Espejos complejos
Habían ido a Ciudad Tallada poco después de la visita, ni bien Morrigan terminó de hacer los últimos arreglos para definir la reunión. Rhysand se había adelantado a ellas, yendo al Salón del Trono para poner un poco de orden.
—No creo que me vayan a tomar muy en serio —dijo Feyre mientras intentaba acomodarse en el vestido que Morrigan le había dado, uno que había pertenecido a la anterior Dama, quien claramente había sido un poco más grande que ella, si se guiaba por lo holgado que le quedaba en algunas partes.
—Pues deberán —se limitó a responderle, encogiéndose de hombros. Dejó salir un suspiro mientras sujetaba la parte superior contra su pecho mientras Morrigan la ayudaba a acomodar los lazos que se unían en la espalda. «Se nota que no está hecho para alguien que usa las alas», pensó, pese a que la Dama no había tenido sus alas cortadas como otras. Movió un poco las propias, sintiendo el incómodo roce de la tela que tenía a la mitad de la espalda—. Requieren de mano dura, y me parece que tú puedes tenerla sin problema —añadió al apartarse. Feyre dejó de sostener el vestido contra su pecho, mirando hacia abajo al tiempo que acariciaba la tela, no muy suave ni tan rasposa como uno esperaría.
Una mirada a su reflejo bastó para que su cuerpo se tensara. Tenía el cabello suelto, con una corona negra que caía por su frente hasta dejar una amatista en el medio de sus cejas. El vestido violeta y plateado, de falda angosta le daba un aire de refinamiento que nunca habría soñado, ni siquiera cuando era una pequeña de sesenta años que saltaba de cualquier sitio para probar sus alas. En sus brazos, como si fueran guantes, se lucían las marcas que la señalaban como la pareja de Rhysand y la Señora de la Noche.
—Es más fácil decirlo —murmuró, acomodando un collar que le acercó la rubia. Era un poco más corto que el que solía usar para ocultarse de Rhysand, dejando una amatista justo en el hueco de su clavícula. «Y cuanto antes te pongas la corona, antes te sentará mejor». El pensamiento no terminaba de ser del todo alentador.
Avanzó por los pasillos con las alas parcialmente plegadas, con la barbilla en alto y una pose más militar que de gobernante. En el momento que las puertas dobles se abrieron para ella, todos se giraron en su dirección. Unas semanas atrás había ido como una falsa prostituta, una sanguijuela que había mantenido la cabeza gacha; para bien, o para mal, ninguno de los presentes la recordaría como tal.
Sus ojos estaban fijos en Rhysand, casi pidiéndole ayuda para saber qué no debía hacer mientras avanzaba. Él simplemente la miraba como en el templo, sus brazos con las marcas visibles que empezaban en la punta de sus dedos, perdiéndose por debajo de la camisa negra. Nada más que una banda con los colores de su familia rompía con la monocromía que lo dominaba. Feyre no podía sentirse más afortunada mientras subía los siete escalones, deteniéndose cuando Rhysand se puso de pie, ofreciéndole su mano. La tomó y ambos se enfrentaron al resto de la Corte.
—Ya que varios han estado preguntando, aquí tienen a su Señora de la Noche, quien ha jurado cuidar de nuestras tierras como lo han hecho nuestros antepasados en su entonces —anunció. Varias expresiones denotaban sorpresa y unas tantas más malestar. Por supuesto.
Se sentaron al mismo tiempo, manteniendo un poco de espacio entre el respaldo y las alas. El suelo bajo sus pies comenzó a temblar al tiempo que unos tentáculos negros se extendían desde las bases del trono hacia el final del Salón, alterando a varios de los presentes. Podía sentirlo como una presión en su cabeza, rodeándola como si fuera Rhysand pero mentes más antiguas, algunas más permisivas que otras, pero con un objetivo en común. «No permitiré que la Corte de la Noche caiga, ni que otras Cortes consideren con la potestad para vernos como menos», pensó, sintiendo que sus ojos empezaban a desenfocarse, eliminando al mundo que la rodeaba.
Parecido a entonces. No, no era ni de cerca parecido.
Apretó los dientes y manos, sintiendo que quería gritar al sentir las olas y olas de la magia que nacía de las estrellas mismas, entrando en su cuerpo sin piedad. Mantuvo la cabeza alzada, las alas parcialmente abiertas por detrás de ella, reclamando el espacio que Rhysand le había entregado. Él cargaba con parte de la Corte, ella cargaría con la otra, como lo habían hecho los illyrianos cuando se trataba de proteger sus tierras.
