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Oorid e Illyria

El regreso a Velaris fue silencioso. Nadie tenía ganas de comentar o traer a colación lo que había ocurrido, por lo que no se sorprendió cuando Azriel simplemente le entregó el Veritas, sin decir ni una palabra. Rhysand, todavía sintiendo que la magia estaba deseando salir de golpe de su cuerpo, dejó salir un largo suspiro antes de dejarse caer en la silla de su estudio, todavía sintiendo que quería estrangular a Keir. Había logrado a duras penas controlarse, tentado de eliminarlo, de no ser porque Keir era una maldita araña que tenía una tela inmensa. Pasó una mano por su rostro, sintiendo su ausencia, pese a que iba a regresar en breve de entregar el Veritas. Una parte de sí no podía dejar

—¿No prefieres ir a dormir?

Durante un instante estuvo seguro de que su alma había abandonado su cuerpo antes de volver de golpe. Feyre estaba frente a él, con uno de esos corsés que solía usar y los pantalones de cuero que marcaban el contorno de sus piernas. No que se quejara de tal atuendo, pero se encontró extrañando la ropa que había usado tanto Bajo la Montaña como en Ciudad Tallada, esa que podría mostrar alguna que otra marca... Sacudió la cabeza, respondiendo a su pregunta y apartando por un momento la idea de bloquear el estudio por completo y ver hasta dónde podría llegar. Podía sentir la necesidad de eliminar cualquier recuerdo de Amarantha, de demostrarle –y demostrarse– que no tenía poder sobre él. No más.

—Ya sabes lo que pasa cuando lo intento —dijo, encogiéndose de hombros.

—Rhys —murmuró ella, caminando hasta detenerse frente a él, sus ojos fijos en los suyos. Había un dolor que la partía en dos y no tardó en abrir los brazos, invitándola. Ella lo contempló durante lo que le pareció una eternidad antes de plegar sus alas cuanto pudiera, acomodando su cabeza bajo su cuello.

Fue como si hubiera vuelto a aquella época en la que todo era mucho más alegre. Inhaló su olor, sintiendo que sus ojos se cerraban ante el mismo, consumido por una sensación cálida que brotaba de su pecho. Podía sentir sus manos recorriendo tentativamente su pecho, sus dedos que se abrían y cerraban cada tanto. Se relajó, intentando acomodarla lo mejor que podía contra él, disfrutando de su calor, de la caricia, enfocándose en lo que estaba pasando en ese momento y no en las ideas que parecían estar a punto de irrumpir en su cabeza. Respiró hondo una vez más, asegurándose de sentir el olor de lilas que parecía tener naturalmente, en lugar del olor a humedad y encierro que solía haber en las habitaciones de Bajo la Montaña.

Abrió un poco los ojos, mirando directamente hacia ella, encontrando sus ojos azules ya fijos en él. Se entretuvo intentando ver cómo cambiaban los colores en sus iris, sentir cómo su ser entero parecía estar en queriendo fundirse en él y el suyo en el de ella. Se perdió en su mirada, tan parecida al resplandor de las estrellas, las mismas a las que había visto durante sus momentos más oscuros, más brillantes que aquellas tres que aparecían sobre Ramiel. Las mismas que habían llevado el alma de su hermana y su madre, y la de su padre más tarde. No tenía idea si había sido él quien se movió primero o fue Feyre, pero de un momento a otro sus narices se estaban a punto de rozar. Podía sentir su dulce aliento rozando sus labios, una caricia mucho más tentadora que cualquier prenda reveladora. Más cautivadora que cualquier canto de sirena.

Estaba seguro de que había logrado apoyarlos cuando un estallido de fuego apareció en la chimenea de su estudio, sobresaltándolos a ambos.

—¡Feyre! ¡Al Cuartel! ¡Ya! —chilló una voz antes de que el fuego se consumiera con la misma velocidad con la que apareció.

No había terminado de girar de nuevo antes de escuchar que ella le decía que volvería pronto y desapareció en las sombras. Se quedó solo, quieto en medio del cuarto, sin comprender nada de lo que estaba ocurriendo.

—¿Rhysand? —llamó Amren, abriendo la puerta con cuidado. Lo miró con el ceño fruncido antes de entrar por completo—. Oí un grito.

