Hija dorada
Nada. Eso era todo lo que podía hacer y sentir.
Apenas era capaz de distinguir el momento en el que estaba despierta o no. Podía ver ese hilo dorado que quería entrar en ella, pero era tan tenue que apenas era suficiente como para que ella pudiera seguir adelante. Sabía que comía, pese a que estaba empezando a ver de nuevo esas praderas vacías, donde voces chirriantes actuaban como cantos de pájaros.
Sentía ese mismo frío y vacío que hacía unos pocos meses. Su cuerpo era una carcaza que le quedaba enorme, una piel que en cualquier momento iba a abandonar por completo.
Le pareció oír algo entre los susurros que la rodeaban cada vez más, pero ¿cómo podría saber si eran reales? Sentía un regusto lejano en su lengua, quizás alguna comida anterior. ¿Acaso estaban moviendo su cuerpo? Quizás sí, considerando que había creído escuchar y ver la silueta de Feyre. ¿No le había murmurado algo?
Soltó un intento de quejido por sus labios al sentir un dolor sordo a lo lejos. Su corazón latía con demasiada fuerza en su pecho, demasiado ruidoso.
Tamlin.
El nombre era lejano, el único que podía repetir cuando tenía la suficiente energía como para formular un pensamiento.
Tamlin.
Se aferró a la sensación cálida. Aquel hilo parecía brillar con más fuerza cuando decía ese nombre.
Tamlin. Tamlin. ¿Qué quería decir Tamlin? Podía recordar vagamente su rostro, duro y rodeado de hojas y pétalos cuando sonreía. «Ojalá pudiera volver a verte», murmuró una parte de ella.
Si la Madre era verdadera, si era una diosa más piadosa que los dioses de su pueblo, quizás le estaba dando un momento. Al menos podría irse con el recuerdo de él cerca, fresco en su mente.
O eso esperaba.
No podía estarse quieta. Caminaba de un lado a otro de la galería, sintiendo que sus manos sudaban, que las garras estaban saliendo de sus uñas y el corazón no paraba de querer salir de su pecho, abrirse paso entre sus costillas. Entrelazó sus dedos antes de llevarlos a sus labios y respirar hondo, inhalando el aroma de las glicinas, rosas y helechos que había en el ambiente, como si así pudiera recordar su lugar, volver a la tierra. Su piel picaba, como si estuvieran tirándole agua hirviente sobre ella, pidiéndole que cubriera con una de sus tantas pieles.
Era difícil ver lo que tenía enfrente. De a ratos era capaz de ver un caldero lleno de decorados antiguos, con inscripciones que no podía comprender, aguas turbulentas en el interior, y, aun así, se mantenían de un perfecto transparente, como si fuera cristal líquido. Se veía ahogándose en esas aguas al mismo tiempo que pasaba junto a un pequeño estanque con nenúfares. Quería respirar aire puro, sin agua, a la vez que sentía la dulce brisa primaveral que entraba a sus pulmones.
—¿Elain?
Dio un brinco en el lugar antes de volverse hacia Lucien, quien la miraba con la cabeza ladeada, la preocupación apenas un ligero tirón en el pecho.
—Oh, disculpa, no le escuché acercarse —dijo, limpiando las manos en la falda del vestido, parpadeando para aclararse la visión—. ¿Sucede algo?
—Tamlin me dijo que tenemos que ir a Hybern. —Frunció los labios, como si no supiera si debía o no decir lo siguiente, aunque Elain lo sospechaba—. es sobre Norrine.
Requirió de toda su fuerza de voluntad para no temblar ante lo que se sacudió dentro de ella. El agua la rodeó por completo, entró en su cuerpo, invadiéndola... Esbozó una leve sonrisa antes de decir que iría a prepararse.
Lucien la miró de pies a cabeza, como si pudiera ver todo lo que pasaba dentro de ella con total claridad. Un suave clic del ojo mecánico fue todo lo que escuchó antes de que él asintiera y la acompañara hasta la puerta de su cuarto. Ninguno de los dos dijo ni una palabra mientras avanzaban por los pasillos. Nesta le había contado por encima que tenían a un traidor o un infiltrado, y algo le decía que en breve encontraría dos hilos que se entrelazaban.
