierta por la capucha de su túnica.

—Parece que ya está estable —dijo, sentándose a la altura de la cadera de Feyre luego de revisarla.

—¿Qué tenía dentro?

La Sacerdotisa, Gwyneth, como le susurraron sus sombras, pareció dudar un momento antes de dirigir su mirada a cualquier parte menos a Rhsyand. Azriel estaba considerando el tener que actuar como el matón de turno; una mirada de soslayo de parte de su hermano bastó para volver a apoyar la espalda contra la pared, contemplando todo en silencio.

—Faebana —susurró ella, había un tono de culpa en su voz, así como una nota de preocupación. Azriel pasó sus ojos a Feyre, en cómo parecía estar durmiendo profundamente, nada quedaban de los espasmos de dolor anteriores—. A este paso, va a desarrollar inmunidad a cualquier clase de veneno —añadió, ofreciendo una sonrisa tensa, pero no hizo el efecto que probablemente estaba esperando. Rhysand tenía una expresión compuesta, pero Azriel podía ver la ligera apertura extra de sus ojos, notó el miedo y todas las emociones que probablemente la Sacerdotisa no captaría.

—¿Inmunidad? —murmuró.

Una sonrisa algo decaída apareció en los labios de la hembra, quien se encogió de hombros con un suave suspiro y se puso de pie al mismo tiempo que hablaba.

—Feyre no sabe cuándo parar, pese a que conoce el precio que puede llevar sobre sus hombros.

—¿Esto tiene que ver con el asunto que debía atender?

La Sacerdotisa asintió despacio con la cabeza. Algo en sus ojos hizo que Azriel dirigiera su mirada hacia la muñeca de ella, como si pudiera sentir un ligero pulso mágico allí, tapando una parte de la esencia. ¿Tendría la marca que Feyre tenía? Esa que él no podía ver, pero podía notar las toses y los estallidos diminutos del pacto.

—Lo importante es que sigue viva, Alteza —dijo ella con suavidad, sacándolo de golpe de sus cavilaciones. Ella contemplaba a la hembra tendida, aunque le parecía que lo hacía por cualquier razón menos la de comprobar que siguiera respirando—. Si me permite el atrevimiento, me gustaría pedirle un favor, Alteza.

Azriel aguardó, sintiendo que su respiración se volvía más ligera, apenas perceptible. Los ojos turquesa tenían un brillo peculiar, uno que los volvía ligeramente más peligrosos, pese a que la palabra "peligro" no coincidía con la Sacerdotisa. Esperó a que su hermano hiciera un gesto, el que sea, sintiendo que la curiosidad empezaba a trepar por su garganta, a la vez que lo hacía un gruñido de advertencia, como si así pudiera apartar a la hembra de su hermano, el cual parecía estar luchando contra algo.

Un asentimiento de cabeza fue todo lo que hizo falta.

—Dele un buen sermón, quizás si se lo dice usted, va a entrarle en la put... en la cabeza —rectificó, usando esa misma sonrisa tan dulce que Azriel tuvo que morderse el interior de la mejilla para no soltar una carcajada de la sorpresa. Sus ojos analizaban la delicadeza frente a él y le pareció captar el destello de cicatrices, de callos en las manos, si eran por el papel o armas no podía saberlo. No sabía qué gesto hizo su hermano, todavía buscando más de aquellas pistas que la Sacerdotisa parecía tener a lo largo de todo su aspecto—. Los dejaré tranquilos —dijo, abandonando el cuarto con una reverencia hacia ambos.

Azriel tuvo que ordenar con una nota grave a la sombra que se había ido tras ella que volviera. Más tarde seguiría con su propia investigación, cuando terminaran con el principal enigma del momento.

Apenas habían pasado un par de horas desde que había enviado la carta a su hermana en la Corte de la Primavera, sospechando que pasarían unas horas antes de que escuchara algo de Elain. Con eso en mente, se había acomodado para leer un poco sobre estrategias militares cuando escuchó un batir de alas, anunciando la entrada de la hermana que faltaba. Nesta podía sentir la furia saliendo a raudales desde Elain, la misma furia que la había consumido al sentir a Feyre. Una mirada entre ambas bastó para que todas las palabras fueran dichas en silencio. Nesta regresó a su lectura y Elain se acomodó en un sillón cercano, empezando a formar nudos con los hilos que creaba.

