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Precios a pagar

Se considera que la guerra comienza como en las odas y cantos que entonan los bardos en las fiestas, como en los poemas que se escriben y son guardados en las bibliotecas de las familias reales. Hay una idea de que las guerras arrancan con un grito de los enemigos que hace estremecer el suelo, contrarrestado por los rugidos de los defensores de la tierra atacada, bellamente ataviados, con las armas pulidas que arrancan destellos incluso a las tímidas estrellas. Los cánticos hablan de la gloria que se alza con el sol, de la valentía de los soldados que, sabiendo su destino, se lanzan a la batalla por un bien mayor.

Quizás haya un poco de verdad en todo aquello, puede que uno que otro inocente se encuentre parado en las filas, mirando al enemigo como algo a lo que debe derrotar. La ingenuidad que todas las especies tienen cuando apenas han salido al mundo y sus cerebros todavía no han recibido suficientes golpes de realidad como para ver al entorno como una mezcla del blanco y el negro. Junto a esos inocentes no faltan los veteranos que tienen la piel cosida de cicatrices, los ojos que han visto lo mejor y lo peor de la vida, que han coqueteado con la muerte y la reconocen como una vieja amiga a la que deben ofrecer un brindis de vez en cuando.

La guerra no empieza con dos ejércitos enfrentados, no se llega a portar las armas si antes no hubo un derramamiento menor de sangre. No se hacen sonar los cuernos si en la tierra no se han visto figuras que fingen ser parte de la realidad que hay en aquellos lares. Todo empieza antes. Quizás cuando dos gobernantes se miran a los ojos y deciden que no se gustan, cuando las tierras son deseadas por ambos, cuando hay una idea que molesta a uno de los dos lados y se decide tomar medidas drásticas en el asunto.

Así habían empezado la Guerra Negra, la explosión de toda la desgracia que los humanos soportaron hasta entonces. Obviamente, no faltaron los faes que decidieron que era buena idea sumarse a ellos, ir a favor de aquellos seres que apenas vivían lo que para ellos eran sus primeros años de vida. Y, como en toda revolución que acaba en una guerra, las tierras de Prythian terminaron rojas, con cuerpos que fueron comidos por la tierra, dejando un suelo fértil donde debía haber paz, prosperidad.

Se dice que en la guerra se gana o se pierde. Ambos pierden y ambos ganan. Prythian había perdido a unos cuantos Señores tras la Guerra Negra, tanto porque habían dejado que el caos fuera una cortina en el momento para tapar viejas rivalidades, como venganzas por riñas nuevas y viejas.

—¿Será cierto? —preguntó Balthazar, mirando a sus compañeros en el Campo de Entrenamiento, tomando una de las espadas de práctica y moviéndola para probar su peso y equilibrio—. El asunto de las bestias que mencionó Devlon antes de marcharse.

—Ni puta idea, quizás sí y estamos todos jodidos, o quizás no y es una simple paranoia de viejos que de culo pueden ver más allá de su nariz —dijo Ceir.

Balthazar apretó los labios, mirando una última vez a su espada antes de dejar salir un suspiro. No, definitivamente no iban a pensar en una guerra cuando apenas podían pensar en algo que no fuera el Rito de Sangre. Mordió su labio inferior, mirando hacia Ramiel, como si pudiera escuchar los tambores que anunciaban el comienzo del rito. Un año más y podría probar que era un soldado con honor, que era alguien del que su familia estaría orgullosa.

—¡Valquirias! Recuerden por qué luchamos —vociferaba Crole cuando estaban detenidas, a una buena distancia de dónde se iba a desatar la batalla—. Recuerden el orgullo por defender sus tierras, a sus hijos, a sus maridos, padres y hermanos. Recuerden la valentía de seguir a nuestros congéneres a la guerra, de protegerlos como si nuestra vida dependiera de ellos. Recuerden qué las trajo aquí y por qué seguimos aquí.

Un grito colectivo se alzó al cielo, haciendo que varias aves despegaran asustadas, al mismo tiempo que la División Illyriana se alzaba una vez más, como un enjambre. Por detrás iban las de la División Alada, un brillo que se mezclaba con aquella sombra que se iba desplegando a lo largo del Medio, hacia el lado de las tierras mortales. Por tierra, siguiendo a la General, avanzaba la División Terrestre, con sus caballos armados, las formas animales ya tomadas, o a pie.

—¡Marchaban como la Cacería Salvaje! ¡No te miento, ma!

—Sh... Luego hablamos de soñar despierto. Anda, entra al refugio.