—Por la sangre que corre por mis venas, la Corte es mi responsabilidad, y como su Señora, me aseguraré de que la noche siempre reine en nuestras tierras —pronunció, no a los gritos ni en un susurro, sino lo suficientemente claro para que las palabras pudieran diferenciarse del caos que se había desatado a su alrededor.
No sabía cómo había logrado pronunciar todo aquello más que por pura fuerza desarrollada en las Valquirias. Tampoco importaba, los tentáculos regresaron a ella, envolviéndola como si fuera un capullo, casi de la misma forma en que las sombras lo hacían cuando se movía entre ellas. De la misma manera en que había comenzado, volvió todo a la normalidad. Rhysand le dedicó una rápida sonrisa de medio lado antes de volver a su expresión de Señor de la Noche, mirando uno a uno los nobles que iban hincando las rodillas, jurando lealtad en su dirección.
—¿Qué se supone que fue todo aquello? —preguntó por lo bajo cuando salieron del Salón, dirigiéndose hacia los aposentos. Rhysand le echó una mirada, antes de asegurarse de que no había nadie más que ellos en los pasillos.
—No tengo idea, cuando asumí eran... bueno, otro escenario —dijo, haciendo que Feyre asintiera con la cabeza una vez—. Pareciera que la magia de la noche quería saber si eras digna o no de estar en el trono.
«Por un momento creí que te perdería», susurró él en su mente, dándole un ligero apretón en la mano. Lo miró, inclinando la cabeza hacia un costado, esbozando una sonrisa de medio lado.
«Creo que ya te demostré varias veces que es difícil deshacerse de mí», le recordó, arrancándole una carcajada que resonó por los pasillos cavernosos. En cuanto llegaron a la puerta al final del corredor, la cual reconoció como la que daba a los cuartos reales, casi pudo sentir que su cuerpo entero se relajaba. Un momento de tranquilidad, sin los oídos de Kier esperando por algo que quizás le serviría para salirse con la suya. Era un problema, uno que trataría ni bien la amenaza de Hybern fuera erradicada.
No fue difícil encontrar el espejo Ouroboros, menos cuando Azriel le pasó, en un susurro, la ubicación. Vestida con sus usuales pantalones y camisa, caminó por la alcoba que le había descrito, realmente abandonada, pese a que se veía que alguien subía de vez en cuando para limpiar, así fuera con un plumero.
Observó el espejo que se alzaba frente a ella, el marco tallado con delicadeza, lleno de inscripciones que le parecieron una versión más antigua de los elfos. Se mordió el labio, dudando por un momento, considerando si no debía ir a buscar a Gwyneth para que fuera a traducirle lo que decía. «Probablemente sea una advertencia», pensó mientras se armaba de valor y trababa su mirada en el reflejo.
Frente a sus ojos había una bestia enorme, con dientes afilados de los que chorreaba saliva roja, ojos del mismo tono de azul platinado que conocía. Alas enormes se extendían desde su espalda, amenazadoras, acumulando a la noche bajo ellas, sombras entraban y salían de su cabello, así como un aire helado. Sus ojos se vieron a sí misma en un momento, una hembra con alas quizás demasiado grandes para su cuerpo, ojos anormales y un cuerpo marcado por el entrenamiento, así como unos brazos llenos de marcas que llegaban hasta la mitad de sus bíceps.
—El peso del mundo tiene siete pilares que lo sostienen, y a tí te siguen de cerca los lobos —murmuró una voz, dándole un escalofrío que la sacudió por completo, pese a que sus ojos seguían fijos en el reflejo—. Equilibrio es lo que se busca, y es lo que se dará.
Parpadeó y de la superficie plateada no quedaba más que una especie de vidrio empañado. Su corazón latía con fuerza, como si hubiera estado entrenando intensamente hasta hace no mucho. Abrió y cerró las manos, intentando destensar los dedos mientras se acercaba al marco y lo tomaba. Mordió su labio inferior, preguntándose cómo haría para llevarlo hasta la Prisión sin que Kier notara su ausencia, antes de que el mismo espejo pareciera cobrar vida. El marco con la serpiente empezó a devorarse, achicando su tamaño hasta que era tan pequeño que podía caber sin problemas en un bolsillo. Soltó un suspiro de alivio antes de guardarlo y marcharse justo cuando unos pasos empezaban a sonar por el pasillo que llevaba a aquel sitio.
Una sonrisa divertida se abrió paso por sus labios a medida que leía la carta. No podía ser en un momento más propicio que le llegara tal pedido de ayuda. Miró hacia afuera, donde el paisaje otoñal con la luz del atardecer le hizo apreciar todos los tonos naranjas, rojos, amarillos y marrones, el mismo color que el fuego que ardía por dentro. Volvió a leer las palabras, armando con mayor detenimiento sus siguientes pasos.