Estaban en aquel silencio cuando la puerta de la biblioteca se abrió, revelando a Gwyneth, quien pareció trastabillar un momento al ver a Elain.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó Nesta. Su amiga recobró la compostura, enderezando la espalda y alisando su túnica.

—Los dos illyrianos están atentos a si respira —informó ella, caminando hacia una de las estanterías—. Está bien, recuperándose, pero no tengo idea si ahora, con la magia de Rhysand fluyendo en ella, podrá mantener la cabeza fría.

Elain respiró hondo, como si estuviera juntando fuerzas para lo que iba a ocurrir en cualquier momento. Gwyneth no tenía la sonrisa usual en sus rasgos, sus ojos estaban fijos en lo que sea que estuviera pasando en su cabeza, como si algo le susurrara al oído información importante.

Pasó un rato antes de que Andrew apareciera, la cara deformada por la preocupación y las manos aferradas al soldado tallado que le había dado Feyre semanas antes de que volviera a la Corte Primavera. Una parte de sí esperaba que su pequeño hermano fuera otro recordatorio, que le quitara la estúpida idea de ir y meterse en donde se podía sentir el beso helado de la muerte.

—¿Fey estará bien? —preguntó él en un murmullo, caminando hacia Elain, quien lo subió a su regazo sin problema. Gwyneth le ofreció una de sus sonrisas, tan parecidas pero diferentes de las de su hermana, antes de decir que simplemente tenían que dejarla descansar un poco. Andrew asintió, no del todo convencido, y se acomodó mejor en los brazos de su hermana.

—Es fuerte, ya verás que en poco tiempo estará entrando por esa puerta.

Como si eso fuera alguna especie de señal, Nesta cerró el libro que no había estado pudiendo leer correctamente, y se sentó en la mesa que conocía tan bien como la palma de su mano. En el instante que sus dedos rozaron la superficie, brilló plateado el mapa de Prythian que Feyre había tallado siglos atrás. Sus ojos recorrieron los trazos al mismo tiempo que aparecían tres cuencos llenos de fichas, cada uno de distinto color; rojo plateado, naranja opaco y violeta con dorado. Se sentó, sintiendo que podía respirar de nuevo al sentir la textura de aquellas fichas, apenas más grandes que la yema de sus dedos.

Abrió un ojo al sentir que Elain se sentaba a su derecha, en la cabecera, haciendo que el mapa emitiera un brillo amarronado. No había rastros de Andrew.

—Gwyneth le ofreció buscar unos libros por un momento —dijo su hermana, dándole una sonrisa suave. Nesta asintió una vez, contemplando el mapa una vez más. Unas manos heladas amenazaban con cerrarse alrededor de su garganta y pecho, cortando el aire y deteniendo su corazón. Una parte de ella quería ir a Oorid, a aquel santuario con un lobo que gruñía a los vivos, y amenazar a su madrina. Graciosamente, sabía que ella no tenía nada que ver con las tendencias peligrosas de su hermanita.

Las puertas se abrieron una vez más, dejando que Feyre caminara hacia ellas. Sus ojos azules opacos y la boca presionada en una fina línea. No dijo nada hasta que se sentó en su lugar, acomodando sus alas en el respaldo.

—Ya sé que metí la pata en Hybern, sé que tendría que haber sido más...

—Es la tercera vez que apareces con faebana dentro, Feyre —cortó Nesta, sintiendo que su mandíbula se tensaba al decir aquello. Su hermanita la miró con los ojos congelados, casi tan fríos como el hielo que ella tenía en sus venas. Ninguna de las dos apartó la mirada hasta que intervino Elain.