—¡Pero ma! Marchaban hacia la guerra, ¿no? —Varias cabezas se giraron, algunos sonriendo con cierta simpatía a los padres del infante, el cual no paraba de tironear en la dirección contraria—. El Señor ha ido, ¿van los espectros también?

—No se habla más del tema, ¡entra ya mismo!

Y las puertas de piedra se cerraron a la entrada, dejando todo en penumbras, justo a tiempo para ocultarse de la bestia que había querido ir hacia allí.

Las espadas chocaron al amanecer, justo cuando el primer rayo de luz se alzó por el horizonte, trayendo consigo las naves de Hybern que ya habían desembarcado. Rhysand miró a sus hermanos, asintiendo una vez antes de que las armas silbaran fuera de las fundas, que los colmillos fueran visibles y las alas los separaran del suelo. Con un grito de guerra, las otras Cortes empezaron a avanzar hacia el choque.

Una lluvia de flechas barrió el cielo, llamando la atención de los presentes al ver un nuevo grupo de illyrianos que avanzaban hacia ellos. Una sonrisa salvaje apareció en el rostro de Rhysand al notar el pulso de magia que empezaba a bailar entre él y Feyre. Ambos trazaron un arco en el aire, dejando que sus cuerpos se rodearan de la magia de la Noche, extendiéndose hasta que fueron unas bestias inmensas.

Dos rugidos que perforaban los oídos se hicieron oír a lo largo de todo Prythian antes de que se lanzaran de cabeza al ataque, rodeados de sus propios ejércitos. Podía ver la luz de Helion rodeándolo, convirtiendo cada pequeño rayo que tocaba su pelaje en un arma mortal. Beron ardía junto con la bestia desenfrenada de Tarquin. Un lobo gigantesco de pelaje blanco se lanzaba al ataque al lado de otro de un color rubio y con cornamenta.

Avanzaban en el terreno, la sangre corría entre sus patas. La magia bailaba desenfrenada por sus venas, saliendo por doquier. Rugió mientras destrozaba a un par más de soldados hyberianos con sus dientes.

¡Apunten! —silbó Nesta, estirando por segunda vez el arco—. ¡Fuego!

Más flechas atravesaron el cielo, cortando cuellos o rebotando contra armaduras antes de que un movimiento por el rabillo del ojo le llamó la atención. Un nuevo par de alas avanzaba por el horizonte, emitiendo un destello multicolor.

Volvió a silbar la orden para cargar los arcos. Apretó los muslos sobre los costados del pegaso, sintiendo cómo las alas se movían a la vez que el animal se sacudía, como si quisiera meterse en la batalla de una vez por todas. Dispararon.

Una sonrisa tenebrosa se trazó en sus labios al ver que demasiados soldados de Hybern se habían protegido con los escudos. Enganchó el arco y el carcaj a la montura, gritando la orden para arremeter directamente. Por el grito salvaje de las otras Valquirias, estaban tan deseosas por pelear como el pegaso que soltó un relincho cuando le dio un pequeño golpe en los flancos.

Cabalgaron al mismo tiempo que las alas emplumadas se acercaban a ellos, uniéndose a su ola como si hubieran coordinado la defensa. Descendió en picada, espada lista para empezar a cortar cabezas. El sonido de metal contra metal, gritos de dolor y euforia dominaban todo, una sinfonía que ella conocía a medias. Ajustó rápidamente una de las cintas que la mantenían atada a la silla y cortó la cabeza de un soldado en ángulo en medio de una pirueta del pegaso. Se elevaron antes de volver a caer en picada, abriendo las alas antes de estrellarse contra el montón de filos que estaban listos para recibirla.

Una runa rápida de aturdimiento permitió que unas cuantas Valquirias atacaran con mayor facilidad. Su piel ya humeaba por debajo de la armadura, dejando esa estela plateada que le hacía sentir todo, ver esos hilos de color tan pálido que bien podrían pasar por los de una telaraña.

No iba a poder contenerse mucho tiempo.

Saltó. Su cuerpo cambió a mitad de la caída, dejando que una bestia de pelaje plateado tomara su lugar. El lobo de Oorid.

Hambre. Tanta hambre.

Saliva ácida caía de aquellos cuerpos que no tenían agua. Aquellos que no tenían uno sino múltiples corazones paralizados. Gruñían mientras movían al Caldero hacia la costa, hacia donde las presas esperaban y en cualquier momento empezarían a llenar sus estómagos.