Recién entonces pareció terminar de captar algo de lo que había pasado. Suspiró al decir:

—Llamaron a Feyre.

El amanecer era un momento que Emerie siempre esperaba ver. A veces, especialmente en verano, luchaba contra el cansancio mismo de su cuerpo para levantarse justo a tiempo para poder ver el espectáculo matutino. Resultaba gracioso que ella, una nativa de la Noche, alguien que debía tener cierto desprecio por la luz, quisiera verla. Los primeros rayos eran como magia en un estado tan puro, tan arcaico, que se permitía ser una niña y jugar a atrapar un poco de la luz en el metal de la pieza que tuviera en su bolsillo. Solía admirar como el tono frío, plateado, se convertía en un arcoíris en el ángulo correcto, cómo sacaba destellos que le recordaban a las estrellas y usaban en la División Illyriana para comunicarse de vez en cuando.

Bueno, no era mucha novedad que ella hiciera eso. Había otras cuantas illyrianas que también abandonaban el Cuartel General para ir a tomar algo de sol, estirando sus alas o volando alrededor de los acantilados que las protegían.

Lo que era inusual era ver a Nesta con ella, quizás con el rostro cansado tras tantos planes, idas y venidas que venía haciendo en los últimos días. Llevaba la pechera que habían diseñado entre ellas, un prototipo que, de ser exitoso, podría ser útil en la batalla. Su amiga, y superior, le hizo un saludo breve antes de ponerse a su lado, también contemplando el sol dorado que trepaba por el horizonte sin prisa ni pausa.

—¿Lista? —Nesta asintió con la cabeza una vez—. Hice algunos ajustes desde la última vez que las usaste —comentó, agachándose sobre el bulto de telas y sogas que había traído consigo. Parte de ella rogaba que nada se hubiera roto en el camino.

—¿Qué cambiaste?

—Un par de cosas; el agarre, por ejemplo. Ya que tienes esos extraños huecos en los omóplatos, pensé que podríamos simular mejor la estructura ósea de un illyriano —empezó sacando las sogas que mantenían a su creación firme, segura de cualquier desajuste que pudiera llegar a convertir tantas noches de desvelo en un fracaso. Soltó un suspiro de alivio mientras empezaba a encastrar las piezas sin problema—. Con el modelo anterior encontré la forma de recrear las membranas y huesos, pero me parece que me falta un tiempo para ver cuál es el peso ideal.

Desconocía si su amiga seguía al menos un cuarto de lo que estaba diciendo, pero ayudaba un poco toda aquella cháchara. El silencio del taller podía ser agobiante al cabo de un tiempo, el calor del horno y los metales le secaban la garganta seguido, por lo que hablar consigo misma estaba fuera de cuestión.

—¿Cómo imita a la estructura?

Emerie sonrió para sí mientras seguía con la otra ala, disfrutando de la oportunidad. Sus dedos se movían con facilidad sobre las piezas, ajustando, acoplando y dando ligeros toques donde era necesario.

—Intenté hacer unos ganchos que se deberían acoplar a tu hueso, y, de ser posible, a los músculos. Gwyn sabe mejor que yo el tema de las runas que habría que grabar para que funcione sin necesidad de que andes gastando tanta magia para mantenerte en el aire o moverte.

Al menos, con las runas más complejas. No era imposible hacer un pedazo de madera capaz de caminar, pero ¿coordinar alas para que respondieran como si fueran músculos? Oh, Madre, eso era un nivel muy por encima de sus capacidades. Y le encantaba.

La ayudó a pasar las correas por sus brazos, conteniendo una carcajada cuando Nesta tuvo que contorsionarse para lograr pasar el segundo (siguiente detalle a mejorar) y definitivamente no se detuvo al verla casi caerse de espaldas. Las alas eran de hierro, con trozos de cuero que había logrado atar a las puntas con ganchos y un pegamento especial. Eran rígidas, más pensadas para planear que para un vuelo largo. Si todo iba bien, esperaba que las articulaciones se movieran, que empujaran el aire como debían hacerlo las reales.

En el peor de los casos, Nesta tendría que usar toda la magia para no estrellarse contra el suelo.

—Demasiado pesadas —se quejó su amiga, ligeramente inclinada hacia adelante. Emerie se tragó la risa, pese a que Nesta le estaba dando una de sus miradas más letales. Decidió que era mejor seguir con la parte teórica y práctica de una herrera.