—Fey-fey, aunque hubieras sido cuidadosa, las tres sabemos que en Hybern es casi imposible tener cuidado suficiente —siempre dulce, siempre amorosa—. Lo único que te pedimos es que no esperes a que el mundo esté dando vueltas para que decidas emprender la retirada. No vas a salvar a nadie muriendo, por más que creas lo contrario —añadió, dándole un apretón de manos. Los ojos de su hermana se parecían a los de Nesta en ese momento, insondables. Por un momento la vio en la nieve, de espaldas y con los ojos empezando a volverse blancos; la vio atada a un poste, mirando con sus ojos secos al frente.

Dirigió su mirada hacia un costado, notando la presencia de Rhysand, quien mantenía sus ojos violetas fijos en Feyre, y el Maestro Espía. El segundo no tenía nada que traicionara sus pensamientos, contrario al primero que parecía estar contando internamente para no saltar en aquel momento. Se preguntó si él también estaría viendo a Feyre como ella, solo que en Bajo la Montaña. Por un momento deseó que él le metiera algo de sentido común a su hermana, que le hiciera ver la realidad, pero el último de los Rionnag no era conocido por evitar la muerte a toda costa; su presencia en el palacio con Amarantha era el ejemplo más reciente de aquello. «Tal para cual», pensó, no sin cierto temor.

Volvió a ver hacia su hermana, entrecerrando ligeramente los ojos al notar que las orejas de Feyre parecían ligeramente puntiagudas. Vio que abrió la boca para decirle algo a Elain cuando escuchó los pasos apresurados de Andrew. «Qué buen momento», pensó al mismo tiempo que su hermano pasaba como una exhalación a su lado.

—¡Fey! —gritó él, trepándose a su regazo antes de rodear el cuello con sus brazos. No se le escapó el brillo de las lágrimas en sus mejillas. Como un reflejo, los brazos de Feyre envolvieron a Andrew, así como lo hicieron sus alas y cabeza; Nesta no tenía dudas que habría incluso llevado sus rodillas hacia arriba de haber tenido espacio. La escuchó murmurar algo mientras acariciaba los cortos cabellos de él, así como los sollozos que su hermano soltaba.

Apartó la mirada, enfocándose de nuevo en Rhysand, quien parecía estar contemplando todo en absoluto silencio. Se puso de pie, llamando su atención.

—Sabrá disculpar el hermetismo —dijo, ignorando los ojos de sus hermanas y Gwyneth, las tres conteniendo su respiración. El Señor de la Noche la miró sin prisa, así como podía sentir un pulso contra su cabeza. Contuvo una sonrisa ante el gesto imperceptible de malestar ante la barrera—. Hay quienes no temen el precio a pagar, así sea demasiado alto.

Rhysand guardó silencio antes de echar una mirada hacia Feyre y luego volver a ella.

—Quisiera hablar más de ello en la Corte de la Noche.

Todavía quería tironear de las orejas y de las alas a su hermana, pese a que Andrew se le había pegado como una garrapata desde el momento en el que la había visto. Cerró los ojos, recordándose de que lo peor ya podía haber pasado, o al menos una de las tantas tormentas que parecían estar asomándose por el horizonte.

Dejó salir un suspiro antes de dirigirse hacia su escritorio, en medio del cual había un papel de seda, con un sello de cera descolorida y seis coronas dentro de un escudo. Sus dedos acariciaron la superficie suave, al tiempo que su ceño se fruncía al sentir una ligera presencia de magia. Tomó el sobre y lo contempló del derecho y del revés, reconociendo la letra estilizada, redonda y con tantos rizos que una letra podía confundirse con otra en cuanto se acercó a la luz que brillaba junto a su antigua cama.

Nesta leía un libro, ya cambiada y con el cabello suelto, cómoda en su cama sin levantar la vista de sus páginas. Feyre estaba de espaldas, con sus alas cayendo por los bordes colgantes. De haber sido humanas, probablemente habría temido por la seguridad de las cadenas que sostenían a su hermana a una buena distancia del suelo. Estaba tallando algo y no era difícil notar la tensión en sus músculos, así como el temblor de sus alas.