Dos bestias parecidas a ellos ya se encontraban avanzando por el campo. Los miraban con ojos azules y violetas, enseñando filas de dientes que podían rivalizar con los de ellos. Alas que se extendían tanto como las propias. Respondieron de igual forma en cuanto dejaron al Caldero donde les habían indicado. Se lanzaron hacia el frente, sin importarle qué había bajo sus pies, apenas chillando cuando una mordida helada fue hacia uno de ellos, arrancándole un gemido de dolor que resonó en ambos.

Legión. Eran la legión que iban a saciar el hambre, que llegarían a dejar de tener que merodear en aquellos prados vacíos donde habían garras que los apartaban cuando se acercaban a su comida.

Se lanzaron contra las bestias. Eran uno. Un solo corazón que podrían comer cada legión. Avanzaron, fauces abiertas, listas para succionar la vida que desprendían con tanta claridad como un manantial.

—¿Y qué pasó?

—Obvio, la Estrella y la Noche ganaron así como así —bufó, nada sorprendido el nieto mayor.

—Aburrido —replicó el primero, sacando la lengua mientras se sentaba en las rodillas del abuelo, quien sonreía con sus labios apretados y la cara llena de arrugas. Los ojos suplicantes del menor hicieron que riera por lo bajo mientras se inclinaba hacia el mayor, su memoria regresando a ese entonces.

—No ganaron de inmediato, las bestias eran impresionantes, seres que encarnaban a la peor de las muertes. —Tosió un poco—. Era un milagro de la Madre que hubieran logrado desplazarlas hacia la costa, lejos del resto. Los pocos que podíamos retirarnos porque ya estábamos demasiado heridos como para seguir luchando, pudimos ver destellos de aquello. —El escalofrío que le recorrió los huesos hizo que se sacudiera con la violencia suficiente como para tirar al pequeño que lo miraba con los ojos abiertos de par en par, brillando de emoción—. Los otros Señores se ocupaban de las tropas, eran imposibles de contener, no morían del todo, especialmente cuando trajeron el Caldero.

Gwyneth se habría estado comiendo las uñas de no ser porque estaban cubiertas por los guantes de tal forma que dejaba sus palmas al descubierto. Sentía la magia danzando en cada parte de su cuerpo, podía verla de la misma forma en que lo hacía cuando estaba meditando. Respiraba hondo e intentaba mantener la compostura, pese a que sus entrañas se estaban retorciendo hasta hacerla vomitar.

—Podemos dar media vuelta, Gwyn —dijo Kayla, apoyando una mano sobre su hombro. Había cierta sombra de preocupación y pena en sus ojos violeta como la medianoche, el de las Sacerdotisas del Norte. Volvió la mirada al frente, todavía sintiendo que las entrañas estaban a punto de trepar por su garganta y salir.

Cuatrocientos años.

—Puedo hacerlo —replicó con un hilo de voz. La mirada de la Sacerdotisa seguía sobre ella, estudiando cada rasgo, como si así pudiera comprender qué hacía que Gwyneth mantuviera la mirada al frente, qué evitaba que la palidez de su rostro se convirtiera en náuseas incontenibles. «Puedes hacerlo», se dijo, pese a que estaba respirando hondo, tratando de mantener su corazón calmado y las manos firmes a los costados.

Cuatrocientos años. Había sido apenas una niña...

—Alguien tiene que contener al Caldero —dijo al final, levantando la barbilla y tratando de recordar a Cathrin, los años que había estado leyendo aquellos apuntes que le habían dado un consuelo. Podía hacerlo. Y por eso subió al pegaso que le habían dado, taloneando sus costados al tiempo que las otras dos la seguían de cerca.

Podía hacerlo.

La guerra siguió incluso en las aguas. Cañonazos iban de un lado a otro, al tiempo que runas bailoteaban por el aire antes de que un coro de chillidos de diversas aves empezaron a resonar por el cielo, unidas a los rugidos de los Señores.

Nadie conocía a las Cambiapieles. Eran simples cuentos de viejas locas que andaban por allí diciendo que habían seres capaces de abrir en canal a lo que sea y quedarse con el cuero, adoptando la personalidad del usuario anterior. Criaturas demasiado espantosas, incluso para los seres que habitaban en los lugares más inhóspitos del Medio, más que la Tejedora.

Poco se sabía de las garras que podían tener, del amor por la sangre que las infectaba con cada criatura que devoraban. Mandíbulas eternamente coloreadas, eternamente chorreando hilos escarlata que les hacía sonreír de oreja a oreja. Algunos afirmaban que eran capaces de mezclarse con los mortales, de meterse en las casas y chuparles la sangre sin que nadie se diera cuenta sino hasta que era demasiado tarde.