A lo lejos, pudo escuchar a su madre tarareando algo, una de esas melodías que no indicaban nada bueno para ella. Rogaba que su padre no estuviera cerca, que siguiera ocupado en el estudio, leyendo lo que seguramente sería una invitación formal a una reunión en la casa del mítico Príncipe Mercante, el mismo que parecía estar en todos lados y en ninguno. El único elfo que era capaz de mantener la frente en alto frente a los Señores si así lo requería, y el único que obtenía cierto respeto y tolerancia a cambio. Recordaba vagamente haber escuchado que tenía tres crías bajo su cuidado, pero los rumores que llegaban eran tan descabellados que no podían ser ciertos.
Dejó el papel sobre el escritorio, trazando distraídamente el nombre que firmaba al final con la punta del dedo. Un nombre que podía reconocer incluso si desordenaban las letras, y uno que no quería recordar por la cantidad de sangre que había visto gotear. También era uno que estaba, definitivamente, fuera de su alcance, por lo que le había dicho la última vez que se habían cruzado.
—He visto suficiente como para saber qué me depara a tu lado.
Gruñó, apartando el recuerdo y las ganas de gritarle que se callara, que no sabía nada sobre lo que haría de estar en el lugar de su padre. No quería creer que eran lo mismo, pese a que sabía ejecutar las órdenes sin mucho problema, que había visto todo lo que pasaba cuando alguien tocaba el fuego que había en su interior. Echó la cabeza para atrás, no queriendo admitir que sus ojos recorrían un rostro que dibujaba sin problemas en las vetas del techo, en las sombras que había en la chimenea y en las llamas mismas.
«Prioridades, Eris, prioridades», se dijo mientras tiraba la carta al fuego, tal como le indicaba la misma. Contempló cómo el nombre era lo primero en desaparecer entre las llamas que devoraban el papel con el secreto que iba a llevar más allá de la muerte misma. ¿Un castigo? Podía ser, pero si quería hacer las cosas a su manera, había que pagar un precio, y él parecía estar ya pagándolo antes de tiempo.
Los pasillos eran fríos, incluso con todo el calor que irradiaba de las antorchas, con las chimeneas que ardían con fuegos vivaces, o con todos los tapices que colgaban de las paredes, bordados en dorado y plata, contando la historia de la Corte de la Noche, o simplemente mostrando a los anteriores Señores. Los primeros mostraban rasgos más finos, parecidos a los de ella, hasta que llegaban a cierto punto, donde los ojos dejaban de ser dorados y pasaban a tener un tono más violáceo, con estrellas que parecían danzar entre los dedos de los Señores.
Conocía la historia, a veces incluso la recitaba cuando necesitaba mantener la calma para poder entablar conversaciones difíciles, aunque diplomáticas, en nombre de Rhysand. No quería pensar en la última carta que había enviado, no quería ni siquiera invocar al destinatario de la misma. Habían sido órdenes, amables, pero órdenes al fin; nada personal.
Sus ojos se mantuvieron fijos en el grabado que tenía enfrente, el típico mural que mostraba a la Madre y todos sus misterios. Sus ojos iban hacia los trenzados que jamás se tocaban, pero siempre iban juntos. Quería creer que podía hacerlo así, que su vida podría ser así: ir al lado, lejos y sin acercarse más de lo estrictamente necesario. No había certezas de que él fuera distinto a su padre, no había pruebas de que irse a su lado sería una mejora, ¿no? Había sido clara, por su bien y el de él.
Dejó salir un suspiro antes de tomar la botella de vino que le habían traído, dándole un buen trago desde el pico de la botella. Quería olvidar, pero eso llevaba a que su mente le recordaba los cortes, los golpes y el abandono. No había sido él, pero tampoco había hecho algo para sacarla de allí. Y no iba a hacerlo si podía evitarlo.
Tomó otro trago. Sí, olvidar no era lo mejor; era lo que necesitaba. ¿No eran lo mismo al fin y al cabo? Las consecuencias las pagaría de todas formas, simplemente era cuestión de cuándo, y cuanto más tarde, mejor.
Bajó el martillo, disfrutando del sonido metálico que resonaba por el lugar. Un par de prototipos más y tendría el modelo definitivo, estaba segura. Pasó un trapo por su frente, quitándose parte del sudor antes de dejar caer el trapo en alguna parte del taller, mirando con orgullo aquella pieza. Sabía que distaban mucho de ser perfecta, de tener la calidad necesaria para levantar a alguien del suelo, pero empezaba a tener forma. Tomó un punzón y empezó a grabar unas pocas runas a lo largo de las varillas de metal, concentrándose en la cantidad de magia que permitía fluir por sus dedos, el punzón y en la mano que mantenía todo quieto para que los trazos fueran exactos.