—Pero robustas. Si fueran más livianas y con tantos cambios que hay por hacer, terminarían demasiado frágiles —señaló, todavía con rastros de risa en su voz pese a todos sus esfuerzos. La elfa asintió una vez antes de tomar una larga exhalación y acercarse al borde del acantilado donde estaban. A sus espaldas pulsaba la barrera protectora del Cuartel General y del territorio donde entrenaban. Emerie podría ver la construcción milenaria sin problemas desde allí: una roca enorme que salía como un colmillo de la tierra misma, con un bosque y paredes de piedras que eran quizás un tanto o más altas que el Cuartel. Dudaba que algo de todo aquello fuera del todo natural, pero no iba a ser quién buscara algo de lógica a la extraña geografía del Medio—. ¿Lista?

—No me queda otra —le pareció que mascullaba su amiga antes de dejarse caer por el borde, con aquellas alas tan poco elegantes que parecían demasiado grandes en su delgado cuerpo. En ella parecían pobres intentos de imitación que usarían los niños de otras razas cuando jugaban a la Guerra Negra o simplemente querían ser como los illyrianos. Se asomó, conteniendo el pánico de ver desaparecer la figura plateada de su amiga entre los árboles.

Pasó un latido.

Dos.

Tres.

Diez.

Hubo un estallido de magia plateada antes de que Nesta saliera despedida hacia el cielo como una flecha. Emerie cayó sentada, abriendo sus insensibles alas, empujada por una helada ráfaga de viento que le apartó todos los pelos de la cara. Quizás incluso había sentido esquirlas de hielo que se derretían al tocar su piel. Parpadeó, elevando la mirada y riendo como la primera vez que habían testeado la idea. No era elegante, ni siquiera tan asombroso como esperaban, Nesta tenía que prácticamente mantener toda una corriente de bajo suyo para siquiera lograr elevarse y no había esa gracia natural que solía verse en Feyre, por ejemplo. La vio trazar torpemente un giro antes de frenar con otra ráfaga de viento, congelando el suelo a unos cuantos pasos por delante de ella.

El suelo había dejado de ser de un tono gris oscuro para ser blanco. Su amiga parecía brillar como pocas veces en la vida la había visto; no era la sonrisa deslumbrante de Gwyneth, o la afilada de Feyre, ni siquiera la amable y elegante de Elain. Nesta sonreía como lo haría el hielo que llevaba dentro: rápido y fugaz, un reflejo del sol que desaparecía al instante.

—¿Qué?

—Sigue siendo raro verte sonreír —respondió Emerie, encogiéndose de hombros mientras Nesta volvía a tener su expresión de hielo, quitándose el armatoste y soltando un ligero siseo de dolor. Emerie tardó más de lo debido en darse cuenta de las manchas rojas que caían por la espalda de su amiga y las que caían de las alas—. ¡Mierda, Nes! Aguarda un momento —masculló mientras sacaba un poco del polvo que Elain le había dicho que ayudaría a limpiar cualquier herida que tuviera, así como permitir que se cerrara más rápido.

—Deja —murmuró su amiga, dejando salir una especie de vapor helado de su piel, como si ella estuviera convirtiéndose en menos que agua. Emerie hizo oídos sordos y tiró dos pizcas en cada lastimadura, viéndolas atentamente mientras estiraba una mano para sostener el armatoste que tendría que desarmar para volver. Y luego limpiar.

Nesta se mantuvo en silencio hasta que Emerie dejó de mantener una mano sobre su hombro, como si así lograse mantener un ancla o fijarla en el lugar. Abrió la boca para hacer una pregunta cuando le pareció oír algo, como un pitido.

Con el ceño fruncido, Nesta se acercó hasta el borde, arrodillándose antes de decirle en voz baja que debían regresar. Le preguntó qué ocurría, pero la Capitán Ala-Blanca mantuvo sus labios sellados, con los ojos congelados en el Cuartel mientras regresaban, casi saltando entre las rocas que permitían una especie de ascenso y descenso. Trotaron por el bosque que había entre la barrera y las paredes de roca; Emerie ya miraba incluso a las sombras, esperando que cualquier ser de pesadilla saliera de allí.