¿Quién hubiera pensado que tales series poseerían algo como la moral? ¿Tendrían siquiera una noción compleja de lo que era la lealtad? Seres consumidos por los deseos más primitivos de sus propias presas, seres que apenas podían ser algo más que carcazas con forma inteligente.

Y por eso Elain voló hacia el barco del frente. Alas inmensas y silenciosas que le permitieron tirar a varios por la borda antes de que saltaran sobre las fieras cambiantes que se daban un festín. Astillas y pólvora invadían el aire en el momento que Elain volvió a alzar vuelo, alejándose por un momento el intoxicante olor metálico de la muerte. Voló hacia el cielo, cargando a un enemigo que ya debería haber muerto por la cantidad de heridas que tenía. Voló hasta que sus garras se abrieron y el cuerpo cayó hacia las aguas embravecidas que tenían demasiado color rojo en su superficie.

Un chillido salió de su garganta al ver hacia la costa, donde podía distinguir una inmensa voluta de humo que se alzaba hacia el cielo como una bandera. Dio una vuelta hacia el barco en el que había estado viajando, el cual ya celebraba la victoria, tomando a Vassa entre sus garras, la vista fija en aquella columna negra que le hacía rezar a la Madre. A sus espaldas, todavía riéndose de la excitación apenas contenida, la seguían Pein, Myrradia y Ninn, con sus alas de distintos tamaños y colores.

Su espalda chocó contra varios soldados, congelándolos al instante. Se habría sentido mal, de no ser porque estaba en ese estado donde lo único que podía ver era hilos, hilos que la guiaban a las presas que seguramente podría devorar, que podría enviar a su madrina sin inconvenientes. Una parte de ella lograba distinguir a los portadores, dando media vuelta para arrancar la cabeza de otro ser, uno de piel arcillosa que sabía a tierra en la boca.

Gruñó, parándose sobre sus patas traseras, semi-erguida mientras lanzaba zarpazos a todo ser que se acercara. Se encogió, danzando entre ellos como lo haría la brisa del invierno, quitando cabezas con la misma gracia con la que caía la nieve, filosa como el hielo. Un rastro de nieve derretida quedaba tras sus pasos. Era un baile, uno que conocía los pasos y la melodía.

En algún momento distinguió un rojo intenso a su costado, haciendo que parte del control regresara como si le hubieran dado un latigazo. Parpadeó una vez, viendo los hilos e interpretando las vibraciones que le decían cuál estaba listo para ser eliminado (una gran mayoría de Hybern, a decir verdad). Sin embargo, hubo un ligero tirón en todos ellos, sus entrañas reconocieron más rápido lo que iba a pasar antes de que lo hiciera su cabeza.

—¡Atrás! —gritó, apenas logrando salir de una explosión que provino del Caldero. No hubo gritos de agonía, pero ella lo sentía en sus muñecas, como si estuvieran tirando de ellas para llamar la atención. Apretó los dientes, dejando de lado cualquier emoción que le impidiera ver. «Está vivo», pensó una parte de ella, la única que se negaba a ceder a cualquier otra cosa que no fuera aquella brasa que se mantenía dentro de su pecho.

Vio a las bestias seguir peleando contra Rhysand y Feyre. El primero se encontraba arrancando grandes mordiscos de lo que parecía ser carne llena de inmensos gusanos, al mismo tiempo que las sombras mismas se retorcían bajo sus garras, quemando con llamas negras que enviaban un olor acre al cielo.

Blandió la espada, cortando más cabezas, rugiendo mientras su cuerpo volvía a transformarse y Ataraxia se volvía parte de ella. Avanzó, partiendo seres que no tenían ningún otro hilo más que el plateado rodeándolos. No podía estar segura, pero le parecía ver que únicamente los que ella iba eliminando se quedaban en el suelo, completamente inertes, sin nada que les volviera a dar la posibilidad de acabar con lo que habían empezado.

Sobrevolaron y apenas lograron esquivar la onda más severa del ataque del Caldero. Una mirada al campo de batalla bastó para hacerle saber a Gwyneth que Nesta estaba bien, la única que avanzaba como si supiera hacia dónde tenía que ir, abriéndose paso como si aquello fuera un torrente de agua y ella un pez.

Dieron una ligera vuelta en el aire y las sacerdotisas se miraron entre ellas, coincidiendo en una cosa: habían demasiados guardias para que ellas tres pudieran vencerlos y empezar con su parte.