Se sentía como en Refugio, bajo los ojos de una tía lejana que la cuidaba cuando su padre y madre decidían irse a vaya la Madre saber dónde. Podía oír con total claridad las palabras que le decía mientras hacían esculturas en troncos de árboles, creando figuras que podían moverse si uno les daba un ligero soplo de magia. Había sido un dolor de cabeza aprender a no chamuscar la madera, a hacer que cambiara a un montón de piedras que parecían un tronco o que se rompieran en el instante que dejaba de apoyar el punzón.
No se dio cuenta de que había alguien más en su taller hasta que escuchó su nombre. Tevedea, una draw que debía ser un par de décadas más joven que ella, la miraba con cierta duda, dirigiendo sus ojos rojizos hacia el punzón que probablemente reconocía con absoluta seguridad, aunque no hubiera ningún parentesco entre ellas.
—Pregunta la Capitán Ala-Blanca si ya tienes listo el prototipo y cuándo puede utilizarlo.
Emerie bajó la mirada hacia la mesa donde estaba dicho objeto, notando que todavía le faltaba un poco más.
—Para mañana tendré ambas alas listas —dijo y la draw simplemente asintió, echando otra mirada poco agradable hacia el punzón. No importaba cuántas veces la vieran, cuántas armas y artefactos creara, pareciera que los elfos de la noche no disfrutaban de ver sus tradiciones "manchadas" por otras manos. Emerie se había ganado el punzón, había estado décadas, casi un siglo hasta lograr que la magia fluyera correctamente desde el mango de madera hasta la punta de metal. Un par de años más y había logrado que los detalles hechos en la madera se iluminaran de color avellana cuando empezaba a canalizar.
Trazó otra runa, visualizando el efecto que debía tener al momento de activarla, cuando la magia de Nesta empezara a correr por aquellas varillas. Si estaba en lo correcto, si estaba haciendo lo que debía hacer, confiaba en que estaba a medio camino de encontrar la forma de que ella fuera capaz de volar también. La idea le hizo sonreír, pese a que su rostro no mostró la mueca más que por un momento fugaz, antes de volver a la máxima concentración.
El frío de la mañana era ideal después de estar toda la noche dando vueltas. Había soñado con él, emitiendo un brillo rojizo que le acentuaba los rasgos duros de su rostro y cuerpo, haciendo que se derritiera por dentro al ver aquello, para luego mostrarlo con un lazo plateado rodeando su pecho. Despertó con el corazón oprimido, deseando que simplemente fuera una pesadilla. Apenas se había molestado en ponerse algo de ropa, atando su pelo en una trenza rápida, aguardando a Emerie en la parte más alta de las paredes de piedra.
Una y otra vez veía lo mismo cuando sus ojos se cerraban para intentar disfrutar de los primeros rayos de luz, veía sus manos callosas que la acariciaban con reverencia, que el cuerpo de él la mantenía firme, dándole un poco de calor. Veía eso mientras las alas se le deshacían en dolorosos jirones, arrancándole un grito de dolor como si fuera ella la que estaba sufriendo, no él.
—Lamento la demora —escuchó que decía Emerie al llegar, con el nuevo prototipo en sus brazos, casi acunándolo. Dejó el aparato en el suelo al tiempo que Nesta le decía que no había ningún problema. La vio deshacerse de los lazos que mantenían a lo que parecían cada vez más alas, unas que, de rasgarse, quizás no le causarían dolor alguno. Mordió el interior de su mejilla, apartando los pensamientos mientras acomodaba las tiras que mantenían al pesado armatoste pegado a su cuerpo. Emerie le decía que tenía que dar un poco de magia para que funcionaran las runas que había grabado, y eso hizo Nesta.
Antes de que siquiera decidiera empezar con la prueba, las alas empezaron a agirtarse como lo harían las alas de los pichones, haciendo que su cuerpo se tambaleara ante el movimiento y Emerie la sujetó justo cuando dejó de guiar la magia. Las alas cayeron pesadas, casi tirándola en el proceso. Apretó los dientes, respirando hondo antes de levantar la mirada, pidiéndole a Emerie que le explicara cómo funcionaban, hipotéticamente, las runas.
—Deberías lograr que funcionen como músculos y tendones, con extensión y relajación en base a cómo esté tu cuerpo y hacia dónde quieras ir —resumió luego de detallar cada una de las marcas que habían. Nesta miró sobre su hombro, mordiéndose el labio un momento antes de dejar salir un suspiro.
—Quizás deba pedirle a Feyre que venga a darme algunas indicaciones.
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