Un grito de ultratumba resonó por el valle.

No había visto nada, pero Nesta no podía quitarse la sensación de que había algo reptando por allí, buscando la entrada, un punto débil, mejor dicho. Se sentía desnuda sin sus armas, pese a que solía andar sin ellas en las últimas semanas. Su mano ansiaba tener el mango de alguna espada, la que fuera, entre sus dedos, una defensa y ofensa que le permitía mantener el cable a tierra. Acompañó a Emerie hasta su taller, todavía sin poder dejar de pensar en el sonido agudo que le había hecho castañear los dientes.

Y el aullido le había dejado los pelos de punta.

Vio a la illyriana dejar las alas sobre su mesa de cacharros, callada, como si no quisiera hacer preguntas que convirtieran a los temores en realidad.

—Creo que ya tengo lista a Ataraxia —le susurró con la voz ahogada de emoción, mientras se paseaba por entre sus mesas. Nesta casi se sintió como un perro escuchando el silbido de su amo ante aquellas palabras. La observó con ojos de halcón caminar hasta una de las mesas del fondo, sacando una de las espadas de doble filo enfundadas casi con reverencia. Los dedos de Nesta se crisparon por la necesidad, como si una parte de su alma estuviera allí y la tenía que reclamar cuanto antes—. Ten.

Y la tomó como una madre toma a su bebé recién nacido. Agarró el mango, perfectamente amoldado para que su mano pudiera sostenerlo sin problema, casi soltando un ronroneo ante el contacto. Sonrió internamente ante el elaborado detalle de este, recordando los pequeños momentos que tenía mientras esperaba que llegaran los nuevos informes de Feyre; estaba segura de que podía trazar con los ojos cerrados aquellos rizos que iban y venían como una ventisca de invierno. La desenfundó con reverencia, admirando cada centímetro que iba apareciendo, así como el tenue brillo azulado de la hoja que le recordaba tanto a su propia magia.

Miró a su alrededor, midiendo un poco su espacio antes de trazar un simple molinete, haciendo que silbara el aire al ser cortado. «Perfecta», pensó al volverla a enfundar. Murmuró un gracias a Emerie, quien asintió con la cabeza, y se marchó con la espada anudada al cinto. Lista para empezar a recorrer los pasillos.

Todo el resto del día estuvo con la sensación, por mucho que se concentrara en los papeles, en la comida, en los informes, en las investigaciones, en el Veritas que Feyre le dejó ni bien lo tuvo en sus manos... Era como una voz insoportable que le pedía que le hiciera caso. Conocía a alguien, más bien algo, que era de esa forma, y las pocas veces que le hablaba... «Madre bendita», pensó mientras se ponía de pie de inmediato, haciendo que su silla se cayera estruendosamente antes de salir corriendo bajo la mirada curiosa de las valquirias y sacerdotisas.

Abajo. Abajo.

Descendió más allá de los talleres, más allá de los almacenes donde mantenían comidas más duraderas y las cocinas.

Más abajo.

Fue hasta donde tenían los calabozos, aquellas celdas vacías que pronto podrían empezar a llenarse de enemigos, amigos, traidores y quizás incluso heridos, cuando estallara la guerra contra Hybern. La misma que querían evitar.

«Sigue bajando.»

Raras eran las ocasiones en las que iba hasta allí; de hecho, no era capaz de recordar la última vez que había llegado a esos niveles. ¿Quizás en la extraña ocasión en la que tanto Feyre como Gwyneth estaban en distintas puntas de Prythian como para ayudarla con la época de celo? No importaba, no realmente.

«Ya casi...»

Apoyó la mano sobre Ataraxia, escuchando cada sonido, cada eco, por mínimo que fuera. Su propio pulso, ligeramente alterado, le resultaba ensordecedor y molesto. Miraba cada esquina, sintiendo como sus ojos empezaban a mostrarle un mundo hecho de humo y vacío. Nunca había estado en una batalla, pero reconocía perfectamente todo aquello, esas columnas que bailoteaban en el aire y buscaban dispersarse a sí mismas. Gwyneth le había sugerido que esa era la magia, pero Nesta sabía que no era eso, porque la magia, si bien podía causar la muerte de un fae, no era tan volátil. Era como un hilo que los rodeaba y volvía a la tierra. Eso se parecía más a una nube o humo, y lo tenían incluso los humanos.