—¿Cuánto tiempo crees que te llevará? —preguntó Nesta, haciendo que su cabeza volviera a la carta.

—No lo sé —admitió, leyendo de nuevo el contenido. Palabras elegantes, pese a que una parte de ella se removía inquieta, retorciendo su estómago sin compasión—. ¿Cuánto debería llevar?

—Cuanto menos te vean, mejor —dijo Feyre, haciendo que ambas la miraran con una ceja arqueada, ella simplemente siguió tallando, sin molestarse en reconocer sus gestos. Elain dejó salir un suspiro antes de volver a leer, como si así pudiera saber algo más.

—Una de las reinas desapareció —murmuró sin darse cuenta, sus ojos paseando por las letras que se convertían en una cadena hecha de huesos, cerrándose sobre un cuello de piel doradas manchada—. Hay rastros de magia en el sello.

El silencio en el cuarto fue suficiente para saber que las tres estaban pensando en lo mismo.

—¿Segura que es de las Reinas Humanas? —preguntó Feyre, retomando el tallado.

—Hay formas poco... deseables de obtener magia para un humano —respondió Nesta, anotando algo más en su cuaderno y pasó otra página. Elain retorció sus dedos antes de frenarse y dar vuelta la hoja, sintiendo un ligero rastro aromático a rosas marchitas y humo de madera de pino.

—¿Y qué perderían ellos? Lo preocupante es quién les dio el trato —añadió Elain, sintiendo que el frío de sus entrañas aumentaba con cada palabra que decía—. Una Sacerdotisa no puede darle acceso a la Madre, y no pueden ser Styrga o Tallador.

La tercera opción no le hacía el más mínimo de gracia.

—Se supone que Koschei está dormido. ¿No?

—No sabemos —terció Nesta, cerrando el libro sobre su regazo, sus ojos perdidos en el frente—. Ni siquiera Gwyneth sabe.

Elain resopló, sintiendo cierta culpa ante el silencio de su cabeza pese a que bien sabía que Styrga había sido una tumba cuando se trataba de los Primeros Días. Una mirada por parte de Nesta bastó para que cualquier rastro de aquel sentimiento quedara olvidado.

—Habrá que empezar a mover las fichas —dijo Elain, haciendo que su hermana mayor asintiera con la cabeza una vez. Hubo un ligero cambio en el aire, podía sentirlo en la sonrisa que tironeaba de los labios de Feyre, así como el brillo peligroso en los ojos de Nesta. Por el amor de la Madre, podía sentir sus propios dedos retorciéndose, deseando correr de regreso a la biblioteca y tomar las fichas, hacer brillar el mapa tallado.

—Sin dudas, hace mucho que no jugamos —murmuró Feyre, estirándose para dejar el trozo de madera y el cuchillo sobre la estantería cercana a ella, volteándose sobre su estómago con algo de dificultad—. ¿Qué necesitamos recordar?

—Reinas anteriores —dijo Nesta, cosa que Elain asintió.

—Y averiguar hacia dónde apuntan sus ojos —añadió.

Feyre asintió, volviendo a dejar caer sus alas membranosas a los costados de su cama, dando cierta sensación de tener cortinas que separaban la habitación en dos. No creía que fueran capaces de dormir, pero Elain se encontró cediendo ante el sueño casi de inmediato. Vio montañas, lagos y jardines de toda clase, incluso le pareció reconocer al Mar Bravo, cerca del Muro y mirando hacia el Continente.

Sus ojos se abrieron antes de que el sol despuntara. Nesta y Feyre dormían profundamente. En silencio, se quitó el camisón y se vistió con las ropas más sencillas que tenía, acomodando la capa de pieles sobre sus hombros. Salió por la ventana, dejando que las plumas se extendieran por todo su cuerpo.

El aire seguía siendo húmedo y cálido, con un regusto a sal que la acompañó hasta que cruzó la frontera de la Corte Primavera al alba. Sus ojos se dirigieron hacia el Bosque por un instante, como si pudiera ver una cabellera rojiza avanzando entre las copas verdes. «Enfócate Elain», se dijo, aleteando hasta ascender un poco más al sentir que el Muro empezaba a empujarla hacia atrás.