Una vez dentro de su habitación, necesitó un momento antes de empezar a quitarse el vestido y ponerse el uniforme que menos quería utilizar. Se contempló en el espejo mientras acomodaba los pantalones bajo la falda corta, la pechera que apenas marcaba su figura. Todo eso cubierto por la capa que caía por sus hombros. Deseaba estar sobrereaccionando, pero el nudo en su estómago le decía que no.
Gwyneth deslizó el libro que Merrill de regreso al estante, poniéndose de puntillas para poder terminar de acomodarlo como correspondía. Su cabeza seguía pensando en las barreras del Cuartel, como si necesitara terminar de resolver uno de esos vacíos que tantas veces encontraba en la Historia. Contemplaba los libros en su carrito, bajando hacia la zona más profunda de la biblioteca, todavía pensando en las runas extrañas que estaban en las paredes de piedra, grabadas con tal maestría que era imposible saber si eran recientes o no. Contuvo un escalofrío, y no sabía si era por el recuerdo de aquella magia que tenía una melodía tan antigua como quizás lo habría sido la Monarquía o por las sombras que se movían en esa parte de la Biblioteca. Mordió la uña de su meñique antes de apartar la mano de la boca y secarla en la túnica, acomodando dos libros más, sintiendo que los pelos de su nuca se erizaban bajo la mirada del ser que vivía allí abajo.
Elain se sentía como un ratón y odiaba al sentimiento al punto de que quería cubrirse con la capa y gruñir. Desconocía si era parte de la herencia de Styrga o el asunto con sus hermanas y el Cuartel. El rey de Hybern bien podría haber sido su pariente, conociendo a sus tíos biológicos, no tenía ese amor por la sangre y sus ojos se veían tan negros como los de la Tejedora. La sonrisa era una copia burda de una mueca, pero de todas formas seguía siendo quien llevaba la corona en aquel sitio. Miró a las paredes del sitio, ocultando el ligero mareo que tenía dentro luego de que los hubieran transportado con un hechizo de viento.
Cuanto más observaba los alrededores, olvidándose de las palabras que estaba soltando el macho que los guiaba a los tres, más podía sentir la opresión en el aire.
No había ventanas. No había puertas. Era un corredor recto, directo a la boca del lobo que buscaba devorarlos, con guardias que los miraban sin mucho interés, completamente muertos en vida. A su lado, Lucien rozaba su mano, si era intencional o no, se escapaba de su conocimiento, pero el contacto era más que bien recibido, un recordatorio de que las cosas podrían salir bien. Echó una mirada en su dirección, encontrándose con la expresión más seria que había visto en sus finos rasgos.
A veces era fácil olvidar que, así como Tamlin, el campo de batalla no era algo desconocido para Lucien, por más que no hubiera participado en la Guerra Negra. Después de todo, la Corte del Otoño tenía rumores de ser tan bélica como la Noche. En ese momento, con los hombros echados hacia atrás, los ojos recorriendo cada esquina con fingido interés y expresión relajada, era como si pudiera ver al soldado que esperaba el momento para atacar.
Un zorro cazando un lobo.
El salón donde iba a ocurrir la reunión era amplio. Sus paredes estaban decoradas por pesados cortinajes carmesí a los costados de las ventanas. De vez en cuando era posible ver un grabado de la pared que le resultaban vagamente familiares. Los pisos brillaban de lo pulido que estaban, reflejando un enorme caldero que hervía sin fuego justo en medio de aquel sitio.
Tardó un momento en caer en la cuenta, pero sus ojos se abrieron de par en par, así como su piel perdió cualquier rastro de color. Por un momento fue capaz de escuchar a Gwyneth, apenas alcanzando la mayoría de edad, chillando, destrozada hasta no ser más que una muñeca que se movía de un lado a otro con ojos brillantes de lágrimas. Los grabados parecían estar vivos, cambiando con cada instante que pasaba.