Oyó un lejano siseo y se quedó quieta, congelada en el lugar.

Estaba cerca de un camino que doblaba hacia una zona más profunda, quizás un viejo pasadizo. Pegó su espalda a la roca, asomándose con cuidado por el borde, esperando distinguir algo más que la negrura que había por todos lados. Parpadeó una vez y pudo ver una lejana figura de humo que avanzaba hacia ella. Empezó a intentar saber qué era cuando escuchó más sonidos, como de risas secas, de garras contra rocas.

Sin perder ni un momento, retrocedió tan rápido y silenciosa como pudo.

Había alcanzado la escalera que daba al resto del Cuartel cuando escuchó un grito de guerra que provenía de su espalda. «A la mierda el silencio y discreción», pensó al empezar a subir los escalones de dos en dos, dejando que sus pies congelaran el suelo y el aire se volviera cortante a sus espaldas. Con suerte, eso les daría algo de tiempo.

Siguió subiendo y congelando, buscando una de las tantas campanas de alerta que debían tener para poder advertir situaciones como aquellas. En cuanto encontró una, enorme y empotrada contra una pared, corrió hacia ella, empujándola con todas sus fuerzas hasta que el sonido empezó a resonar por todos lados.

Subió a otro piso, donde las artesanas y herreras se asomaban al pasillo, el miedo empezó a ser palpable en el aire.

—¡Infiltrados! ¡Suenen las alarmas! —vociferó e inmediatamente todas empezaron a correr de un lado a otro—. ¡Corran a los refugios! ¡Nada de jugar a ser heroínas! —añadió, avanzando hasta la siguiente campana, también haciéndola sonar mientras algunas herreras corrían escaleras arriba y las pocas guerreras que había allí sacaban sus espadas y escudos, así como las runas empezaban a brillar, algunas recitaban hechizos y otras, encantamientos. Hizo un gesto para que la siguieran—. Vamos al nivel inferior. Tenemos el terreno a favor. Aprovechémoslo.

Antes de que pudieran organizarse, irrumpió el primero de los infiltrados en el pasillo. Piel arenosa, dientes sin labios y ojos negros que brillaban como piedras en la noche. Un attor. Con un movimiento de su mano le congeló la cabeza, haciendo que el ser cayera de espaldas. Esquirlas de agua y sangre que pronto salpicaron el suelo y las paredes.

Los otros no tardaron en aparecer. Nesta sabía que había rugido alguna orden, un comando, pero su cabeza se enfocó en lo que tenía enfrente. En la melodía que empezaba a sonar en su cabeza mientras sus pies ejecutaban una coreografía improvisada.

Corte. Freno. Una finta para esquivar un ataque.

Maldijo todavía tener la pechera cuando una garra rozó su costado y sintió un ligero ardor. Cercenó la mano que poseía dicha garra.

Ataraxia silbaba en su mano, cantando al son de cada corte, estocada y disección, separando cuanta carne enemiga estuviera a su alcance.

Todo era plata, los gritos eran lejanos y su madrina se paseaba por los corredores.

Devlon le había dicho que era urgente. Cassian quería responderle un "urgente las pelotas", todavía intentando recuperarse de todo el circo que había sido el día anterior y apenas pudiendo con el malhumor que solía venir con las visitas a Illyria. Lo frenaba únicamente el que no iba a terminar bien para él si decidía abrir su bocaza. Había dormido mal, todavía podía ver a Rhysand con los ojos cansados y con cara de evidente mal humor, quizás haciendo el doble de esfuerzo para mantener su compostura.

Como siempre, llegaron en silencio y el Comandante los recibió con la conocida expresión adusta con la que solía hacerles saber a él y sus hermanos que estaban en problemas. En otra ocasión, hasta se habría divertido soltando alguna broma idiota para aligerar el ambiente; en ese momento se limitó a cruzar los brazos y plegar sus alas. Miró a los alrededores, encontrándose con soldados illyrianos y cadetes. Todos ellos estaban tensos y parecían estar esperando un ataque.

—Hasta que llegan —comentó Devlon con su usual voz que oscilaba entre el aburrimiento y el eterno humor de perros. Cassian se posicionó por detrás de Rhysand, tan firme como podía estar.