Apretó las mandíbulas al sobrevolar la barrera, sintiendo que se quedaba momentáneamente sin aire, antes de caer en picada a unos cuantos metros, luchando contra el constante tironeo en todo su cuerpo. Dejó que las plumas se retractaran en cuanto sus pies tocaron el suelo, notando que su frente estaba perlada de sudor. Respiró hondo, limpiándose con la manga de su vestido antes de emprender el camino. Cada paso que daba se sentía cada vez más y más pesado., haciendo que sus mandíbulas se tensaran aún más y la magia empezara a erizar su piel.

En cuanto divisó la Mansión de los Archer, sintió que parte de sí se relajaba. Respiró hondo, se acomodó el pelo lo mejor que pudo, segura de que las puntas de sus orejas estaban ocultas y bajando el calor de sus mejillas. Necesitó de un momento para cerrar su mente a la magia, ignorando por completo el tironeo incesante.

Levantó las faldas de su vestido atravesando los jardines con absoluta seguridad, sus ojos atentos a las ventanas, donde probablemente los criados la verían y quizás estarían extrañados de verla caminar sin un carruaje que la hubiera acercado. Recorrió el camino sin prisa, fingiendo que apreciaba los pocos canteros que había, con flores que amenazaban con marchitarse en cualquier momento. Acarició los pétalos, sintiendo que su pecho se retorcía, haciendo que sus dedos se sintieran tensos y quisiera empezar a tronarlos para poder mantener la calma al apartarse. Enderezó la espalda, decidida a terminar con todo aquello y volver a Prythian antes de que su cabeza terminara por fallarle.

—Es muy temprano para que una dama esté paseando por los jardines —señaló una voz áspera, pero autoritaria, a sus espaldas. Elain giró y sus ojos se abrieron como platos al reconocer a su interlocutor, un hombre que se veía tan viejo como las flores que había frente a ella, aunque sus ojos azules mostraban todavía un brillo de lucha.

—Salí temprano del hogar de mi padre, señor Nolan —dijo, haciendo una reverencia y esbozando su mejor sonrisa. No hubo ninguna respuesta inmediata por parte del señor Archer—. La verdad que es un lindo jardín, invita a reflexionar.

Él la observó de pies a cabeza, como si estuviera queriendo leer lo que había en su cabeza, a lo que Elain se obligó a mantener la sonrisa y el rostro tranquilo. Pasó un rato hasta que el anciano asintió con la cabeza, diciéndole que su hijo la estaba esperando dentro. Haciendo una educada reverencia antes de marcharse, caminando directamente hacia el interior de la casa.

Los pasillos del interior, una vez pasada la sala de recepción y estar, estaban llenos de más cuadros de la familia Archer, mostrando a sus patriarcas, algunos relatos sobre lo que había ocurrido durante la Guerra Negra. Pese a que una parte de sí estaba queriendo gruñir, diciendo que no se creyeran el cuento de que podrían contra un fae como ella, o Feyre o uno como Nesta; y los machos eran definitivamente un enemigo que no debían tener.

Se detuvo frente a una de las pinturas que mostraba a los humanos cargando contra un palacio lleno de monstruos. Había un trono de huesos y una reina vestida con lo que podían pasar por harapos, un humano cerniéndose sobre ella con la espada dirigida hacia el cuello, ignorando las manos y el rostro desfigurado por el terror.

Podía ver el Salón del Trono, adornado por banderines, siete tronos más pequeños, tallados con todo el cuidado y habilidad que podían tener los mejores artistas de Prythian. Sobre todos ellos, un trono hecho de raíces de un árbol blanco y dorado, con destellos de todos los colores, se imponía sobre el resto. Casi podía sentir la textura de la madera bajo sus dedos antes de que alguien le hablara a su costado, sacándola de sus cavilaciones.

Una jovencita, que no debía ser más grande que Norrine, la miraba con ojos dudosos, retorciendo sus dedos mientras le preguntaba si estaba todo en orden.