Vio a Feyre a los pies de un lobo de hielo, con Nesta echando humo. Se vio a ella misma, tejiendo en una cabaña en un pequeño claro del Medio.
—En verdad que no esperaba menos de la única Corte que resistió a Amarantha —dijo el rey con una voz grave mientras caminaba hasta un trono. Sus ojos relampagueaban y la mueca de sonrisa solo hacía que la Elain quisiera salir corriendo de allí. El cabello lo llevaba peinado hacia atrás, sujeto por la corona circular que tenía en la frente y se elevaba como picos de montaña—. Me gustaría esperar al resto de los invitados, si no les molesta.
Los ojos de Elain se fijaron en las sombras por detrás del rey, como si pudiera ver la silueta de Feyre allí, esperando. A sus espaldas, oyó un chasquido y notó un destello que le resultaba más que conocido. Apretó las mandíbulas antes de girarse hacia las Reinas, apenas conteniendo un jadeo de sorpresa al contar cuatro cabezas en lugar de cinco. No había ni rastros de la reina que parecía un león de oro. Sintió que el aire se tensaba a su alrededor, y las humanas la reconocieron, no lo hicieron saber.
Lo peor... es que todo empezaba a cobrar sentido.
El rey abrió la boca para hablar cuando un estruendo sacudió el suelo bajo sus pies. Creyó escuchar algunos chillidos antes de que todo cayera en un silencio sepulcral. No necesitaba estar unida a Tamlin para sentir la furia y el terror que lo invadía cuando divisó un cuerpo que arrastraban dos bestias flacas y con los huesos marcados, sin labios y alas apergaminadas.
Un gesto del rey bastó para que alguien tirara de ella hacia atrás, apartándola más y más del caldero. Y de Norrine.
Tamlin. Podía sentirlo llamándola, tirando de aquel hilo dorado para que volviera a él, que se sacudiera las garras plateadas que querían arrastrarla de nuevo a esas praderas, con los murmullos que se notaban molestos. Cada instante que pasaba era apenas menos doloroso que el anterior, como si el aire fuera capaz de pasar por su nariz una vez más, sin tanta dificultad. Lentamente iba notando cómo unas manos terminadas en garras se clavaban en su bíceps, sus pies que eran arrastrados por el suelo, y el hambre que le hacía rugir las tripas. Ese era el peor de todos.
Intentó levantar la cabeza, de ver hacia dónde la llevaban, pero el peso era demasiado, manteniéndola en el lugar, obligándola a seguir viendo al suelo pasar bajo ella hasta que la lanzaron cual muñeca de trapo al frente. El dolor estalló en su cuerpo entero, incapaz de soltarlo en un gemido siquiera. Se hizo un ovillo intentando empequeñecerse, olvidar el dolor de su estómago, deseando poder moverse, no sentir nada hasta que pudiera estar de nuevo en los brazos de él. Si es que era posible soñar con tal cosa.
Sintió el conocido palpitar junto a su pecho, el calor de lo que había aprendido que era la magia entrando en su ser, al tiempo que unas manos la levantaban de nuevo del suelo, sacudiéndola suavemente en un principio. La invadió una sensación de pánico y desesperación que terminó despertando todo lo que quedaba en ella. Sus ojos se abrieron de golpe, encontrándose con una marmita llena de agua hirviendo que parecía querer tragarla, tiraba de ella con tanta fuerza como lo hacía la magia de Tamlin. Se removió, sintiendo que algo dentro de sí despertaba, que luchaba por alejarse de aquello que parecía estar igual de decidido a arrastrarla.
Todo era en vano, y lo último que vio fueron las profundidades líquidas que la arrastraban con manos líquidas. Sintió que el agua entraba por su boca, nariz, que una oscuridad la consumía y la superficie se volvía un punto lejano, pese a que era imposible.
Notó cómo el mundo empezaba a volverse negro, cómo sus fuerzas mermaban, rindiéndose a lo que sea que estuviera entrando en ella. Consumiéndola por completo.