—El aviso me llegó hoy a la mañana —dijo su hermano, encogiéndose de hombros y ganándose algunos gruñidos de parte de los otros illyrianos que había cerca. El Comandante los miró con su mirada firme, sin ceder ni un ápice—. Dijiste que había problemas, ¿cuáles?

Devlon se mantuvo en silencio antes de pedirle que lo siguieran. Cassian intercambió una mirada con Azriel, quien se encogió de hombros disimuladamente, y no tuvo dudas de que ya estaba enviando a sus sombras para poder ir adelantándose a cualquier sorpresa no bienvenida. Windhaven seguía siendo como en sus recuerdos, con las casas rústicas y sencillas, con las mujeres y niños mirando todo desde la seguridad del interior. Pocas se detenían a verlos, pero la mayoría mantenía su mirada gacha y las alas cubiertas por una capa.

Salieron un poco del círculo donde estaban, divisando una pequeña cabaña que habían dejado abandonada. Caminaron hacia allí, rodeando unas rocas enormes que parecían hacer de resguardo para la construcción.

Estaban a unos pocos pasos cuando Cassian creyó ver un destello rojo que pasaba frente a ellos y se metía por la puerta como una exhalación, haciendo que empezaran unos murmullos. Devlon aceleró el paso, así como el resto de ellos. El Comandante se abrió paso sin delicadeza, apartándose a un costado para revelar a una hembra que tenía claramente sangre de los Alto Fae, con las mismas orejas puntiagudas y afiladas que tenía Rhysand, aunque ella poseía unos ojos enormes, casi inocentes, de un color azulado. Vestía un conjunto de cuero que se parecía bastante a la armadura illyriana, aunque sin los cortes ni trozos de metal que solían tener encima.

Estaba tensa a más no poder, sus manos parecían estar a punto de brillar en medio de una habitación completamente vacía. Claramente no vivía nadie allí.

—¿Qué haces aquí? —gruñó el más viejo de los cuatro.

—Cumplo mis funciones, comandante Devlon —le replicó ella y recién entonces Cassian reparó en las pequeñas que se ocultaban detrás de la hembra. La misma alzó la barbilla, desafiante, estirando su espalda un poco—. Si tiene problemas, arregle las cuentas con Ala-Roja o Ala-Blanca cuando puedan venir.

Cassian miró a Azriel de reojo, quién estaba más quieto que nunca, con una expresión algo contrariada, pese a que no revelaba mucho. En algún momento la mirada de la hembra cayó en Rhysan, e inmediatamente hizo una reverencia.

—Señor Rhysand.

—Un gusto volver a encontrarnos, Sacerdotisa Gwyneth —saludó, probablemente con esa sonrisa que solía poner a más de una hembra temblando y besando sus pies. Para su crédito, la Sacerdotisa no parecía exactamente halagada, más concentrada en Devlon que en ellos—. ¿Nos permites un momento a solas Devlon?

—Mientras esas niñas regresen con sus madres o con adultos que puedan cuidarlas, no hay problema —gruñó el Comandante y Cassian casi pudo ver la fiereza de una madre protectora en los ojos de la hembra, a punto de saltarle a la yugular mientras se acomodaba para que su cuerpo cubriera mejor a las pequeñas en cuestión. La escuchó murmurar algo, pero no era comprensible como para que tuviera significado alguno. Sin alterarse por lo que bien podría ser una amenaza, el viejo illyriano se marchó, murmurando algo sobre dementes o hembra que no respetaban su lugar.

Cualquier cosa era posible.

Gwyneth no se relajó hasta pasado un buen rato, mucho después de que los pasos de Devlon se hubieran perdido para sus oídos. Recién cuando ella consideró que no había peligro, le murmuró, en un torpe illyriano, a las niñas que estaría todo bien. Cassian las miró con cuidado, sospechando que debían estar cerca de su primer siglo. Todavía no les habían mutilado las alas.

—¿No se supone que deberías estar en la Biblioteca? —preguntó Rhysand, sus manos metidas en los bolsillos.

—Fey... Hubo un asunto que tenía que atender en Illyria —dijo, volviendo a enderezar su espalda—. Son hijas de una conocida mía.