—Sí, solo quería apreciar mejor las pinturas —dijo, volviendo a contemplar el cuadro frente a ella por última vez. La muchacha asintió, todavía retorciendo sus dedos, haciendo que Elain empezara a ponerse nerviosa también. Dejó que el silencio colgara entre ellas, como si estuviera reflexionando con absoluta profundidad, desentrañando los secretos que habían detrás de aquellos trazos de tinta, recordándole las pinturas que solía ver cuando era pequeña—. ¿Sabes si ya está listo el salón de visitas? —preguntó, volviendo a encararla. La muchacha la miró con una sombra de miedo, asintiendo vigorosamente al mismo tiempo que empezaba a dirigirse hacia allí.

—Creo que... sí, sí, está listo.

Elain dio las gracias caminando ligeramente por delante de ella pese a que deseaba decirle que se adelantara y le mostrara el camino. Se concentró en relajar sus hombros, en mantener una sonrisa casual, amable incluso, cuando distinguió la figura del más joven de los Archer. Graysen le dio una sonrisa amplia al verla, caminando hasta quedar a un paso de ella. Por un momento temió que la tocara, que sus dedos se cerraran sobre sus antebrazos y le pidiera inclinar la cabeza hacia arriba. Sabía que la estaba contemplando, así como el que estuviera dudando si darle un cumplido o no; eventualmente se fue por lo segundo y dejó que pasara al salón.

Elain entró sola, dejando que cerraran las puertas a sus espaldas, dejándola completamente sola. No había pinturas allí, pero sí armas colgadas a modo de exhibición, joyas y artesanías que emitían un ligero vibrar mágico. Se sentó en la larga mesa con ocho sillas, contemplando todo sin mucho interés, sintiendo que su cabeza ya estaba yendo hacia la Corte de la Noche, al tablero de su país y las fichas que ella movía cuando le tocaba.

Abrió y cerró los dedos, visualizando el mapa frente a ella, intentando recordar lo mejor posible cómo estarían las fichas violetas y plateadas de Feyre. Estaba por la mitad de aquello cuando cinco figuras aparecieron frente a ella con un chasquido. Alzó la mirada de golpe, contemplando a las recién llegadas con una sensación de que las conocía, de la misma forma en la que reconocía la presencia de Styrga.

Mantuvo sus labios sellados, conteniendo la pregunta respecto a la Reina faltante, así como las dudas sobre el olor a muerte que las presente tenían casi entrelazado a su esencia misma. La más vieja de todas tenía la piel morena, dándole el aspecto de una pasa de uva, un contraste letal con sus ojos de un azul claro, recta pese a que debía estar pasando los cincuenta años. Su vestido estaba hecho de lana de oveja, un cordero si tenía que ser específica, adornado por un fino bordado que hacía justicia a su portadora. Podía sentir la magia zumbando en sus dedos, en sus ojos, en cómo estudiaba cada movimiento que hacía la Reina, como si así pudiera ver al animal a punto de volver a la vida.

—Nos has convocado para hablar de negocios, fae —dijo después de hacer un movimiento brusco con la muñeca. Su piel entera picó incómodamente, así como sus ojos destellaron brevemente antes de volver a enfocarse en lo que tenía frente a ella. Asintió, intentando mantener su aspecto inocente, la sonrisa amable y los ojos de inocencia.

—En efecto, su Alteza, quisiera ofrecerles un trato —respondió casi de inmediato.

—Como si fuera un verdadero trato lo que hacen gente como tú, si es que pueden ser llamados tal cosa —gruñó una que debía estar en sus casi cuarenta años, pálida como el granito y la muerte misma, su ceño ya mostraba arrugas y no paraba de juguetear con un anillo de plata en su dedo. Estaba sentada frente a la primera.

—Será mejor que muestres tus cartas, jovencita, el tiempo es oro para nosotras —añadió otra, con una voz tan dulce como su rostro, su vestido de blanco era un contraste absoluto contra su piel morena, ella empezaba a mostrar arrugas en el borde de sus ojos y en su mano, en el mismo dedo que la otra reina, también brillaba un anillo de plata. Elain esbozó su mejor sonrisa.