Unió los dedos índices y pulgar, formando un triángulo con sus manos, dejando que la energía del Sangravah empezara a recorrer sus venas, que las marcas ocultas por la armadura empezaran a emitir un ligero destello. Sus labios empezaron a murmurar la plegaria, mientras sus ojos seguían fijos en el campo de batalla que estaba a sus pies.

«Oh, Madre que todo lo ha creado. Madre bondadosa y sabia, toma de regreso a los hijos que se han escapado de las manos de tu recolectora, de aquella mensajera que nos lleva a tus brazos. Te los enviamos con el mejor de los deseos, que sus almas encuentren descanso en aquella tierra donde todo es perfecto...» Las palabras seguían deslizándose por sus labios mientras la luz entre sus dedos empezaba a aumentar. El pegaso se removía, pero sus ojos seguían en un punto fijo. Podía ver por el rabillo del ojo que las otras dos sacerdotisas tenían las manos de manera similar, entonando las oraciones como ellas las conocían.

«A tus brazos los encomendamos, Madre». Terminó de recitar, separando los dedos para que la inmensa bola de luz turquesa se expandiera y empezara a caer sobre los soldados de Hybern. Vio a varios que caían convertidos en ceniza, otros tantos que simplemente quedaban convertidos en piedra cuando los tocaba la luz violácea de la que estaba a su derecha, o simplemente caían como costales de harina cuando era la el resplandor dorado de que estaba a su izquierda.

—Terminemos con esto —dijo Gwyneth, sintiendo que el estómago se le retorcía al distinguir al Rey de Hybern a la distancia.

Feyre cayó de espaldas cuando la bestia la empujó con una de sus alas, soltando una bocanada de fuego azul que apenas pudo neutralizar. Podía sentir que el cansancio estaba empezando a llamar a la puerta, una sensación lejana que en el instante que quisiera prestarle atención, haría que sus piernas fallaran, que sus pulmones dejaran de funcionar como debían y que la vista se le desenfocaría.

Se lanzó contra la bestia, volviendo a intentar tomarla por el cuello, pero se encontró saliendo disparada hacia las aguas más profundas, haciendo que parte de su nariz quedara enterrada. El dolor que sintió permitió que sus ojos se cruzaran, que el pararse se volviera una tarea que rozaba lo imposible. Creyó escuchar la risa lejana de miles de voces mientras se lanzaban hacia ella. Abrió los ojos, incapaz de terminar de enfocar lo que estaba a poca distancia de ella.

Dejó a Vassa con facilidad en el suelo, permitiéndole ir y arremeter contra todo soldado que estuviera al alcance. Podía manejarlos por su cuenta. A lo lejos le pareció ver a Norrine, su arco cargado que lanzaba flechas por doquier, a veces incluso le parecía que los árboles movían sus raíces como si fueran lanzas y se clavaban limpiamente en los cuerpos de los soldados que se acercaban demasiado.

Vassa pronto fue hacia la Dama, tal como habían acordado, y Elain se dirigió hacia el frente, escuchando las risas histéricas de sus hermanas mientras se lanzaban en picada contra una tropa de Hybern que seguía peleando pese a que no eran ni siquiera pequeños trozos de carne. A mitad del aire giró sobre sí misma, cayendo al suelo con sus patas delanteras y abriéndose paso a los mordiscos.

Nesta la vio en algún momento, saltando hacia el frente con su pelaje translúcido que mostraba los huesos de plata que tenía por dentro. Cuerpos sin cabeza iban quedando detrás de su hermana. Ella avanzaba al mismo ritmo, apartando con los dientes a todo aquel que estuviera en su camino, a todo aquel que se interpusiera en defensa del Rey.

Corría tan rápido como podía.

La piel del Rey se puso pálida por un instante antes de que la espada de Nesta chocara contra él. El sonido de un cuerpo pesado que caía al agua resonó a lo lejos.

Sus ojos estaban en el Rey de Hybern. Saltó hacia el frente, sacando una pequeña daga que había logrado poner entre sus ropas antes de que los asaltaran a poco de llegar a la costa.

Metal contra metal.

El Rey no la vio venir sino hasta que, luego de esquivar un corte decapitante de Nesta, Elain clavó la punta de la daga justo en el hueco de la axila que dejaba la armadura al descubierto. Arrancó la hoja al mismo tiempo que Nesta daba un paso adelante, cercenando definitivamente la cabeza del cuerpo.


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