—¿Y las estás cuidando? —Ella asintió con absoluta seguridad. Rhysand chasqueó la lengua antes de soltar un suspiro—. Feyre recibió una llamada de que tenía que ir a un cuartel cuanto antes.

Gwyneth abrió y cerró la boca varias veces, y apartó la mirada. Antes de que pudiera decir algo, las pequeñas empezaron a soltar todo.

—¡Estaban atacando! —empezó una de las niñas echándose a llorar. Gwyneth de inmediato se volvió hacia ellas, tomándolas por los hombros mientras les decía de nuevo que todo estaría bien.

—Montones, demasiados, más de los que nunca habíamos escuchado —añadió la otra, con los ojos llenos de lágrimas e hipando.

—Niñas, niñas... tranquilas, no va a pasarles nada —murmuraba la Sacerdotisa con una voz que definitivamente no había usado con ellos.

—Eso dijeron antes de mandarnos lejos —le recriminó la primera y la hembra mayor parecía tensarse cada vez más con cada palabra que decían.

Rhysand intervino.

—Gwyneth, ¿qué está pasando?

No era él quién estaba prácticamente entre la espada y la pared, recibiendo recriminaciones y preguntas por todos lados, pero Cassian se encontró a punto de responderle lo que sea que pasara por su cabeza.

Las niñas volvieron a adelantarse a la mayor.

—Atacan a las valquirias, mi hermana...

—Muchos, muchos...

Las dos niñas empezaron a llorar al tiempo que Gwyneth parecía tener un ataque de tos, uno que prácticamente la sacudía de pies a cabeza. Los tres se acercaron cuando empezaron a escuchar la tos ronca y las dos niñas lloraban más fuerte. La Sacerdotisa las abrazó con fuerza, pese a que su cuerpo seguía revolviéndose.

—Las Valquirias han caído —logró decir Rhysand cuando le dijo a Gwyneth que parara. Ella lo miró con una mezcla de emociones, apenas logrando contener los espasmos. Lágrimas caían por el borde de sus ojos.

—Sí, cayeron. En la Guerra Negra —confirmó la hembra pelirroja con voz ronca y sin soltar a las niñas. Rhysand pareció captar un mensaje oculto en las palabras de la hembra, pues de inmediato la tomó por los hombros, apartándola de las chicas, quienes se abrazaron entre ellas.

—¿Dónde están ahora? ¿Puedes llevarme?

La hembra pareció dudar un momento antes de morderse el labio, devuelvo empezando a toser, y mirar a las dos pequeñas.

—Vayan con sus mayores —ordenó, respirando hondo—. Y , por favor, no digan nada sobre nosotras a nadie. —Las niñas asintieron fervientemente antes de salir corriendo hacia el resto de las casas. Cassian las siguió hasta la entrada, distinguiendo a unas cuantas hembras que las rodeaban y empezaban a cotillear, siempre echando miradas venenosas en dirección a la casa donde estaban. En cuanto Gwyneth salió, con los ojos rojos y todavía tosiendo, les dijo que la siguieran.

Caminaron por la ladera de la montaña durante un buen trecho. Ella casi parecía ir danzando entre las rocas, mientras que ellos bufaban y varias veces estuvieron a punto de caerse y partirse la cabeza. Por puro orgullo y fuerza de voluntad, Cassian no soltó un grito agudo cuando una piedra se desintegró bajo su peso. Se preguntó por qué no estaban volando, pero ya era demasiado tarde para hacer esa clase de preguntas.

Se adentraron a una caverna que era imposible de ver desde la distancia. Gwyneth movió una mano, haciendo que su mandíbula casi tocara el suelo al ver una cantidad absurda de runas, letras en varios idiomas y braseros que se encendieron al instante, revelando una laguna imperturbable. La luz empezó a danzar en el techo de la caverna, haciendo que sus ojos picaran un poco ante la luz.

—¿A dónde lleva? —preguntó Azriel de repente.

—Al Medio —respondió Gwyneth con voz cascada, caminando con seguridad hacia el interior de la laguna. Estaba con la mitad de su torso sumergido cuando se volvió hacia ellos, revelando una piel cada vez más translúcida y los ojos más redondos que antes—. Vamos, antes de que esto sea más arriesgado de lo que ya es.

Los tres se miraron en silencio y la siguieron. El agua estaba helada.



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