—Lamento cualquier ofensa, sus Altezas, pero sabrán disculparme, más cuando los negocios son delicados —dijo, deseando tener una copa en su mano o algo que le permitiera mantener sus dedos ocupados—. Quisiera dejar en claro que todo esto lo hago con las mejores intenciones, por el bien de ambos mundos.

La cuarta Reina debía ser un par de años más grande que Norrine, de ojos y cabello tan negros que parecían absorber cualquier rastro de luz que hubiera en el lugar. Todo en ella era cuidadosamente hecho, como si la hubieran moldeado con manos de seda antes de ponerla en el trono.

—¿Y qué sabrá un fae de nuestro mundo? Has engañado a uno de nuestros súbditos para quedarte con su salón y te atreves a querer negociar con nosotras —señaló usando una voz tan delicada que, de no haber estado en aquel juego desde que tenía uso de la razón, habría pensado que estaba siendo amable.

—Es verdad que no soy una de sus ciudadanas ni vasallos, pero tenemos suficiente historia en común, enemigos y deudas, como para aprender y salir de la ingenua idea de repetir nuestros errores.

Las Reinas se removieron en sus asientos, como si se olvidaran que ella era mucho más vieja pese a que parecía ser apenas más grande que dos de las reinas presentes. La quinta, y la más joven, exudaba la fuerza de un león, sus ojos ámbar combinaban con las doradas pecas que decoraban su piel, así como una cabellera dorada indomable. De las cinco presentes, parecía ser la única verdaderamente interesada en sus palabras, así como la que más magia parecía contener dentro de sí.

—Busco la paz, seguir con la tranquilidad con la que han gozado durante siglos —añadió Elain, esperando que aquel pequeño empujón terminara por cerrar las duas que quedaban.

—La paz es una ilusión, fae —volvió a hablar la reina de piel como el granito—. Ustedes tienen la eternidad para pensar, los humanos nunca tenemos tiempo ni el lujo. El hambre acecha, ustedes siempre están amenazando con invadirnos y regresar a las Edades Olvidadas.

Elain se mordió la lengua antes de decirle cualquier cosa que fuera a meterla en más problemas. Se recordó que ella no había participado en la Guerra, que ninguna de ellas lo había hecho pese a que quisieran hacerle creer lo contrario, así como tampoco sabían de lo que ella era capaz, de lo mucho que le costaba mantener la calma.

—Entonces, sus Altezas, quisiera que la paz ilusoria actual siga existiendo, por el bien de todos aquellos que han tenido una vida agradable y nada tienen que ver con las disputas actuales o pasadas —sentenció, sintiendo que parte de su poder se escapaba de su control, una ligera onda que le permitió ver en detalle cada piel, cada trozo de cuero que podría cortar sin hacer uso de nada más que sus uñas—. ¿Qué dicen?

Las cinco Reinas intercambiaron una mirada antes de decirle que le harían saber su decisión después de que les mostrara su valor o una oferta que les resultara interesante. Con eso, desaparecieron de la misma manera en la que llegaron, eliminando la magia que las había envuelto hasta entonces como una capa pesada, asfixiante. Respiró hondo, mirando a la nada, con sus manos firmemente apretadas sobre la mesa, tomando un momento para volver a poner la cuidadosa máscara de tranquilidad antes de girarse hacia la puerta que se abría, dejando que pasara Graysen, quien caminaba preocupado hacia ella.

—Te doy las gracias por el favor —le dijo mientras se ponía de pie, alisando su falda y terminaba de recuperar la compostura. El muchacho la miró preocupado, sin saber qué decir, probablemente queriendo preguntar por la magia o la dificultad para entrar al salón momentos antes—. Si me disculpas, creo que debo empezar a emprender mi regreso a casa.

—Por supuesto, Elain —le dijo, pese a que las preguntas y palabras se agolpaban en sus ojos.



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