Lanzó las dagas demasiado tarde. Había aparecido cerca de la entrada del salón donde podía sentir la presencia de Elain, así como escuchar algunos gritos y voces que atravesaban la madera. Entró pateando la puerta, las alas firmemente plegadas contra su espalda, sintiendo que el alma se le caía a los pies al ver que arrastraban a Norrine. Era un saco de huesos que dos attor movían sin dificultad hacia un caldero. Para el momento en el que las hojas se clavaron en sus cuellos, la humana ya estaba siendo tragada por las aguas, el cual hervía de un color verde amarronado.
Siseó peligrosamente antes de sacar la tercera daga que tenía en el cinturón y la lanzó hacia el rey de Hybern, el cual se desintegró como si estuviera hecho de aire.
Gruñó. Concentró magia en su mano, lista para hacer que todo el maldito lugar estallara, como fuera.
—¡Fey!
Su cabeza se volvió hacia su hermana, quien tenía ese brillo salvaje en los ojos que no podía ser ninguna buena señal. Miraba hacia una puerta que se cerraba con fuerza y pasos apresurados. Corrió, abriendo la puerta con demasiada fuerza, pero solo había un pasillo vacío y lo que parecían ser restos de un hechizo de teletransportación. Gruñó de nuevo, dejando ir todo lo que tenía en un estallido que sacudió al palacio entero.
No estaba satisfecha. Quería más, deseaba tener la sangre del cobarde que se había marchado. Estaba lista para soltar todo, ir corriendo tras su presa, eliminarlas de una vez por todas, cuando escuchó que la llamaban. Giró su cabeza justo a tiempo para ver cómo Elain se deshacía del guardia que la mantenía quieta. Ambas se lanzaron hacia el caldero, aferrándose a los brazos que empezaban a emerger. Estaban a punto de meter las manos en lo que sea que fuera aquello cuando el agua empezó a salir por el borde y las patas de este se balancearon hasta caer de costado. Hubo un sonido metálico y luego, como si la escupiera, salió un cuerpo delgado, sano, con orejas puntiagudas que se asomaban entre mechones castaños de cabello.
—¡Norrine! —chilló Tamlin. Feyre era incapaz de actuar, congelada como su hermana que era apartada hacia un costado por el Señor de la Primavera. Contempló en silencio, casi reverencial, cómo un ligero brillo recorría las marcas de sus mejillas, aquellas que se habían vuelto tan nítidas como los tatuajes que Feyre tenía en su cuello y hombros. «Una de nosotros», pensó.
—Hay que salir de aquí —dijo, sacudiendo la cabeza al escuchar el sonido de pisadas y chillidos que se acercaban. Elain asintió una vez antes de cerrar la capa que llevaba sobre sus hombros, bajando la capucha. Un instante después, había un lobo con el tamaño de un oso junto al Señor de la Primavera y su esposa. Feyre se dirigió a Lucien, quien mantenía un aspecto agitado y sus ojos iban de Norrine a Elain, como si no pudiera terminar de decidir qué era más inquietante.
Lo tomó del brazo, llamando su atención de inmediato. Sus ojos dispares se detuvieron en ella, parpadeando como si recién registrara que estaba allí. Repitió sus palabras, haciendo que él asintiera de inmediato. Lo vio empezar a conjurar la magia entre sus dedos, un calor abrasador que probablemente les compraría unos segundos.
Segundos que ella aprovechó para romper el ventanal más cercano con un estallido más fuerte de lo que esperaba. Se volvió hacia los dos machos, uno que estaba a instantes de ser atacado por quien sea que viniera y el otro que estaba cubriendo a Norrine con su cuerpo. «No hay tiempo», gruñó, sintiendo que su cuerpo cambiaba sin que terminara de comprender cómo.
Con un grito ahogado, tomó a Lucien con una pata y a Tamlin con la otra, dejando que Elain se encargara de Norrine. Ni siquiera les dio tiempo a protestar, simplemente se lanzó de espaldas y abrió las alas cuánto podía hasta elevarse al cielo y alejarse.
Elain chilló detrás de ella, único aviso de que la seguía. No miró sobre su hombro, decidida a poner cuanta distancia pudiera entre Hybern y ellos.
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